viernes, 23 de octubre de 2009

Identidad

       

  Te hemos descubierto me dijo. Ahora existes, dijo y apoyó su palma sobre mi cabeza. El hombre pálido hizo otro gesto y murmuró palabras a las que no presté atención preocupado por hacerle saber sin ofenderlo que soy desde el fondo del tiempo. Aquí nacieron mis padres y abuelos. En este lugar los abuelos de mis abuelos descifraron los misterios de las piedras. Fue aquí donde los abuelos de los abuelos de mis abuelos midieron el cielo y contaron los astros. Los antiguos, de quienes descienden aquellos abuelos dieron un significado al cielo y al espacio. Aquellos..., aquellos que hace muchas lunas, cientos de ellas, determinaron éste es, este será nuestro año nuevo.

Te llamaremos Pedro, me dijo. Serás Pedro en honor al fundador. Pedro, para saber quién eres. Para identificarte. Para que seas distinto a los demás. Dijo y yo moví, ahora sí, la cabeza negando. Porque yo soy Velachichi, ese nombre que te resulta tan difícil pronunciar. Velachichi o Velachichiz, si quieres. Ve-la-chi-chi, entiendes. Soy y pertenezco a este nombre que me identifica y da sentido a mi vida. Velachichi, vecino y hermano en el destino de los Tubichamini, del grupo mbeguá, del lugar que queda en la entraña del bosque. Allí, donde el sol se acuesta. Te llamaremos Pedro, agregó.
Te evangelizaremos dijo el hombre pálido. Te convertiremos para que dejes de ser hereje y bárbaro, para que seas un buen Pedro, murmuró acariciando un breve atado de papeles. ¿Ahí está tu Dios? Pregunté asombrado e incrédulo. Porque debe ser un Dios muy pequeño para caber en una hoja de papel. Mi Dios ilumina todos los confines, dijo el hombre pálido con orgullo. ¿Tu Dios se llama Sol?, inquirí. Elevó la voz en una especie de plegaria y sostuvo: mi Dios está en todas partes y nadie lo ve. ¿Tu Dios es el viento?. Mi Dios alumbra los lugares oscuros. ¡Ah, tu Dios es la luna! Mi Dios castiga sin palo ni piedra, agregó triunfal. Entonces... ¿tu Dios es el fuego? Mi Dios está en las alturas y todo lo ve. Ya sé: tu Dios es el pájaro. No, dijo el hombre pálido, mil veces no, vociferó el hombre pálido. Yo respiré aliviado al saber que su Dios no es el sol, ni la luna ni el pájaro del amanecer, ni el fuego ni el viento. Porque esos son mis dioses, dioses de aire libre, imposibles de capturar en un papel.
Yo soy el que manda, el imbatible, dijo socarrón y victorioso el pálido hombre golpeando sus caderas con el artefacto azulado que escupe fuego por la boca. Esta es mi razón y mi fuerza, sostuvo el hombre pálido. El mismo que desnudo es un montón de carne fláccida, el hombre de abultado abdomen y cuero peludo y maloliente. Ese ridículo hombre pálido es débil y la demostración de esa debilidad está en ese extraño aparato que luce en sus correajes. Yo soy el fuerte, dijo.
Te diremos Pedro. Serás Pedro, dijo el hombre fuerte del dios de papel que descubre lo que ya existe. Pedro en honor al fundador de esta ciudad, dijo al recibir el puñado de sal que traigo desde lejos, desde los confines que algún día llamarán pampa, donde se esconde la luna de diciembre. Pedro, el que descubrió la sal para nosotros, dijo inquieto mirando a los costados. Serás Pedro, el de la sal y así te registraremos, dijo.
Pero soy Velachichi, vecino y hermano en el destino de los Tubichamini. Cada vez que el hombre pálido exhala el aire para decir Pedro, para vomitar Pedro, cada vez que esas cinco letras me tocan la espalda mi sangre se subleva. En ocasiones, cuando involuntariamente volteo al oír ese nombre un trozo de pasado se me escurre. Cada vez que Pedro es pronunciado la vida se insolenta y la memoria sufre y se desgarra. Soy Velachichi o Velachichiz si se te antoja. Un hombre manso y bueno de dioses de aire libre. Una libertad que se condena cuando el hombre pálido dice Pedro y apoya su palma sobre mi cabeza.
JCP

jueves, 22 de octubre de 2009

Cartas de amor a Moreno





                                                                                                     
                           Me voy pero la cola que dejo será larga...”.


Desprende una rosa roja y la lanza con fuerza para demorarse en los  círculos que el agua dibuja y expande hasta llegar a destino. La mano construye un refugio sobre las cejas y desde esa  atalaya  verifica la singladura; cree percibir el leve balanceo de la barca. El capitán afirma sus pies para acompañar el vaivén. Su semblante inescrutable acaso revela  un destello de inquietud ante los ojos inquisidores que lo enfrentan mientras imaginan cómo será el amanecer visto desde María Guadalupe. El sol va  ensangrentando morosamente el horizonte y un haz de sombras adelgaza las figuras hasta convertirlas en absurdas marionetas de una comedia que plegará el telón al mediodía. El hombre al que el capitán contempla en silencio desprende su espalda de la pared del camarote y un grabado de sudor perpetúa una impronta marrón sobre las tablas. Otra puntada atroz penetra en su estómago mientras el cuerpo se arquea y un hilillo de baba presagia esa bilis agria y nauseabunda que no sobrevendrá porque ya nada queda en su interior. Nada, salvo el perfil de la mujer que en el muelle voltea la cabeza para encontrarlo. Sus miradas se cruzan. Ella  se sonroja y deposita con lenidad el ramillete de flores sobre el tosco  barandal mientras  le promete  escribir una nueva carta a la hora de la siesta, que es cuando las visitas se retraen porque marzo ha venido caluroso y no hay que incomodar ni incomodarse. Ella le dirá te amo y borrará el trazo, arrepentida, para no parecer cursi, o débil. Pero insistirá te amo más enorme porque él necesita saberlo y ella reafirmarlo si al fin y al cabo en ese te amo está la razón de toda esta paciencia. Además, presiente que él sabe que de esta manera la mujer amada edifica en su interior la promesa del regreso. El regreso... Lupe alimenta la certeza de que no habrá vuelta para ella, o por ella, corrige,  porque el amor que lo impulsa tiene otro nombre de mujer que la trasciende. Si retorna..., lo percibe resuelto  y obsesivo entre la bruma, será  para amar a esa otra más grande y hasta quizás más hermosa que lo desvela y cobija  y contiene desde que comenzó a soñarla allá en los altos de América. El pensamiento está expresado  sin celos ni rencores  y estos sentimientos la ayudan a elegir las palabras, las más adecuadas y elocuentes para decir te amo. Cuidará para que la expresión suene sugerente, promesa y afirmación. Sólo después de haber conquistado este propósito tomará un respiro para decidir qué más decirle que  ya no sepa o lucubre. El la ve inclinada sobre la mesa de gualeguay pero  la visión se interrumpe  porque su humanidad se contrae en otro espasmo de dolor. Sus manos abrazan las rodillas para conjurar la crisis que avanza inexorable, elaborando nuevas formas de refinado tormento para doblegar al hombre que no se vence y busca refugio más allá de las tripas que se quejan, lastiman y queman. Pero no penetran en la trinchera protegida por los pliegues de la memoria. La que preserva los tesoros que sus pesares no le arrebatarán. Aquella tarde en Chuquisaca, por ejemplo, deslumbrado ante el camafeo de la adolescente que comienza a amar desde ese mismo instante, la  que en este momento le está diciendo te amo en una nueva carta. La decimotercera, pero no la última, enviada a un lugar sin nombre  para mentirle que está bien cuando todo a su alrededor anda mal. Destierros , persecuciones, maledicencias. Tan furiosas que sangran más que los charcos escarlatas de aquel junio fatídico de hace cuatro años. Maldito junio derramado en las calles, junio  espeso y acre que  serpentea por los declives hasta el río. Ay amor ¿recuerdas esa marea invertida que tiñe la ribera  ofendiendo  al sol del atardecer hasta enrojecerlo?. La letra tiembla, vacila y se detiene porque un aguijón de reconvención la castiga por insistir con la descripción de un drama  que él ya sospecha en el estrecho universo de la habitación que contiene su dolor. No lo digas mujer, no lo hagas: uno debe pagar por los triunfos que no se  logran, purgar por los fracasos que se conquistan. Es cosa vieja que el odio de los mediocres  crece y se agiganta ante la impunidad de la ausencia. Pero no habrá ausencia, se dice el hombre al que el capitán esquiva pretendiendo que toda su atención está en ese  líquido viscoso  que vuelca en gotas como si en ello le fuera la vida. La vida, repasa, se sintetiza en una  plaza, una idea y las caderas de Lupe. Fragmentos de felicidad inexpugnables y eternos. ¿Qué hace? Qué hace ella, inclinada ante los malvones del patio con ese pequeño  torbellino azul tirando de su falda. Qué otra cosa  sino pensar cómo será su nueva residencia en ultramar, tan lejos de este solar de desmesuras y cuánto tardará él en extrañar el fuego, las risas y las broncas. Y esa lucha que lo compromete hasta mancharse pero de la que no claudica pese a que cada recuerdo le lacere el corazón. Aquella orden sin vacilaciones sellando el destino del héroe de  la reconquista pero el enemigo del futuro o el reclamo a sus amigos para que no flaqueen a la hora de hacer lo que es imperativo hacer aún a costa del  eterno desasosiego. Días de  júbilo y violencia, noches de vino y furias. La punzada se hunde en el costado para recordarle dónde se encuentra y el ardor activa el sistema de protección por el que emerge Lupe jurándole te amo más allá de tus ideas. Pese a tus ideas y con tus ideas aunque te alejan de mí y te retornan en ese pensamiento que excitas para  huir del tedio del viaje, la nostalgia o de la impotencia. Palabras sin destino porque la atención se monopoliza  en el extremo que el capitán  extiende  con  cuatro gotas que ha contado prolijamente. El opaco utensilio de alpaca inicia su recorrido terminal hacia el enfermo que acaricia las mejillas de Lupe luminosas de marzo. Lupe en el puerto del adiós, enramillada  de azahares  la selva cobriza del pelo  que el viento mece para ocultar las lágrimas. La niña de Chuquisaca  se sobrepone como una trasparencia esmerilada con la tez curtida de este capitán de apellido imposible que baja los párpados perturbado intentando huir de esos ojos. Procurando concentrarse en el itinerario de su mano mientras el hombre de las despedidas  entreabre los labios y eleva la vista. El barco prosigue su derrota y la penumbra apenas deja vislumbrar  una advertencia de ese brazo que se acerca. Sombras para envolver al hombre que ya es leyenda. El guiñapo que se retuerce en el rincón  más lóbrego del camarote vence al tiempo. El marino de los entorchados y la cuchara se estremece por una  súbita revelación que vuelve todo inútil: en ese cuerpo martirizado y desvalido germina, implacable como el amanecer, la promesa ominosa de la palingenesia. Lupe quita el pelo de sus ojos para ver a través del mar  un relámpago de luz que  repasa las imágenes de su pasado, buscándola. Una a una, por todas las rugosidades de América. Recorre  los socavones de Potosí y las quebradas de Tilcara; la crispada soledad de las galeradas   las cicatrices de las rastrilladas que el llano desplaza hacia el oeste. Rastrea entre los gritos paceños que el viento reverbera y en las endechas del miserere de Cabeza de Tigre. Busca. En tanto el recipiente portando antiguas razones prosigue su viaje hacia los cuarteados labios del hombre postrado que, mirando  más allá de su vida, busca. Hasta encontrarla.



                                                        Juan Carlos Pumilla

(retrato de Juan de Dios Rivera Tupac Amaru)




La casa es el umbral

  La casa es el   umbral ( Mínima canción de contingencia) Retumban   esas   suelas...