En el país de los que se miran el ombligo la realidad es una pelusa. Es
buena, es una buena reflexión, pensó y abrió el cartapacio que ocupaba la mayor
parte del escritorio. Hundió la lapicera en el tintero ovalado y cuidadosamente
despojó el sobrante acariciando la
cucharita por sobre el borde. Anotó el pensamiento junto con un recordatorio
que en prolija caligrafía le indicaba un compromiso para las fiestas
patronales, la compra de brillantina y
la inminencia de una sentencia que venía
demorada. Luego se recostó en el sillón
y registró el recorrido del haz de luz que la banderola de la alta puerta de la
habitación, cuyos vidrios de todos colores le daban la ilusión de trabajar
junto al arco iris. Pedro Pico se
permitió su segundo descanso en la agitada mañana del lunes y acarició con la
mirada sus objetos más queridos. El
Martín Fierro encuadernado en cuero por un estibador del sur, una boleadora
perfecta que oficiaba de pisapapeles, el retrato familiar y la flamante
Wnderwood que descansaba reluciente en la mesita caoba. Un pensamiento pícaro
se transmitió a su semblante. ¡Una máquina así hasta sería la envidia del Burro
Molas! Estaba feliz. Satisfecho de la
vida y de sus decisiones. Santa Rosa era un poblado tempranero que se
desperezaba hacia la laguna. Trajín de cacerolas denunciaban tareas caseras el tomillo y la
albahaca aromaban el aire. Sí, fue cosa
buena venirse para estos pagos. La
pequeña aldaba de la puerta de entrada produjo un sonido seco que reverberó por
el largo pasillo sacándolo de sus
abstracciones. En el rellano ,Carmen
Antenau abría y cerraba con dedos nerviosos el nudo de su mantilla
mientras aguardaba. Morena y espigada,
su rostro constelado de infinitas y delgadas arrugas no alcanzaba a proclamar
su edad.
-¡Carmen, no te esperábamos hasta mañana.
Todavía no recogimos la ropa para planchar.
-No.., no es eso. Vengo por otra
cosa.
-Bueno, pasá, contame. Los ojos de Carmen eran negros. De obsidiana,
pensó Pico, pero de obsidiana refulgente. Son ojos con sol, concluyó, y
reprimió un ademán para abrir el cartapacio. Carmen interrumpió el examen.
-Vea doctor ando con un..Con un problema.
-Te escucho.
-Bueno, resulta que a la beba de la
casa donde trabajo...
-¿La señora de Carrozo?
-Si, esa. A la niña le desapareció una
pulserita de oro y la señora me acusa a mi.
-¡Pero, cómo te va a acusar si todos
te conocemos. Vamos Carmen, habrás entendido mal!
-Don Pedro, yo no se leer pero se escuchar.
No, no entendí mal.
-¿Y que querés que yo haga?. Si te
parece la veo y le digo que vos sos incapaz de robar nada.
-Es inútil. Ya le dije todo eso pero
ella no quiere escuchar razones. Yo pensaba que usted, bueno...que
usted...
-Vamos, decí. -Yo pensaba que usted podía venir conmigo a
la casa a investigar ahora que la señora no está.
-¡Qué. Estás loca!. Yo no soy el doctor
Watson, soy Pico.
-¿Quién?
-Nada, olvidalo. Carmen ¿ te das
cuenta de lo que me estás pidiendo? Eso
es invasión de domicilio. -
.¿Y lo de ella qué es?. Ella se
metió conmigo, me invadió, me humilló. Se aprovechó de que es rica y yo pobre.
Amenazó con echarme, me...
-Bueno Carmen, una mujer como vos siempre va a
encontrar trabajo.
-Que inocente que es usted. Dígame, cuántos
habitantes tiene Santa Rosa. –
Y..Unos diez, quince mil habitantes.
-Eso representa un puñado de familias. ¿Cuántas cree que están en
condiciones de tomar sirvientas?
-Cuarenta, quizás cincuenta.
-¿Se da cuenta?. Si a esta
señora se le ocurre acusarme esas cuarenta se enteran en un santiamén y yo qué
hago.
-Es razonable, es muy
atinado lo que me decís.
-¿Desde cuándo los
analfabetos tienen que ser tontos?
El abogado quedó
pensativo mientras la luz de la banderola lo iluminaba. En el país de los de
arriba uno se asoma a la ventana y mira pero en cambio en el país de abajo otro
mira hacia arriba y ve. Carmen la fregona, la comemierda, la limpiaculos, la
que siempre debe inclinar la cabeza no tiene chance ante una pulserita de oro
desaparecida.
-Te entiendo. ¿Y si vas a la policía?.
-Ya fui, por eso vine
a verlo. En la policía me preguntaron
donde la había guardado. La vieja historia, desde hace siglos: los ricos nos sacan el oro pero siempre los
ladrones somos nosotros ¡Ja! a la Carmen Antenau le ha desaparecido la risa que
tiene la señora de Carrozo, pero nadie
se hace cargo de esta denuncia. Por eso vengo aquí, porque usted es un hombre
bueno y sabe como son esas cosas.
Los que se van no miran hacia atrás. Dejan el
lugar en donde el sol se pone tras la ilusión del agua y de la gleba. Delgadas
columnas de humo se elevan hacia el cielo y el viento de otoño las hace ondular como si fueran abrazos, o
quizás referencias para los arrepentidos, señales para volver al lugar donde
alguna vez la felicidad se conjugó en plural. Pero no habrá regresos, los pasos
se entremezclan con otros pasos, la caravana se adelgaza en el horizonte y uno
en uno, lentamente, atraviesan el siglo. La diáspora ha empezado. Los que se
van no tienen retorno y tan solo los acompañan los recuerdos, memoria viva de
cantos desangrados . Atrás, en el rescoldo de los sueños, queda la historia que
otros les escriben. Hay risas, son los niños que avanzan a la luz. Allí el
pequeño Carriqueo, más acá Pichileufú y aquí la niña que va leyendo el mensaje
de los pájaros con una flor de cardo entre sus manos, Carmen Antenau. Llegan, el humo de fogones pronuncia un nuevo
abrazo. El salitral espera y se apresta a recibir a los primeros. El que los ve
murmura: bienvenidos, ustedes han llegado a ninguna parte.
-Doctor, doctor, no
me está escuchando.
-Perdoná, me
distraje.
-Bueno, qué piensa de
todo este asunto.
-Es que esto es tan...
cómo decirlo.
-Dígalo con todas las
letras doctor: Esto es una chanchada. Si estuviera acá su amigo, ese González
Pacheco sabría qué hacer. Ese sí que parece tener agallas.¡Ayudemé, estoy
desesperada. Yo me conozco y...!
-Bueno Carmen, no te pongas así. Quizás si
habláramos con la señora entre en razones.
–- Doctor, no se engañe. A
ella lo único que le interesa es la pulsera, el oro, todo lo que reluce. ¿Sabe
como me llama cuando está con sus amigas?. Antenó, me dice Antenó, porque suena
a francés. Se da cuenta todo lo que ella me roba todos los días, me roba este
apellido que vine de lejos, que viene desde tan lejos y que tiene más historia
que los Carrozo, los Menéndez y toda esa alcurnia de morondanga. Esto no es
justo don Pedro, debe acabar, algún día debe acabar.
El arco iris se posó en el corazón de
Carmen. Pedro Pico se levantó
lentamente, tomó el saco del respaldar del sillón y musitó -Vamos Carmen, vamos a encontrar esa maldita
pulsera.
Las vidrieras de Casa Arteta los reflejaron
caminando a paso vivo, sin intercambiar palabras. Don Pedro no contestó el
saludo que le hizo el agente de la garita de la plaza y Carmen ignoró las miradas intrigadas de las
mujeres que salían de la catedral. Casi en el umbral de los Carrozo la dueña de
casa los sorprendió cuando acababa de
bajar las escalinatas.
-¡Don Pedro! ¿Qué lo
trae por aquí?. Dichosos los ojos que lo
ven.-y dirigiéndose a Carmen con voz grave-. ¿Sabés una cosa Carmencita? Acabo
de encontrar la pulserita de la nena. Estaba enganchada en el voladito de la
cuna. Andá, andá para adentro que tenemos tanto que hacer. El rostro de Pico se congestionó.
-Señora, sabe...sabe
lo que pienso de usted. Que usted es una hi...
Carmen impidió el resto e la
frase tocando el brazo de Don Pedro que aún así insistió:
-Usted...usted, usted
es de las que viven en el país de los que se miran el ombligo y solo ven
pelusas. Los ojos asombrados de la
señora de Carrozo persiguieron la espalda del airado Pedro Pico hasta que éste
se perdió a la vuelta de la esquina. Luego, lentamente, giraron hacia Carmen..
El sol los acompaña en sus espaldas desde el
principio de su larga singladura de vientos, sal, miserias y desprecio. El sol
marca el camino. Allá, en el corazón de la llanura, leuda
la esperanza entre olores a pan recién horneado y el brote germinal de un nuevo desafío. Los
que vienen ponen sus ojos al poniente y los pasos se apresuran ansiosos de
destino. Llegan y la niña de ojos oscuros
corre a abrazarse con quienes los esperan.
Don Pedro hundió su
índice en la cazuela de la pipa y suspiró sin importarle las hebras de tabaco
que salpicaban su chaleco .La promisoria jornada que auguraba la mañana había
trocado en una inquietud indescifrable. La penumbra de la habitación se
asociaba a su estado de ánimo y musitó
una maldición a modo de exorcismo.
Cuando la aldaba de la puerta de
entrada resonó con insistencia un
estremecimiento recorrió su cuerpo.
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Pedro Pico |