Las palas se hunden en los valles granadinos. Los hombres secan el sudor de su
frente y en el laconismo de ocho décadas deslizan que no buscan el sitio para sepultar a sus seres queridos: indagan la manera de encontrarlos.
Conocemos, por aquí, estos sentires.
Rechina el acero en la tierra arisca mientras el espectro de Lorca
reclama reposo. El filo del metal lastima la tierra y esa herida se actualiza en la
España que espera. Clamor que reverbera
y se dilata en este Sur del Sur
de ojos cegados y wiphalas que arden.
Conjeturamos al poeta con un pétalo de rosa mancillando su camisa blanca.
Lorca, el crepúsculo y un hilván de coreografía para las germinaciones de un mínimo vals que
está por nacer.
Acaso, musitando
con mordacidad, que las “Bodas de sangre” son las que inauguran la década infame a su
llegada a Buenos Aires.
Ahí está, huyendo del hastío en
Nueva York o aguijoneando algún recuerdo mientras agota la copa de coñac con que sufraga la melancolía en
la noche fría de Viena.
Balbuceos de la razón, consideraciones que sobrevienen como una manera de espesar la esperanza. Resguardos del pensamiento para homologar
la derrota del olvido.