Deslizó un comentario insípido en la mensajería de una amiga, en parte por cortesía, mitad aburrimiento.
Él le clavó un like
como en una excursión de pesca en la
laguna.
Asaltada por el gusano de la intriga, ella escudriñó en su perfil para
ver qué onda. Hurgó prolijamente el
historial de publicaciones y al fin localizó
una postilla plausible hospedando un
pulgar alzado.
Él regresó a la
netbook conectar igualdad, comprada de ocasión, sándwich en una mano y en la
otra la última latita de la heladera. Constató la observación y olvidó el
sándwich. Rebuscó en la galería de los
abrazos y eligió el más elocuente.
Ella repasó pensativa la
réplica recibida y se alisó el pelo con el rastrillo de sus dedos. Lo
hizo una, dos,… tres veces, náufraga de la indecisión.
Él garrapateó una glosa poco consistente con el bloque de mayúsculas.
Ella le señaló “no me grites” y luego debió explicarle su
sentido al ver flamear el signo de interrogación emergiendo en el cuadro de
texto.
Él formuló una invitación
para la tarde siguiente.
Ella respondió con un incierto:
-Tal vez.
Él terminó el sándwich
y extravió una mirada de desesperanza a
la Quilmes estrujada en un rincón de la
mesa. Acostado, abstraído, se hundió en las desmesuras crepusculares de un
horizonte incierto.
Ella limpió toda la casa, plegó la ropa y dispuso una caja
para las prendas de verano. La invadió
la idea de encerar el piso pero titubeó asaltada por la duda de que esa pavada no
justificara el riesgo de ir al mercado.
Él encendió la compu y se puso a escuchar a René Pérez desangrando
retazos de infancia. En las
estribaciones de la banda sonora, lo asedió una desazón creciente. Estranguló el
nivel de volumen hasta sofocarlo.
“Ya no queda casi nadie
aquí,
a veces
ya no quiero estar aquí.
Me siento solo aquí,
en medio de la fiesta,
quiero estar donde
nadie me molesta..”
Ella depositó un frasco de cera en la mesada, lavó sus manos con
energía y en un stripease solitario fue arrojando cada prenda en el interior del canasto de la ropa sucia.
Él revisó sus correos y constató su ausencia. Decidió que Residente completara la endecha.
Ella experimentó una receta nueva, confirmó sus sabrosuras y cuando reparó en la hora
advirtió que ya nadie estaba en los enlaces activos. En fin, mañana sería otro día.
Él volvió a revisar sus sitios habituales y, al no verla, plegó
los hombros, desalentado.
El lunes, abrumada por los ominosos guarismos del Piamonte, ella retornó a la pantalla para concederse una audacia reparadora:
-¿Estás ahí?
-Sí, desde el jueves
último.
Ella le concedió el emoticón de la cara sonriente.
Más tarde se internaron en otras honduras, porque la soledad
es cruel y promueve sus antídotos.
-¿Tenés camarita? deslizó él
implorando que el peso de las
palabras, escritas, no sobrecargaran la intensidad subyacente.
-Claro, escribió en
Courier bold que se le antojó sonrojada.
¿Probamos? invitó él.
-Mañana, titubeó ella estableciendo
un paréntesis ante la irrupción de la efemérides en el calendario de la barra de herramientas.
-Sabés qué pasa, mejor lo postergamos: resulta que debo coser
unos pañuelos para colgarlos en
la puerta. ¿Estarás al tanto?, desafió.
-¡Por supuesto! , replicó mesando sus cabellos en tanto especulaba dónde habría dejado el que le regalaron en la
marcha de diciembre.
Fue un martes luminoso, pletórico de presencias y
pluralidades.
Ella habilitó la webcam, exultante por las reverberaciones de
una manifestación plebeya. Una colectividad inmensa sustentando que la memoria es más que un lema.
Él se asoció al júbilo y arriesgó “estás más linda que en la foto de perfil”
-¿Te parece?
El respondió con una
lisonja atrevida, y otra.
_Un amplio rubor progresó por sus mejillas. Entendió que era
momento de desviar el rumbo de la
conversación.
-A mí me gusta Serrat y Borges , ¿a vos?
-Calle 13 y Cortázar, mintió, mientras desplegaba presuroso la solapa del Google
para buscar Cortázar.
La semana se desgranó por
estas vertientes.
Y la ineluctable recurrencia a la trama de la jornada, el mes, el
año. De la época.
Al borde del segundo ciclo ella repasó la imagen que le devolvía el monitor antes de habilitar el enlace. Con
sumo cuidado dejó que un bretel de la blusa se deslizara natural sobre el hombro.
-Descansaste bien, inquirió con una chispa de suspicacia mientras su imaginación se internaba en los itinerarios del bretel.
-De a ratos, las noticias me dan pesadillas.
-Acaso debiéramos verlas juntos, aventuró- No sé, digo,… de a dos se enfrenta todo mejor.
-¿Juntos?
-Sí, vamos, en tu casa o en la mía.
-Hmmm.
-Dale
-Podría ser, vaciló ella.
-Animate, hacele caso a Serrat.
“Sin ti mi cama es ancha…”
-Bueno, el viernes,
cuando termine este encierro, te contesto.
-Decime ahora.
Ahora no. Te escribo.
-No te vas a arrepentir, alardeó él.
Como toda respuesta ella inclinó su espalda provocando un nuevo deslizamiento.
-Me pongo a contar las horas, balbuceó, tragando saliva.
Ella arqueó los labios en un adiós silencioso dejando que la
banqueta girara como su imaginación.
Él otorgó licencia a
sus instintos.
La semana se empobreció en rutinas. Ella se ofrendó a los dioses del orden y desplegó sus destrezas
entre el ropero y una nueva retocada a
los cerámicos.
Auspicios del otoño.
La noche de la víspera un embrión de vacilación magulló su osadía.
Acarició el escritorio con la punta del ratón y se puso a juguetear con la
opción eliminar contactos.
En tanto él abanicó la habitación con la mirada para
establecer cómo doblegar el desorden
acumulado desde el comienzo de la veda.
En algún lado, alguien, pronosticaba la absolución del miedo
Y llegó el día.
Subyugada por una
pulsión indescifrable ella inició la
tarea de a instalarle palabras a su
decisión. Concisa y llana. Una línea, dos, tres… hasta que su dedo índice, tras
una leve vacilación, se aplastó en el “enter”.
La pantalla de la sala seguía vomitando impiedades.
El no alcanzó a leer la contestación, ensimismado en la lapidaria
lectura de su termómetro.