Si por algún efecto de la prestidigitación alguien, una cosa, un fenómeno, lograra que la consideración del hambre –o el dólar—quedara en segundo plano, emergerá en el foco de la atención argentina la estela creciente de la violencia promovida en forma institucional y encarnada como un elemento más de nuestra cotidianeidad.
No hay que ser muy vivos para percibirla . Allí está Carrió advirtiendo que será la nueva mártir que reedite a Allende en su último minuto en la Casa de la Moneda. O Macri, impostando la voz para vociferar un ¡carajo! poco convincente en términos actorales pero muy efectivo en el examen de sus connotaciones.
Si el dólar se evadiera del firmamento nacional, brotará fuerte, potente, eficazmente letal, un protocolo ya sedimentado en la escena histórica: desde Joaquín Penina a Vallese, partiendo de Santiago Maldonado a Rafael Nahuel , desde los bombardeos en plaza de Mayo a Kosteki y Santillán.
Ya sabemos lo que suturó este historial del luto.
El protocolo debutó, oficialmente, con el ejercicio de tiro por la espalda de Bonadío y prosiguió, casi sin transición, con Chocobar.
Pero hay otras ejercitaciones de la muerte que la crónica adultera hasta tornarlas espasmos sin relación. El asesinato de un anciano por un pote de mermelada o esa patada en el pecho a un borrachito aturdido que avanza hacia su verdugo con las manos atrás, como un número nueve en falta.
El espectro de esa pulsión sobrevuela nuestros días. Y peor: nuestras horas.
En los setenta asistimos con fruición a la proyección del film “I Como Ícaro” en lo que fuera el cine Monumental. Allí, el formidable Ives Montand replica un pasaje de lo que fue en los sesenta el experimento Milgram: un ejercicio de violencia ficcional que se presenta como real a sus observadores. Dependerá del grado de verosimilitud de la práctica para que el que asistiere al martirio de un sujeto indefenso reaccione provocando la paralización de la práctica. Los hubo quienes no pasaron del grado dos y también los que insistieron en proseguirla. En la película de Verneuil, Montad, aturdido por lo que creía una tortura real, se rebeló en el grado cinco.
A vastas capas de la sociedad les pasó inadvertida la reedición del experimento de Stanley Milgram pero, sin el componente de ficción.
Sucedió a la luz del día, ante un público pletórico de violencia, asumiéndose Césares en el circo romano de la Asociación Rural Argentina.
Gallardos, viriles, empeñados jinetes criollos henchidos de fervor nacional arremetieron blandiendo sus rebenques contra un grupo de pibas veganas que alzaban sus pancartas proclamando su filiación.
Constituyó un ejercicio de tortura colectiva y al aire libre.
Pero no fue, eso, lo peor. Lo execrable lo instituyó la circunstancia de que la platea, encendida de pasión redentora, alentara a los hidalgos representantes de la Rural al grito de ¿Lonja!¡¡ Lonja!
Imaginamos a Patricia, en ropa de fajina, siguiendo las exteriorizaciones desde su plasma, restregando sus manos de puro gozo.
Sirvan estas desordenadas líneas como pretexto para promover expectaciones con más enjundia y rigor. Tentativas propensas a elevar la puntería en el análisis de esta espiral de violencia que se internaliza, como predominio de esa terrible fuerza, al decir de Gelman, infatigable y mortal: la de la costumbre.
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jcp
setiembre8 de 2019