viernes, 29 de junio de 2012

Represión en La Pampa - LA OTRA DEUDA

(a la memoria de María Tartaglia y Jose Martiniano Mendizábal)

Renegamos de los juicios contra fácticos que a menudo tienden a enriquecer las justificaciones de los fracasados. Pero con el mismo énfasis estamos legitimados para recordar las representaciones del porvenir que proclamaban los ciudadanos de la década del setenta.

La diferencia es clara: en lugar del “qué hubiera sido si…”_ que sólo admite una enunciación desde el presente_, la descripción del pensamiento de una generación en una parcela del pasado. Ideario que configura un escenario determinado por los sueños, convicciones, la voluntad de trabajar en procura de ese destino.

Afianzados en ese punto de partida es dable inferir que la aplicación del plan genocida en La Pampa deja otra deuda además de las apuntadas. La comunidad pampeana podría reclamar lo que con mucha propiedad debería indicarse en la columna del “lucro cesante”. Los presupuestos no cumplidos de un colectivo social que avanzaba hacia el porvenir con otras ilusiones que el terrorismo truncó.

Sueños, ratificados con coraje y militancia en los conmovedores testimonios de Raquel Barabaschi y Pepe Mendizábal.

No es dificultoso el inventario.

Porque en la sociedad ideal esbozada hace tres décadas en el imaginario colectivo resplandecía el servicio provincial de salud madurado y eficiente. De igual manera se elevaba el bagaje de los bienes identitarios y por supuesto estarían superadas las dubitaciones sobre el concepto de región.

La generación de los setenta descontaba que gozaría de la televisión cooperativa. Y correrían, puntuales, los trenes (porque la gestión de Carlos Menem hizo lo que hizo gracias al soporte previo de la dictadura y la lógica del Plan Larkin instalada en la mente de los gobernantes de los sesenta hasta la actualidad).

No será ocioso subrayar que en aquel vaticinio La Pampa tendría más trigo y menos soja, serían inferiores los niveles de violencia urbana y la educación pública afrontaría sus desafíos de formar privilegiando la verdad histórica y la memoria con presupuestos adecuados.

Pero además, como si no bastare, avanzaría hacia la confección de un nuevo auspicio del porvenir sin ese lastre cotidiano que nos corroe y daña, que lastima y asedia a nuestras doctrinas. Con esa marca invisible que tanto se siente: el miedo. La estrategia del miedo y sus mutaciones, residuos de un tiempo largo que acaso puedan comenzar a exorcizarse en este juicio que avanza.



Despojados de las contingencias de tres décadas, en la sociedad imaginada por nuestros desaparecidos, la utopía estaría a la vuelta de la esquina.


(dibujo deRaquel Pumilla)


                                                                                                    Juan Carlos PumillaAgosto de 2010



sábado, 23 de junio de 2012

Palabras


Los muchachos alojados en el “Instituto Dr.Julio Alfonsín”, la unidad de reclusión ubicada al sur de la avenida Santiago Marzo, escriben poemas de amor estremecido y largas e intrincadas prosas a sus afectos, especialmente a sus madres.
         Toman mate amargo en silencio y cuando lo rompen mastican cada palabra, para que no queden dudas sobre qué es lo que quieren decir. A menudo se quedan prendados con alguna idea y la examinan del derecho y del revés hasta acreditar su solvencia.
         ¿Asoma, tal vez, una luz de expectación?
Brasitas, rescoldo de una ingenuidad que quedó en los bordes de un potrero, en las púas de un tapial.
         Los muchachos rondan los veinte años de edad. Cuando cumplan sus condenas todavía serán jóvenes.
         Están allí, a tres cerrojos que repican con cruel sonoridad.
         El visitante no resiste la compulsión de examinar minuciosamente cada rostro para deducir qué es lo que han hecho para permanecer en el Instituto. En realidad la tarea es ociosa y, por otra parte, ya no quedan resquicios para ejercer perimidas prácticas lombrosianas: basta leer la crónica diaria. Ellos son sus reflejos.
En la crónica diaria también abundan los prestidigitadores de las postmodernidad, que adulteran la realidad para convertirla en una ficción; los vaciadores de esperanzas, los constructores de corrales, los que vilipendian al país, los pornógrafos del hambre y la miseria, los exegetas del miedo…, pero ellos no están en el interior del edificio blanco y adusto que interrumpe la monotonía de Colonia Escalante.
         Los muchachos saben o perciben, lo dicen sus miradas, sus gestos de recelo al momento de las presentaciones, la furia contenida de alguna de sus preguntas, que ellos son la ofrenda. Victimarios y víctimas, la expiación de una sociedad que reclama, aunque más no sea  un mínimo resarcimiento ante tanta iniquidad.
         Perejiles de la transgresión.
         Cuando los muchachos comiencen a redondear su juventud y la primera reja se cierre a sus espaldas, la circunvalación les ofrecerá una bienvenida y un dilema. La disyuntiva que puede ser feroz. El norte, el sur o los circuitos circulares.
         Cuando ese momento llegue probablemente queden pensativos. Como lo están ahora que han escuchado decir, con la misma fascinación que nosotros cuando lo oímos de nuestros maestros, que las derrotas son la madre de las victorias.
         Acaso la ansiada externación produzca alguna manifestación de sorpresa ante la comprobación de que el trazado de la avenida sigue inconcluso y que el viento se ha llevado los últimos ecos de una lejana proclama primermundista.
         ¿Cómo operará en su interior esta verificación? Es difícil saberlo: sus ojos apenas dejan entrever un compendio de incertidumbre, bronca y desconfianza. Peregrina, furtiva, se filtra por ahí una llamita de atracción generada por la aparición de una formulación que, como al descuido, cae en medio de la charla acerca de que la libertad es un estado de conciencia.
         Memoria y utopía. La palabra como mecanismo para buscar la libertad, la palabra como albergue de las ideas, la palabra como brújula de la justicia y la verdad.
         De esa palabra hablamos con los muchachos del Instituto Alfonsín un viernes gélido de mediados de junio
Luego, nos fuimos.
En el salón quedaron dos horas de honras a la letra escrita junto a una promesa que quizás comience a amortizarse con estas líneas.
Nadie podrá tener certezas del porvenir de esa charla. Salvo, claro, que ahora sabemos -nosotros los visitantes y ellos, los muchachos del Instituto Alfonsín-, que la palabra puede ser un arma portentosa y uno la carga como quiera.


                                                                  JCP

viernes, 22 de junio de 2012

Las estaciones




Pertenecen a un país que ya no es y están allí, en la soledad descascarada, lamiendo sus heridas, lejos de los ecos de otras épocas. Otras voces poblando estas galerías  que el viento recorre, puntualmente, acariciando desconsuelos.
        Siguen siendo nuestras y acaso estén como estamos todos: poblando un andén que está solo y espera.
        Es bueno visitarlas. Desandar sus recorridos para reconocer los puntos de partida y, si no  perdemos el tren, presentir los destinos.
Visitarlas como un ejercicio de la memoria, para saber qué  fuimos;  para establecer  qué haremos...
Crece el monte en  su interior. Avanza insolente y tenaz, como si fuese un reclamo. Afuera, contrariando a las vías, un retoño despliega  desafíos y marca la medida de la ausencia.
        Ahora, a través del árbol, mediremos alturas y distancias.
Los tramos recorridos...
...y todo lo que  nos falta
Ellas, las estaciones...


                                                                                                                            jcp

jueves, 21 de junio de 2012

Mujeres -Chicha

La mujer, que el jueves ascendió por las estribaciones del Sipren, no vino. Ya estaba con nosotros desde aquellas crepitaciones de la calle treinta que, una vez más, como cincuenta veces más, reverberaron en estas dilataciones de arena que llamamos pampa.


Apenas puso a descansar su bastón blanco percibió la bienvenida de Liliana Molteni y las palpitaciones de María Tartaglia, la otra abuela que está sola y espera.

Dos pulsos y un solo corazón. Cosa de jueves…

Fue un abrazo estremecido, apenas sin palabras. Acaso el silencio más elocuente y sonoro de la tarde.

La mujer prodigó voces de aliento y bienaventuranzas, también una sonrisa para gratificar al nieto que escribió un libro para honrar a su Superabuela.

Luego dijo lo que dijo y se nos antoja que mancillaríamos esas verbalizaciones intentando explicarlas. Porque hay otro texto, explícito y rotundo, en el abnegado magisterio de su mirada o en la gestualidad de las manos acariciando el aire.

En la despedida hubo lágrimas y las confirmaciones de la Cofradía del Abrazo.

Al caer la noche, con su lanza en ristre, se internó en el obsesionado afán de presionar al otoño hasta convertirlo en Primavera. Será pronto, presentimos, apelando a esa convicción que nos legara Arlt hablando del futuro.

Cuando eso suceda todo será una fiesta y sonará Vivaldi.

Albricias de un tiempo nuevo, celebraciones de la memoria.

La mujer del jueves –que en un acto supremo de generosidad resignó el amparo de un tejido trunco, no se fue. Quedó aferrada para siempre en nuestras expectaciones.



Juan Carlos Pumilla



Marzo 28de 2007











miércoles, 20 de junio de 2012

Sombras, nada más...

(tres microcuerntos al hilo



Avanzo tres pasos y ella hace lo mismo. Camino otros diez y siempre ella está allí, anticipada. Cada vez que intento alcanzarla, no  puedo, como tampoco puedo entender porque Galeano se empecina en llamarla utopía.
...............
La Mujer Maravilla comenzó a girar y una estela de reflejos salpicó las paredes. El  Hombre Invisible la contempló con envidia.
....................

Era un perfecto triángulo amoroso. Hasta que ella decidió apagar la luz para desnudarse de sus sombras.



                                                                                                                          jcp

martes, 19 de junio de 2012

El flaco Juan



Acordate de Martí, me dijo, y yo cambié de tema porque todavía no estaba muy convencido de que todos los que preferían callar y escuchar tenían algo que esconder o eran irremediablemente tímidos. Acordate, insistió el flaco Juan y nuevamente demostró su enorme capacidad para no dejar ningún cabo suelto, ninguna puntada sin hilo, ninguna discusión a medias. La verdad que el Juan a veces hasta resultaba intolerable, salvo cuando las papas ardían y. allí estaba, des¬garbado, vehemente, sacándonos las castañas del fuego cuando algún pragmá¬tico más preparado nos ponía entre las cuerdas con algún dato poco difundido de las dumas de White, del anti-Dhüring o, más acá, de la gesta de mayo. En realidad nunca conocí la cita de Martí y confieso que jamás me interesó profundizar el tema. Pero el flaco era seguidor, perseguidor y otros cuentos. Que tenía razón, che, acá hay que opinartengas o no tengas razón, acertando o pifiando, sino... cómo cornos vamos a aprender. Buen rebusque dialéctico -o conviene decir retórico- el del flaco. Todo el mundo lo cargaba porque luchaba hasta la última gota de saliva en la discusión más atorranta y además, para colmo, quién I e decía que parara la mano. Si hasta alguna vez el colorado le arrojó a boca de jarro para flaco, ya me tenes hasta la coronilla, acabala con tu discurso y el flaco que muy suelto de cuerpo, con esa paciencia de mormón recién adoctrinado, que lo fue adobando, adobando, despacito hasta que al colorado no le quedó otra que darle la razón. Y hasta tuvo que pagar las cervezas el muy salame, sólo porque trató de taparle la boca al flaco Juan que, te digo, en una mano te mostraba a Martí para distraerte y con la otra te sacudía a Lefebvre como si almorzara todos los jueves con él. Y lo que es peor; bueno... es un decir, para mejor, digo, te largaba una parrafada sobre los comités de base y luego te invitaba a visitar uno para que vieras que no todo era jugo de lengua. Más vale: jugo de lengua, la espalda sudada y callos en las manos, como dijo Galeano la vez pasada. Esa sí que era forma de trabajar. Bueno, la cuestión era que cargada va cargada viene el flaco no se resignó nunca a quedarse en el molde. Me acuerdo esa vez que la vieja vino por quinta vez a reclamarnos el alquiler del saloncito porque dos o tres meses está bien pero, muchachos, ¡un año! ya es demasiado y el Juan que le dice ¿Schneider, dijo, su apellido de soltera es Schneider?, usted sabe que me parece que Schneider quiere decir carpintero, porque antes, qué tiempos, se acostumbraba poner los apellidos según los oficios. Y resulta que la rusa, esa vieja rusa más dura que un caldén que descubrió azorada la historia de los alemanes del Volga y la jugarreta de la zarina de labios del flaco se ablandó toda y no volvió, te digo en serio que no volvió, como no fuera para traernos strudel alguna tarde y preguntar por ese muchacho Juan, tan simpático. Y otra vez que como unos pajaritos aceptamos ir a discutir al frente cultural y nos empezaron a sacudir que era un contento hasta que acertó a pasar el flaco, que andaba por ahí, sabes, de puro pedo, y no viene y les dice no sé qué cosas de Boedo y no sé qué otras de Pavese, el taño ese que se morfó una flor de cana, y que La Pampa es una provincia para querer de a poco y que para qué quieren poetas que dicen tales cosas si no les van a llevar el apunte, y que si Mattelart o Me Luhan y que al fin qué tanto joder si los intelectuales, al fin y al cabo, no son más que el sismógrafo porque los movimientos los hace el pueblo, así que a achicar la parada, ajustarse los pantalones y no jetonear al cuete y bueno, qué querés que te diga, salieron todos flaco corazón, flaco corazón, volvé que te extrañamos y gracias a esa tarde ahora tenemos lo que tenemos. Te das cuenta. Acordate de Martí, me dijo, y de esto hace como mil años y todavía me acuerdo. No hay que callarse la boca, viejo, nunca más callarse la boca.

Sala Scherazade. Refinada crueldad para denominar al lugar de los tormentos. Nos enteramos después que el nombre había sido puesto por 'El Profesor', un pulcro sujeto de voz suave que antes de cada sesión contaba con parsimonia la historia de Scherazade: un modo de indicar que en ese sitio la única forma de sortear a la muerte era hablar. Allí estuvo el Juan... y no habló, sabemosque no habló.

                                                                                            JCP

Obrero, dibujo de R.Carpani





sábado, 16 de junio de 2012

El Negro

Roberto Fontanarrosa percibe la expectación de los asistentes al II Congreso de la Lengua Española y en su interior engorda una sonrisa. Luego, con firmeza y desenfado, dicta una absolución plebeya para las malas palabras. Hay picardía y enjundia en las formulaciones que, a medida que crecen, promueven sorpresas, sonrisas y hasta carcajadas. Al cabo del exorcismo la audiencia aplaude, liberada. El rey de España contempla un cristal de saldescendiendo por la mejilla de Sofía mientras exclama, estremecido, ¡qué lo parió!

Mujeres - Rosita



(“cruzó la línea temprana de su niñez…”
Novicia. V Heredia)

     La luz que regatea la farola de la esquina dilata su figura hasta convertirla en una línea que se arrastra por el sendero de pasto puna. Allí la villa abdica a su trazado y se somete a la voluntad del rancherío. El fulgor corteja a la silueta hasta que se hunde en la oscuridad. De tanto en tanto la negrura se turba por la brasa de algún cigarrillo furtivo que delata impaciencias. Luciérnagas del arrabal santarroseño subrayando las pasiones más secretas del estío.
     Como para medir distancias mira hacia atrás y recibe el saludo del perfil caprichoso de la ciudad constelada de estrellas. A lo lejos cree advertir la enorme y sombría presencia del molino harinero que han venido a desmantelar. Luego, apura el paso con la guía que desde el corazón de la noche ofrece desde siempre el brillo bilioso del farolito del boliche La Vuelta.
     Por enésima vez certifica en el fondo del pantalón la presencia del delgado y redondo envoltorio que le permitirá su segundo ingreso a la gloria, su nueva incursión por los territorios donde habitan la pasión y acaso hasta el amor.
     El umbral de La Vuelta resiste desde siempre cualquier innovación. Un pequeño alero sostenido por columnas de caño corroído por decenas de inviernos, veredita de ladrillos, una ventana de vidrios esmerilados por la grasa, las moscas y el polvillo fino y pegajoso de diciembre. Cuando toma el picaporte de la escuálida puerta, apenas unos pocos de los parroquianos se interesan por su ingreso. Inmediatamente lamenta no haberse lustrado los zapatos contra el pantalón pero ya es tarde, tras el mostrador la mujer de gruesos labios rojos lo examina con mirada inquisidora.
     El murmullo altisonante de los que juegan a la escoba por cincuenta pesos el reenganche se impone por sobre las otras conversaciones regadas con ginebra, grapa y vino tinto
     Algo en los ojos de la mujer adelgaza su precario valor y recurre al talismán ajado del bolsillo para infundirse nuevas energías. La camisa se pega a su espalda y el aire se torna más espeso.
     -Rosita, busco a Rosita.
     -¿Ya Sabés cuánto?
     -Sí, estuve la semana pasada.
     La matrona pliega escrupulosamente el ajado rollito de billetes y con la cabeza le hace un gesto de asentimiento al hombre que a su lado seca los vasos con mirada triste. Es un individuo de edad indefinida, barba incipiente y espalda encorvada. Sin palabras lo conduce por un breve pasillo hasta una pequeña habitación apenas iluminada. Con el dedo señala un lugar en el banco largo apoyado contra una pared descascarada y regresa a sus vasos.
     Hay otras tres personas en el recinto que soportan estoicos el penetrante olor ácido que logra la alquimia de sudor, colonias baratas, humo y los orines que se introducen por una puerta abierta desde donde, al fondo y rodeado por pilas de leña y latas con basura, se divisa el excusado. Los que aguardan se miran de reojo pero no intercambian palabras. Se reparten en dos bancos ubicados frente a frente, justo a la mitad de una cortina de cotín desteñido sujeta con argollas a un caño. Por allí se accede al paraíso: otro pasillo delgado y lúgubre conduce a las habitaciones del fondo, aisladas para amortiguar gemidos, risas, quejidos y hasta gritos, donde de tanto en tanto emergen niñas morenas de ojos pardos y nombres franceses. Salvo Rosita, claro.
     El sujeto que está enfrente tiene la cabeza gacha y sus pensamientos siguen el compás de la gorra que hace girar entre sus manos. A su lado un chico granujiento no quita la vista de la cortina con gesto nervioso. Aquí un hombre enorme que resopla sudoroso mientras una sonrisa magra le aflora en los labios. Solo el agrio chirrido de las argollas los distrae cada tanto.
     Los minutos pasan como si fueran siglos y el elenco se renueva lentamente porque es mitad de quincena y,  ya se sabe, a veces la economía escribe sus tratados en los burdeles. Pasan, los minutos pasan.
     La puerta que da al boliche se abre brevemente y por ella se recorta la figura del tipo del mostrador con un balde en la mano. Amortiguada, penetra la jarana y el ruido inocultable de una danza de dados en la que bailan la ilusión con el hastío.
Alguien estruja un atado de cigarrillos y loa arroja sin acertar al recipiente enlozado sepultado de colillas.
            Dos gatos maúllan en el techo.
     Al cabo de un largo rato comienza a impacientarse y genera una fibra de conmiseración del hombre sudoroso que aguarda.
     -¿Vos esperás a la Rosita, pibe? Bueno, armate de paciencia.
     -¿Por?
     -Hoy Se Le negó a un cliente importante y el patrón se puso furioso. Ahora la está educando...
      ¡Educando! la educación sentimental de Rosita, la piba de las trenzas que se vino de Telén a conquistar el sol. Educando, eso es lo que dicen enTelén, que ella aprende rápido. La impaciencia galopa en su corazón. Silencio, el silencio aturde los sentidos...
     Las argollas no corren ejecutando esa melodía patética y repetida de todas las noches.
Queda sinfonía para Rosita que vino del Oeste.
Educando, educando, ¡curiosa manera de definir el cielo de Rosita!
Educando …y pasan los minutos como si fueran siglos, por algo aquí se envejece más temprano... Busca distraerse en la contemplación del cielorraso henchido por la humedad. Las manchas le otorgan un aire irreal. Son como nubes, piensa, gruesas y negras nubes que presagian tormentas.
     La furia, o la impaciencia, le impiden advertir la subrepticia salida y cuando levanta la vista la sorpresa asalta su rostro al contemplar la cortina descorrida.
     A pasos largos se introduce en el pasillo oscuro hasta la pieza del final. golpeando contra las paredes manchadas, caprichosas pinturas del desamparo. Rosita, menos mal que estás aquí, amor de mi vida, dormí, Rosita, dormí, que yo velaré tu sueño. ¿Sabés? te traje caramelos y la revista que me pediste. ¿Me escuchás? Y te traigo mis ganas, y mis sueños, Rosita. ¿Tenés frío? Estás empapada. ¿Tenés frío? Vení, Vení que te cubro, Vení que te canto una canción para dormir feliz, una canción para cantar mañana, o pasado, o cuando despiertes, para cantar juntos cuando cobre mi quincena y nos vayamos al cine y ¿quién te dice? cuando hagamos otros planes. ¿Querés a Rosita por esposa? Sí, quiero. Cuando despierte ¡pero qué empapada estás Rosita! le diré...bueno, le diré que yo seré su cielo, yo seré el que regarÁ sus flores. Rosita...Rosita. Duérmete mi niña, duérmete mi sol, duérmete pedazo de mi corazón. Rosita, estoy aquí pero qué linda estás.  Casi tan linda como en ese retrato que tenés ahí en la repisa. Rosita, trenzas negras, portafolios y guardapolvo blanco.
 ¿La escuelita de Telén Rosita? Te veo, te veo tan feliz aferrada a  la mano de ese señor delgado de traje negro y algo encorvado que tiene… que tiene...cómo decirlo, una especie de tristeza en su mirada.



JUAN CARLOS PUMILLA

      
 
                                                                                                                                           3.6.09


  
                                                  

martes, 12 de junio de 2012

Club Argentino




Ella sintió la mano que se deslizaba suavemente por el circuito de su cintura hasta que se posó, firme y delicada, en la breve hondonada que produce la columna.


El constató que el pañuelo estuviera apenas insinuado en el terco bolsillo de la pechera de su saco; la corbata, bien, derechita y sin que apenas se notaran los alfileres que -astuto- había colocado para que la descarriada no se escabullera hacia el costado.

Ella se sorprendió con el vago temblor que recorría su cuerpo. Se estremeció complacida porque sus reflejos funcionaran correctamente. ¡Albricias!, tras una semana de fregar pisos enchastrados por los dulces de los chicos de la señora, lavar mil veces los cuellos de esas camisas que deben quedar tan inmaculadamente blancos y escurrirse elegantemente de las persistentes efusividades del señor.

El entrelazó con decisión los dedos de su mano izquierda con los de ella y lentamente, en el curso de un rápido forcejeo, inclinó ambos brazos de manera que el apretón descansara sobre su pecho.

Ella sonrió y entrecerró los ojos pensando que cuando las demás parejas colmaran la pista sería la oportunidad de tirar subrepticiamente el chicle que olvidó en su boca al momento de levantarse de la mesa. No hay que distraerse a la hora de los cabeceos.

El extendió los dedos de su mano derecha en el refugio de la espalda y sus yemas rozaron despiadadamente la fina tela. Inmediatamente lamentó no haber podido suavizar las rugosidades del cemento y de la cal (¡cómo olvidarse de los milagrosos efectos del limón con azúcar y aceite!). Recurrió a una variante más delicada que no rompiera el sortilegio del atrevido peregrinaje por la sedosa geografía. Despaciosamente, plegó los dedos y los reemplazó por los nudillos.

Ella advirtió algún cambio y arqueó la espalda para facilitar la inspección. En sus muslos, notó con disgusto, las ligas perdían lentamente su firmeza y las medias comenzaban a arrugarse. Se tranquilizó en la conclusión de que nadie notaría el desaliño.

El se sumergió en la melodía que ganaba sus sentidos y se felicitó por haber cronometrado bien los tiempos y ubicar a la elegida justo en el momento de los lentos.

Ella cerró definitivamente los ojos y se dejó llevar arrullada por el repertorio del maestro Cambareri, especialmente concebido para esos momentos; la medida exacta entre la alegría y el placer, el centro justo entre la lucidez y el éxtasis.

El dejó que su mente vagara por el futuro cercano, la caminata por las torpes veredas de la villa, el beso fugaz al cruzar la placita y la maravilla semanal del amor interrumpiendo la rutina.

Ella fue conciente de que una cierta tibieza inundaba su cuerpo.

El apresuró el abrazo.

Ella intentó ignorar esa maldita liga que proseguía su claudicante marcha descendente. Juntó las piernas para evitar la catástrofe.

El detuvo el avance de su rodilla, la primera línea de combate, y un escalofrío recorrió su piel. ¡Por Dios, hoy no, por favor!... ¡pucha qué suerte!...

Ella percibió la confusión y se sonrojó. La próxima vez prescindiría de las medias, ("me importan un pito la moda y el frío") y hasta se pondría los zapatos marrones que son mil veces más cómodos y ya están domados.

El acercó su mejilla y notó el calor y el insistente perfume a rosas que aguzaba sus sentidos. Se reconfortó con el leve aroma a tomillo y laurel que había sobrevivido a la catarata de loción . Su nariz se sumergió en la espesa mata de pelo cobrizo y advirtió en la palma de su mano izquierda el galope furioso del corazón.

Ella se inclinó, balanceó sus caderas y dejó que la falda flameara sobre las rodillas. Voló, se alzó levemente rozando las gastadas baldosas y voló. Se elevó perezosamente entre las apretujadas parejas y cobró altura, voló alto, cada vez más alto. Abrió con galanura los portales del Reino del Sábado a la Noche.

Ella, la negrita, la fregona, la gastada, la curtida, la arrastrada, se deslizó sobre inmensas alfombras y entre palios dorados y rojos, bailó. A lo lejos, en la cumbre , la aguardaban sus atributos. Impulsó su cuerpo hacia el lugar donde se avizora la felicidad. Danzó.

Sus manos se agitaron en el cielo a medida que cobraba más altura y un arco iris de tomillo y laurel se esparció alrededor del trono.

Feliz, rió.

Desde algún lugar, dulce y tenue, el fuelle de Cambareri insinuó una melodía para cortejar su ascenso a las estrellas.

                                                                            JCP



(dibujo de Ricardo -Carpani)







lunes, 11 de junio de 2012

Hilachas

En el agujero por el que se descolgó el ángel quedó enganchada una hilacha. Los niños del barrio Matadero procuran alcanzarla con largos palos para poder angelar sus barriletes. La hilacha se bambolea.




(de la serie minicuentos de 33 palabras)

sábado, 9 de junio de 2012

Soles



Los soles asoman y alumbran hasta las zonas más sombrías.
         Encienden las tinieblas.
         Aun cuando no se ven, brillan. Por la elemental  circunstancia de la memoria.
         Por las noches, prosiguen su tarea
Es una labor enorme y tenaz, que trasciende geografías.
         Soles militantes, potentes, aguerridos.
         Se ensombrecen las jornadas y persisten: es que  la obcecación no obedece a  las coordenadas del tiempo.
         Son soles bisectrices , como  crucificados.
 Ocupan todos los confines  y vencen a los siglos para confirmarse en la certeza  de que el sol es vida.
         Encienden  el paisaje  con sus luces.
        
         Luces,
Cincuenta y dos  fulguraciones  para comenzar a ver.
        
         Se perciben  también otros soles.
Nacientes, galácticos.
         Tan distantes pero tan cercanos.
         Lucen inocentes, como niños.
Apenas amanecen en nuestro firmamento y ya se dilatan en los confines.
Anticipan albricias y  cobijos, alboradas de tibieza para nuestras germinaciones.
Vienen  del otoño, soles primavera

                                                                                                     JCP


(ilustraciones de Raquel Pumilla)

jueves, 7 de junio de 2012

El señor Martínez

Conocí al señor Martínez hace ya unos cuantos años. Este hombre de cuidadoso aspecto y semblante pensativo, mezcla rara de burócrata tenaz y Mesías extraviado, ejercitaba una suerte de subgerencia en una sucursal bancaria a la que yo había asistido para indagar acerca de algunas denuncias sobre manejos financieros no del todo honorables por parte de casa central. Fue en aquella oportunidad que el señor Martínez me hizo conocer una teoría que, por entonces, circulaba por su fase preliminar. Preste atención, susurró con tono revelador al acompañarme hasta la antesala del despacho gerencial,;las voces se elevan cuando una reunión está a punto de concluir. Efectivamente, en ese momento alcancé a oír los saludos de despedida que el gerente formulaba a su visitante. Dediqué al señor Martínez una sonrisa de asentimiento y él me la devolvió con un gesto de leve condescendencia que me ubicó en la alternativa de quedarme mudo o darle las gracias por el dato.

El gerente, desde la puerta, me socorrió en el dilema.

Algunos días más tarde me enfrenté nuevamente con el señor Martínez, quien me prodigó una amplia sonrisa quizás interpretando que mi sorpresa venía revestida de interés por el encuentro. Esmerado como siempre, Martínez detalló -en su carácter de interventor de la sucursal bancaria- los nuevos horizontes que se inauguraban para el capital financiero exportable. Antes de despedirnos volvió a sorprenderme. Sabe, me explicó tomándome del brazo, que las voces al término de una reunión se elevan porque los movimientos del cuerpo al separarse de las sillas y el ruido de éstas obligan a aumentar el tono. Como aquella primera vez, no supe qué responder; apenas alcancé a balbucear un ambiguo y poco convincente "qué interesante".

No tuve noticias del señor Martínez por algunos años, aunque cada tanto la mención de algún Martínez en las crónicas de actualidad me recordaba a aquel sujeto atildado y de engañosa pose pensativa que dedicaba sus desvelos a desentrañar los epílogos sonoros de los encuentros. De manera que realmente fue genuino mi interés y asombro cuando volví a toparme con él. Ambos habíamos ascendido: yo disfrutaba la prosecretaría de redacción del periódico que me enviaba a Buenos Aires y él ocupaba una de esas extrañas asesorías del gobierno militar de turno. Algo tan vago como apoyo técnico en la "auscultación por medios indirectos de ciertos aspectos de la sensibilidad social". Como proyección de sus labores el señor Martínez fiscalizaba la agenda del ministro y acordaba los turnos según la importancia del tema. Fue en aquella ocasión que me confesó su interés por la literatura y por la obtención de las reglas básicas que le permitieran -con lenguaje didáctico, claro- exponer por escrito una nueva variante de su tesis relativa a que el tono de la voz al término de las reuniones no se eleva, centralmente, por el ajetreo del mobiliario. Se alza como consecuencia de que, para esos segundos finales, no existe generalmente un código establecido de conducta -como lo hay para iniciar un diálogo, por ejemplo- lo que deriva en que las voces se superpongan con la consiguiente superación de la cuota habitual de decibeles. Me fui del despacho particularmente confundido.

Ayer volví a ver al señor Martínez. Me dedicó un guiño amistoso desde su banca de legislador. Luego, en uno de los cuartos intermedios de la sesión, distrajo un momento su atención de la rueda de personalidades que lo interrogaban acerca de los pasajes centrales del libro que acababa de editar con los auspicios de una editorial española. (Palabra y Protocolo). Martínez me palmeó generosamente la espalda y murmuró con tono cómplice un "tengo dos o tres cositas interesantes para contarle...", "ya nos veremos".

Aún no alcanzo a descifrar el por qué, desde entonces, esa eventualidad me angustia.



miércoles, 6 de junio de 2012

El Eternauta


El Eternauta pateó un tarrito. El tarrito tenía una leyenda. La leyenda pregonaba indulgencias y albricias que acaso leyeran los dueños de esos tarritos huérfanos abandonados en las veredas que pisa El Eternauta.



(de la serie minicuentos de 33 palabras) JCP

domingo, 3 de junio de 2012

Días de vino, días de rosas

Pablo De Pian





Aquellas jornadas, en que promediaba 1969, estaban atravesadas por una argamasa de incertidumbres, vacilaciones y certezas; extraña conjunción para el final de una década que iba en camino de transformarse en emblema.
          Sus protagonistas, claro, lo ignoraban, ensimismados en sus imperativos.  Hacia el Norte, donde América insinúa sus constricciones, rompía el llanto por las indignidades en la plaza de Tlatelolco. Esas  lágrimas no tardarían en bifurcarse en los meandros de Huê. En tanto, en la encrucijada de las doce avenidas de París, una rosa roja se dilataba en mil quimeras.
          En estos territorios de desvelo la insurrección inauguraba su edad de piedra desde el Barrio Clínicas.  “En Córdoba el aldabón y en Rosario la campana…”.  En Corrientes, la muerte obedecía a sus pulsiones y cobraba los primeros salarios de un porvenir púrpura.
          Flameaban las banderas y era por la térmica del tiempo.
          En Santa Rosa –ya lo dicen las “Crónicas del Fuego”- repicaban las alarmas  porque había memoria de Conintes y Valleses.
          Marchas de silencio contra bastones largos.
          Ahora, a la distancia, cobra certeza la humildad de la respuesta.  Aprendizajes lentos pese a las alertas de la partera de la historia.
          Una de esas noches de mayo de 1969 un grupo de jóvenes diseñó un ademán ético.  Ni el más arriesgado ni el más trascendente.  Apenas un efímero gesto de rebeldía ante las grandes ofensas.
          Con tanta obstinación como desprolijidad orientaron sus pasos hacia el mástil, que enfrentado a la puerta de la Municipalidad, para dejar expresada su bronca.
          Leonardo, Enrique, Juan y el apoyo adolescente de Inés y Raquel.  Con sigilo se acercaron al lugar portando sendas latas de pintura roja y negra.
          Enardecidos, al borde del coraje, imprimieron la leyenda “asesinos” en grandes caracteres.
           Hicieron algo más, seguramente por ignorancia antes que por menosprecio a los desvelos de Vucetich:  estamparon sus palmas con pintura roja componiendo un fresco del pensamiento de buena parte de la sociedad insolentada.
          Enrique, que años más tarde perdería su mano en una broca petrolera del sur, garrapateó la denuncia con “C”, lo que obligó a una corrección de urgencia y la inquietud del agente de facción apostado en el Banco de la Nación cuyos bostezos fueron sorprendidos por la faena y no atinó, o no quiso, emprender más acción que la de observador de la huida de los jóvenes.
          Más tarde el vigilante cerraría sus ojos ante el fogonazo del flash de Pablo De Pian que debutaría como reportero gráfico con la primicia de la primera pintada de la década en uno de los sitios más conspicuos de la ciudad.
          La fotografía nunca llegó a publicarse y ello originó que, de su producción, fuera la menos trascendida.  Empero en su momento, le deparó a su autor efusividades y respeto   en todas las la redacciones.
          ¿Hace falta presentar a Pablo?
          Lo sorprendimos hace unos días pisando uvas para obtener treinta litros de cabernet con los que, aseguró, bendecirá a sus amigos.
          Exultante, en parte por su homenaje a Baco en esa elaboración ancestral como por la edición de su primer libro de cuentos cuya prueba de imprenta había conocido horas antes gracias a la diligencia de Ángel Aimetta.
          Pablo, el que enriquece cofradías.  Aquella vez, cuando la policía acudió irritada e imperativa a su estudio de Foto Amaika, para interrogarlo acerca de lo acontecido en el pedestal del mástil, atribuyó a su buena estrella el haber obtenido un registro tan oportuno de la audaz acción.
          Porque de esas cosas se nutre el periodismo:  empeño y buena suerte.
          Nunca más se habló de ello porque lo que sobrevino fue tan vertiginoso como violento.
          Esta semana, en la celebración de esa eucaristía plebeya y pagana de gringo y mosto, brotó a la memoria el episodio de aquel grito germinal contra los asesinos y el ejercicio estimuló la redacción de estas líneas.
          Probablemente sólo hagan justicia a una articulación principista y mínima.  Una honra al periodismo oportuno y comprometido tanto como a una caligrafía tan incierta como noble.
          O eventualmente despierten, en la memoria de aquellos policías desconcertados y ofendidos de arrabales del 69, los pormenores de un episodio dormido cuya falta de resolución acaso los haya mortificado.
          ¿Reprimendas o arrestos?  Los fracasos se solventaban al contado en ese período en que la fuerza confirmaba su vocación por una práctica que luego institucionalizaría: la policía política.
          Si así fuera, reconfortará nuestros espíritus apuntarles que ha sido recuperada la evidencia gráfica de su frustración.
          Ahí está la fotografía…

           Y otra cosa:  no hubo providencia.  Pablo De Pian era el otro miembro del grupo.

Juan Carlos Pumilla

sábado, 2 de junio de 2012

Wall Street


El viejo arrastró la palma suplicante sobre las baldosas, pero la moneda siguió a su dueño hasta el último piso. Desde los ventanales la calle era una línea y el viejo una coma.



(de la serie minicuentos de 33 palabras)

La casa es el umbral

  La casa es el   umbral ( Mínima canción de contingencia) Retumban   esas   suelas...