Rimas
Rimas
Juan
José Alvarez recorrió con unción las salas de la casa de Neruda en Isla Negra y
se abismó en la contemplación del mascarón de proa que desde un rincón contaba
su historia en el filamento de sus grietas y en las vetas de la noble madera
lacerada por vientos impiadosos. Cuando
Juan se alejó, en el crepúsculo de una jornada
fugaz, quedó en sus retinas la imagen del mascarón de proa, solitario y triste. Juan jura que
imaginó una lágrima en las mejillas
descascaradas y, atrapado por una excitación inefable, elaboró una proclama
cuya fragilidad advirtió de inmediato. Una semana más tarde, por esos azares de
la vida, la fortuna lo llevó a Italia donde el mascarón lo aguardaba, con las
emociones con que se espera a los amigos, en el hall de la soleada exposición
romana recién inaugurada en honor al poeta
que alguna vez escribió sobre las revanchas.
El
padre de Rayén contribuyó con un poema al festival de la memoria que formó parte de las actividades organizadas en
Santa Rosa ante un nuevo aniversario de La Noche de los
Lápices. El poema fue impreso y ese 16 de setiembre anduvo de mano en mano y de
boca en boca. Algunos lo leyeron, otros lo hicieron un bollito y los restantes quedaron en el pavimento,
desempleados de emociones. A seiscientos
kilómetros de allí, en Buenos Aires,
media mañana del día siguiente Rayén fue a fotocopiar algunos apuntes y
un papel pegado en una pizarra de la librería llamó su atención. ¡Era el poema!
Rayen se pregunta, aún hoy, qué extraños y acelerados itinerarios recorrieron
esos versos. Se pregunta más: cómo su padre, que a menudo desata sus furias,
fue capaz de cautivar al desconocido
portador de ese papel náufrago que tan lejos de su destino encontró, al
fin, un puerto.
Mauricio cursa los últimos grados de la escuela numero
37 y corre por el patio flanqueado por celosos compañeros que lo cuidan y lo
alientan. En las paredes del
establecimiento todavía resuena, grata,
y chispeante la voz de Marcelino Catrón desgranando historias de brújulas y destinos. Mauri es ciego pero ya
pocos advierten sus dificultades cuando lo contemplan, desgreñado y feliz, conquistando su meta. No nació ciego, sólo
seismesino. Un descuido hizo que permaneciera más de lo debido en la incubadora
hasta que su luz apagó. En los recreos se comenta que el responsable de la
impericia acaba de tener un niño, ciego.
El
día en que Hamlet Lima Quintana dijo lo que dijo, Raquel Pumilla pensó que hay
datos insondables, simetrías, rimas del
universo, que intervienen y acaso ordenan, quizás con un toque de poesía,
nuestras vidas. Hamlet tomó en sus manos el grabado que Raquel le había regalado, feliz de conocer al poeta. Se
trataba de un tiraje de autor de tan sólo dos copias impresas en tintas pardas
sobre papel elaborado a mano con fibras de
pasto puna. Hamlet se demoró una
eternidad en lo finos trazos y alzó la
vista para detenerse en los expectantes ojos oscuros de Raquel. La luz del
atardecer se recostaba sobre aquella mesa de bar de Guatraché que visitaba
por vez primera. Luego le contó, con su voz grave y enternecida, lo que había
experimentado, una semanas atrás, en Cuba, cuando contempló la copia restante
de ese grabado en una pared de La Habana vieja.
Santiago
Covella es un hombre grande, de cuerpo y
alma. Esos dos atributos lo convirtieron en el blanco de la saña de quienes lo
martirizaron durante meses en aquellas
noches interminables en que la patria descendió a los infiernos. Santiago no guarda odios ni
rencores y por eso, se sabe, tan sólo
experimentó conmiseración cuando, en una dependencia de la casa de gobierno, se
topó con uno, quizás el más cruel, de sus torturadores. El sujeto lo reconoció
de inmediato y vaciló, receloso. Con la incomodidad en el semblante, sólo atinó a enjugar el sudor de la frente
con el revés del único brazo que le
queda.
Los dos hombres cenan frugalmente e inauguran una charla
circunstancial. Uno es el gomero de La Adela y el otro un camionero que durante
cinco años ha pasado por el lugar sin detenerse hasta que un percance lo obliga
a hacer noche. Viene desde el sur,
Caleta Olivia, y falta mucho trayecto
hasta llegar a Jujuy. De manera que resulta providencial la hospitalidad. A medida que se internan en la noche
la conversación toma otros carriles, más profundos, acaso intrincados. Cuenta Angel Aimetta que su amigo gomero es
hombre laborioso y sufrido. De muy niño perdió su familia y nunca supo del
destino de su hermano, de manera que resulta
una bendición la compañía de alguien atento y bien dispuesto a compartir
cuitas y la vigilia en estas soledades Los ojos le brillan a Angel cuando
cuenta la historia. Al camionero también lo separaron de su hermano y en esta
madrugada de La Pampa descubre que lo tiene frente a él.
A la
desgracia por la muerte del abuelo de Muruma Lucero sobrevino el robo de sus
tesoros: todos los aperos que durante
años atesoró con amor, producto de su
pasión por los caballos. Su familia, en medio del dolor, juró
recuperarlos. Muruma sostiene, mientras sorbe un café que se enfría en una mesa
de La Recova, que uno de sus tíos nunca pudo explicar qué extraña motivación lo
convocó, treinta años después, a penetrar en un viejo corralón de González
Chávez donde los avíos colgaban, relucientes, en un gancho de la pared del
fondo.
Juan Manuel avanza y al hacerlo recuerda.
Su padre ha muerto en 2000, un 28 de febrero, día del cumpleaños de su otra
hija. Sucedió unos minutos después de que Juan llegara del trabajo. Apenas hubo
tiempo para un beso y sobraron las lágrimas.
Tiempo después, en los días previos a la boda de la hermana, buscan con
afán él y su madre, la pieza de Borelly Serenata para dos Amores. Otro
trompetista, Alejandro Mecca, la interpretará a modo de ofrenda y alegoría. La
partitura finalmente aparece dos días antes gracias al aporte generoso
de Manuel Neveu, reconocido músico del
medio. Repasando las páginas, amarillas y quebradizas, la mamá de Juan
-pianista ella- descubre en la margen inferior de la segunda una firma y un
sello: “Carlos Hugo Schulz, gerente de Banca Individual del Banco Pampa”. Carlos
Hugo Schulz es su padre y aún hoy toda la familia se interroga acerca del
maravilloso itinerario de esas hojas. Mágicos legados fecundando vibraciones
que colman el templo, guían y redoblan la intensidad del abrazo de la
contrayente con quien -en el nombre del padre- la conduce hasta el altar.
Esterina
Bértoli fue, lo que se dice, una dama fatal. Nacida en Suiza y radicada en
Bulnes, edificó una familia que se preserva
y aumenta aquí en La Pampa. Su primera muerte, en consecuencia, fue
motivo de la congoja general. Cuenta su biznieto Daniel Bilbao que la “Nona”
Esterina era vital y jocunda, seguidora hasta el fanatismo de Boca Juniors.
Cuando frustró la tarea del sepulturero su nombre se hizo leyenda en el sur de
Córdoba. Y esa leyenda se acrecentó a límites increíbles cuando murió y revivió por segunda vez para delicia y
extrañeza de galenos y comadres. La nona perseveró en sus rutinas con el mismo
empeño y alegría que siempre y esa circunstancia redobló el pesar cuando
murió por tercera vez, a los 96 años de edad. No fue de muerte natural, fue de
accidente: fregaba los pisos cuando tropezó y cayó infortunadamente.
Comenta Daniel que cada vez que Riquelme
ejecuta alguna maravilla no puede reprimir el gesto de mirar por sobre su
hombro.
Los
gemelos Piatti fueron, con igual intensidad, desvelo y encanto de maestros y
conocidos. Siempre fue azaroso identificarlos y ellos padecieron o se solazaron con esa circunstancia. De tan gemelos
emprendían acciones al unísono: a menudo
comenzaban, por ejemplo, a silbar
la misma melodía sin previo acuerdo. Uno de ellos, Eduardo, que vino a La Pampa
hace décadas y quedó atrapado en ella, evoca que alguna vez recibió dos veces
el mismo coscorrón por parte de su madre. Sus tíos, por temor al equívoco,
rehusaban llamarlos por sus nombres y conforma un capítulo aparte la feliz
adolescencia. Algunas veces Eduardo es invadido por la nostalgia. Entonces,
silba.
Un
ejemplar de Ginkgobiloba, la especie milenaria que sobrevivió al horror de
Hiroshima, ganando con justicia la denominación de “árbol de la vida”, crece
lentamente en el jardín de Camilo y Claudia. Su dueño lo plantó hace algunos
años para honrar una memoria que tiene su vértice en mayo. Los viajeros, que en
este otoño se deslumbraron ante los portentos del algarrobo que naciera diez
siglos antes de que a su alrededor jugaran los niños comechigones del macizo
serrano de Merlo, no vacilaron en asociar al algarrobo con el ginkgo, una
relación que no hubiera disgustado a Antonio Esteban Agüero. La “catedral de
pájaros, musa del poeta, y el árbol de Japón fueron el tema de conversación en
el viaje de regreso en la que abundaron menciones a Camilo a quien no ven desde
hace años. Hasta ayer, en que al llegar de su ronda serrana, se encontraron con
el rostro bueno y emocionado de Camilo que les traía de regalo, porque sí, o
acaso mayo, o por una fraternidad que los mantiene vivos y vence al tiempo, un
pequeño retoño de Ginkgobiloba
.
Termina
de contarle a Daniel la historia del
Ginkgobiloba y éste contesta para
coincidir en que hay algo, un no sé qué dice, ,hilos invisibles, vibraciones,
ondas que se conectan y establecen un circuito, dendritas de la poesía_ Homologa su dicho apelando a una historia que no se cansa de reiterar y
que es necesario reproducir en su propia
cuerda: “Me lo contó Haag "Ajito", el ruso que me atendía el
Polara hace muchos años. Le hice una nota sobre su historia familiar que se
publicó en el boletín de la CPE. Él se vino con parte de la familia para
Argentina desde Rusia o Alemania, no me acuerdo. Llegaron a Santa Rosa y se
quedaron. Pasaron muchos años y jamás se escribieron con la familia. Un hermano
de su padre, sin saber en qué lugar del mundo se habían radicado sus parientes,
también emigró hacia Argentina. Terminó en una estación de ferrocarril sin
saber adónde ir. Se paró delante de la boletería, miró y dijo "a tal
lado". Llegó así a Santa Rosa de Toay. Ese día, el padre de Ajito
fue a la estación a ver llegar el tren. Poco a poco se iban deteniendo los
vagones. El que venía en el tren acomodó con tiempo sus bártulos en la puerta
para descender, mientras veía desfilar las caras de la gente que estaban en la
estación. Cuando el tren se clavó y no se movió más, el tipo estaba en la
escalerilla y enfrente suyo, mirándolo para ver quién bajaba, estaba su
hermano”
¿Logrará
el joven Guillermo Herzel a reprimir el impulso de huir o permanecerá para que
los dioses decidan su destino? Ha llegado hasta la casa de una amiga del alma
de Mirta, la muchacha que quiere conquistar, portando dos, tres, quizás cuatro
discos de 45 rpm con los hits del momento. Se los ha llevado de un “asalto” a
modo de resarcimiento por lo que consideró una arbitrariedad de los
organizadores; de esto ha pasado mucho, mucho tiempo y es un episodio olvidado.
Mirta lo recibe sonrojada en la puerta sin saber que este muchacho rubio, alto,
algo cohibido, se convertirá un día en el padre de sus tres hijos. Guillermo
luce un tanto incómodo en el papel de visitante pero confiado en que sus
tesoros (¿Paul Anka, Salvatore Adamo,… acaso Los Estudiantes Holandeses?) serán
generadores de la admiración y embeleso de la chica de sus sueños. Lo cierto es
que la sonrisa se le congela cuando escucha el nombre de la amiga: Cecilia, el
mismo que figura en las etiquetas de los discos que en estos momentos marchaban
rumbo a la plataforma del Winco en manos de las dos entusiasmadas anfitrionas.
Delfor
Sombra hunde su diapasón en las inmensidades
de Chiapas e instala una milonga baya a modo de presentación. Hace un
tiempo que sobrevive en México huyendo
de los chaffes que lo acosan en el país del monte. En una pequeña escuelita que
prologa los misterios de LaCandona Delfor desgrana historias del medanal y el
desarraigo. Dice y canta quien es con la sexta en Re .Cuando concluye escucha
azorado que el director y los alumnos le comentan que ellos aman a un pedagogo pampeano cuyos
libros enriquecen y honran su biblioteca. Delfor no sabe cómo explicarles que
ese pedagogo, Ricardo Nervi, impulsado por las mismas razones de su exilio vive
precisamente en el piso superior del edificio donde ambos se alojan .
Rimas
del alma. Edgar Morisoli atraviesa una situación tensa. Es una circunstancia
ingrata que lo conmueve y exige. No es la primera ni será la última
en su vida de hombre sensible y poeta comprometido. No puede evitar lo que
pugna por salir y comprime su corazón. En ese momento, lejos de allí, su amigo
Guillermo Mareque deja de acariciar la guitarra, queda pensativo y dice a su
compañera en un susurro: Edgar... está llorando.
Teófilo
Ivanowsky deserta de la milicia y se transforma en linyera. Allá, en
Montevideo, renuncia a una historia de
inmigrantes junto a sus documentos .Se introduce luego en los
caminos del país vecino que
tropieza en las incertidumbres de su
organización. Teófilo trajina, sin prisa y sin pausa, huellas y años hasta que
recala en los andenes de una estación que lleva su nombre. Nunca imaginó (él,
que hizo de la imaginación una religión) que aquellos documentos abandonados en
Montevideo convertirán a otro don nadie en
un guerrero, un héroe del proceso nacional que a su muerte sería honrado
con un decreto de denominación de un pueblito ignoto de la Pampa Central. El nombre de Karl Reichert quedó extinguido
en una leva de los pagos de Azul,
engrosando las infinitas sepulturas de
la historia. Edgar Morisoli hace justicia con ambos en un relato donde la
poesía también honra estas bisectrices de la vida, estas coincidencias
cósmicas, estas armonías de la existencia que uno-por insondables imperativos de la síntesis - titula, simplemente, “rimas”.
Rosa Dietrich, pionera e hija
de pioneros de Alpachiri, está por celebrar
sus noventa y cinco años de existencia y luce feliz por recibir en su casa a hijos, nietos
y biznietos que la acosan con preguntas. Carola Gigena no resiste la tentación
y le inquiere por qué razón no lleva su
anillo de compromiso en el dedo anular sino en el otro ganado por la atrofia.
Rosa acaricia el delgado filamento en que se ha convertido la alianza, entorna los párpados y le explica con voz pausada que lo lleva en el dedo corvo para no volver a perderlo. Hace mucho tiempo, en
épocas de fuentones y tablas de lavar arrojó el agua jabonosa sin advertir el
fuga del anillo. Ese mismo día comenzó a
buscarlo centímetro a centímetro. La
tarea resultó infructuosa pero Rosa no se dio por vencida y durante diez años
–ni uno menos- sus familiares y vecinos la vieron encorvada hundiendo sus dedos
en la hierba con una obstinación que acaso explique tenacidades de la
descendencia Rosa deja el relato en
suspenso y abre paso a una sonrisa encantadora sabedora de que ha acuñado una
metáfora vinculada a la perdurabilidad de las cosas intangibles. Carola se
asocia al silencio mientras cavila sobre los fundamentos de un axioma que resuena en su casa desde la
cuna: el que busca, encuentra.
Transcurre
el juicio a los represores pampeanos. Es agosto y hace frío pero el cronista
queda atrapado en la portería de la Cooperativa Popular de electricidad por el
relato de Juan Gonzalía., visiblemente, indignado por la infinita galería de
vilezas que desenmascaran las audiencias.
Con gracia y precisión rememora un puñado de acontecidos en los que
intervinieran policías corruptos. Uno de ellos es heredado en su juventud de
boca de su padre. Ocurrió en el sur, una patota de policías atracó a un hombre
de campo, Sebastián Calfuán, para
despojarlo del dinero que llevaba. “Vamos a tener que matarte” le dijo uno de
ellos a lo que el asaltado respondió:” miren que tengo testigos, señalando a
los teros que sobrevolaban la
escena. Hubo risas y un disparo. El
crimen quedó impune por varios años hasta que uno de los asesinos –acaso
inspirado por las libaciones y la presencia de una ocasional bandada de teros-
articuló una frase desafortunada frente a un investigador perseverante y
memorioso: “miren, allá van los testigos de Calfuán…”
Con
anticipada añoranza por la región que
deja y enorme expectativa por la que habrá de conocer Zulema Izaguirre desciende las escaleras del avión que la
deposita en el aeropuerto José Martí. A lo largo de días alucinados la viajera
se introduce en la magia del caribe y los laberintos de la revolución. Cuenta y
escucha, aprende de la gente y les dice que su provincia tiene una cicatriz que
solo la repara el agua. Al llegar a Trinidad
no puede sustraerse a la enorme cordialidad de un poeta ambulante que
lleva sus libros en una carretilla. LuisMartínez es el rey de la sugestión y se vuelve más querible cuando sorprende
aZulema con un atadito de poemas cuyos versos
dicen Pampa, , Victorica, General Acha. Chadileuvú…Resulta que el poeta
viaja a través de sus lecturas y fija
sus itinerarios con una mezcla
indescifrable de azar y amor por las
intrincadas rugosidades de la
Patria Grande.
Juan Carlos Pumilla
(Selección de textos)
Juan Carlos Pumilla
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