domingo, 16 de mayo de 2021

Mujer de negro


 

 

       -¡Corten! - grita y cien rostros se vuelven inquietos en una mezcla de admiración y de respeto mientras ordenanzas de prolijos mamelucos caqui barren por enésima vez las empinadas escaleras del puerto de Odessa-.

       -¡Corten! - repite con tono complacido dos registros más bajo pero el sentido sigue siendo imperativo. Suena grave y satisfecha la voz de Serguéi Mijáilovich Eisenstein mientras quita de su cabeza la gorra visera y enjuga una transpiración que no existe en esta gélida mañana de otoño.

       La mujer que lo observa pensativa hunde dos dedos largos en el interior de la manga y extrae un pañuelo que desanuda con cuidado. Alisa prolijamente un cigarro de filtro hueco y lo enciende aspirando una prolongada bocanada. El humo distrae a la pequeña que agita sus brazos en el interior de su cochecito y estimula a los demás actores que respiran aliviados tras la tensión. El iluminador estira sus brazos hacia atrás para enervar los músculos. Un coro de mirones de edad incierta forma un círculo para honrar el diáfano líquido de una petaca de acero.

       La mujer de negro aspira con fruición temerosa de un eventual arrepentimiento que interrumpa la tregua. Eisenstein dialoga con el montajista y mueve sus manos con energía. La mujer mide la ceniza que se arquea y frunce los labios con fastidio. O aflicción. Ignora que un fotograma de su rostro recorrerá el mundo, vencerá a su época y engalanará el desordenado escritorio de un ignoto cronista que, cada tanto, deja que sus dedos huyan del teclado para volver la mirada obsesionada hacia el perfil anguloso del grabado. Se abisma en esos rasgos mientras envidia el aroma del cigarro de filtro largo y hueco que adivina placentero. Respira profundamente pero en vano. Lo que percibe son los hedores de un siglo que se pervierte. El cronista encoge los hombros para aliviar su atormentada espalda, suspira y lamenta haber nacido tan tarde.

       Un ruido ensordecedor sobresalta la mañana y la ceniza cae sobre los adoquines. La prolija cohorte de cosacos toma posición en los niveles altos provocando el repliegue de los demás. Guerreros de gruesas chaquetas y relucientes entorchados, obedientes a esa sinergia de la historia que siempre los ubica en la misma posición.

       Allí están. Ominosos, anónimos, sin rostro. Hombres de a pie y jinetes pálidos que hunden sus espuelas en los ijares de cabalgaduras que bufan. Cien años antes Goya los retrató con delicada perfección. Pero no está Goya en esta mañana fría de otoño en Odessa.

-Aún tenemos a Gorki, murmura Pablo.

        -O Pushkin, desliza León, desde el atardecer de un escenario extremo, en estos arrabales de la esperanza que los manuales de geografía se empecinan en denominar Sur.

             Aquí, donde el cronista desvía su mirada del rostro de la mujer que abre sus ojos inundados de pavor mientras el acero cumple, con inexorable eficiencia, su labor.

             -¡Acción¡ vocifera Eisenstein.

Desde el cochecito, la niña irrumpe en llanto.

 

 (El Hombre del Potemkin, capítulo III(

 

 


ELOGIO DE LA LUCHA

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