-¡Corten! - grita y cien rostros se
vuelven inquietos en una mezcla de admiración y de respeto mientras ordenanzas
de prolijos mamelucos caqui barren por enésima vez las empinadas escaleras del
puerto de Odessa-.
-¡Corten! - repite con tono complacido
dos registros más bajo pero el sentido sigue siendo imperativo. Suena grave y
satisfecha la voz de Serguéi Mijáilovich Eisenstein mientras quita de su cabeza
la gorra visera y enjuga una transpiración que no existe en esta gélida mañana de
otoño.
La mujer que lo observa pensativa hunde
dos dedos largos en el interior de la manga y extrae un pañuelo que desanuda
con cuidado. Alisa prolijamente un cigarro de filtro hueco y lo enciende aspirando
una prolongada bocanada. El humo distrae a la pequeña que agita sus brazos en
el interior de su cochecito y estimula a los demás actores que respiran aliviados
tras la tensión. El iluminador estira sus brazos hacia atrás para enervar los
músculos. Un coro de mirones de edad incierta forma un círculo para honrar el
diáfano líquido de una petaca de acero.
La mujer de negro aspira con fruición
temerosa de un eventual arrepentimiento que interrumpa la tregua. Eisenstein
dialoga con el montajista y mueve sus manos con energía. La mujer mide la ceniza
que se arquea y frunce los labios con fastidio. O aflicción. Ignora que un
fotograma de su rostro recorrerá el mundo, vencerá a su época y engalanará el
desordenado escritorio de un ignoto cronista que, cada tanto, deja que sus
dedos huyan del teclado para volver la mirada obsesionada hacia el perfil
anguloso del grabado. Se abisma en esos rasgos mientras envidia el aroma del
cigarro de filtro largo y hueco que adivina placentero. Respira profundamente
pero en vano. Lo que percibe son los hedores de un siglo que se pervierte. El cronista
encoge los hombros para aliviar su atormentada espalda, suspira y lamenta haber
nacido tan tarde.
Un ruido ensordecedor sobresalta la
mañana y la ceniza cae sobre los adoquines. La prolija cohorte de cosacos toma
posición en los niveles altos provocando el repliegue de los demás. Guerreros
de gruesas chaquetas y relucientes entorchados, obedientes a esa sinergia de la
historia que siempre los ubica en la misma posición.
Allí están. Ominosos, anónimos, sin
rostro. Hombres de a pie y jinetes pálidos que hunden sus espuelas en los
ijares de cabalgaduras que bufan. Cien años antes Goya los retrató con delicada
perfección. Pero no está Goya en esta mañana fría de otoño en Odessa.
-Aún tenemos a Gorki, murmura Pablo.
-O Pushkin, desliza
León, desde el atardecer de un escenario extremo, en estos arrabales de la
esperanza que los manuales de geografía se empecinan en denominar Sur.
Aquí,
donde el cronista desvía su mirada del rostro de la mujer que abre sus ojos
inundados de pavor mientras el acero cumple, con inexorable eficiencia, su
labor.
-¡Acción¡
vocifera Eisenstein.
Desde el cochecito, la niña irrumpe en llanto.