(publicado por primera vez en el diario La Arena en 1978)
La
risa –decía Rabeleis- es propia del hombre. Esa facultad ya no es natural de un
sector de la población que transita su angustia por el país tras el rótulo de
“desocupado”. La legión de hombres y
mujeres sin empleo ha pasado a engrosar la lista de nuestras profesiones
cotidianas.
Así, desocupado se esgrime como
quien se presenta “doctor”, “abogado”, “carnicero”, etc.
Como toda persona enrolada en
determinada actividad al desocupado presenta también características
(modalidades, criterios, modos de enfocar la vida) particulares.
El ocupado pierde su trabajo e
ingresa en un mundo desconocido, cruel, con una filosofía propia.
Y aquel que antes era eficiente,
audaz, con iniciativas, va perdiendo todas estas facultades ante las
sempiternas negativas a su requerimiento de trabajo.
El desocupado comprende que ha
estado habitando un mundo desconocido, hostil. Esta revelación –sumada a su
problema- lo toma desconfiado, inseguro y le crea un problema familiar y
social. Cada vez vacila más aquella capacidad que lo hacía mostrarse como el
hombre que “vale tanto” que “es capaz de tanto”.
Ahora, su presentación se ha
modificado. Es el que pide cualquier cosa, las changas los corretajes, lo que
sea con tal de salir de la nueva posición en que está inmerso.
Si el desocupado es soltero se irá a
otros lugares a probar fortuna. No regresará, salvo que la consigna, pues no
quiere sumar un lauro más a la larga lista de frustraciones cotidianas, la de
encontrarse con sus amigos y que le pregunten ¿cómo te fue?
Si el desocupado es casado, su
problema es mayor. Permitirá que su compañera solvente el pesado lastre de la
economía hogareña con su solo salario. Pero al tiempo, esa situación se torna insostenible.
El desocupado, que aún no puede
desarraigarse de la condición machista de esta sociedad, no aguanta esta
situación, s torna irascible, su inseguridad crece y su actitud desarmoniza su
hogar.
La familia por su parte también
recibe estas influencias. La esposa asume en la mayoría de los casos una
actitud comprensiva que de tan evidente, se convierte en una peligrosa trampa.
El desocupado se retrae el cariño y desprecia las efusiones.
Los restantes miembros del clan
familiar (suegros, padres, tíos) que al principio fueron los campeones de la
comprensión y de las muestras de ánimo comienzan a emprender la retirada. Por
algo será que estás así, concluyen, para justificar su alejamiento.
¿Y los amigos del desocupado? Al
principio lo consuelan, lo apoyan económicamente, hasta que advierten que el
desocupado ha dejado de pertenecer a su grupo.
Claro, el desocupado no va al club,
al cine, sus temas de conversación han sido suplantados por los de la
resolución de sus problemas.
Es entonces que sus amigos y
conocidos lo empiezan a ver como la representación concreta de todo lo que
ellos no quieren para sí. El desocupado se convierte para cualquiera en el
exponente de la propia miseria, de la soledad. El potencial enemigo de nuestra
estabilidad laboral, si el desocupado consigue tanto es porque se lo ha
restringido a otro. Esta es la conclusión a que se llega en esta deformada
situación.
Y esto es válido también entre
desocupados. Se rehuyen, evitan y son remisos a cambiar información, es la
competencia entre desocupados para dejar de serlo.
Entonces, el desocupado continúa
solo, cada vez más solo y sumando angustias. Porque… ¿quién emplea a un
desocupado? El desocupado ha perdido iniciativa, no es productivo, su misma
condición de desempleado (de haber sido despedido, prescindido, inhabilitado)
suma un argumento en su contra.
Aunque también presenta algunos
beneficios. El desocupado se “regala”, cobra barato, se resiste a los planteos
laborales… Claro que estos atributos no pesan tanto como los anteriores.
Al desocupado le quedan entonces
pocas alternativas. A algunas se resiste y otras lo están tentando.