Queda
ensimismada y esta circunstancia, mínima y fugaz, contribuye a despertar interés.
Ana Lassalle es fuente inagotable de historias y heredera de antiguos conocimientos
que siempre hacen gustosa su presencia. El silencio preludia una referencia,
quizás un acontecido, en todo caso un tema de conversación que, si los aires
son propicios, se expandirá en
laberintos de insospechadas consecuencias. Entrecierra los párpados como si con
ello pudiera facilitar alguna búsqueda interior más eficaz.
Alguien pasa y se
detiene para manifestar su fidelidad al protocolo ciudadano que incluye un lugar
común sobre el otoño y sus bellezas. El comentario se desliza sin apuros en el
interior del café que los fines de semana, por las mañanas, congrega vanidades, rutinas y terapias varias.
El
sol es tibio y benigno con los parroquianos al punto que disimula sus
crispaciones y realza los contrastes de los ajuares sabatinos
tan afectos a los colores pardos en esta temporada.
El
gitanito que finge extiende su palma. Derrite con su mirada el comentario
receloso, la disculpa o la indiferencia del cronista que baja los hombros, rebusca, avergonzado y
afanosamente, una moneda que no encuentra. El gitanito marcha hacia
otros combates y le dedica una mueca de desprecio. Los otros gitanitos que
aguardan en la esquina de la plaza multiplicarán ese juicio mientras
distribuyen lo que deberán entregar al clan y lo que podrán gastar en
golosinas.
La
llegada del mozo ahuyenta un nuevo comentario ocioso. El mozo se anticipa al
pedido y deposita tres pocillos
humeantes sobre la mesa que algún día
será referenciada por haber cobijado el whisky pensativo de Julio Colombato.
Afortunadamente
ya han pasado las campañas electorales y una precaria paz inunda la cafetería que perderá esa
condición ni bien se renueve la clientela. Al mediodía llegan los funcionarios
a mostrar sus dentaduras en tanto los propietarios de los negocios céntricos se refugiarán
en sus aguas minerales y en cada sorbo intentarán diluir, amortiguar o exorcizar la inevitable
cantinela, esa queja amarga y sorda que precede a los lunes de vencimientos.
Las ocho campanas de la catedral doblan con
puntualidad prusiana provocando la espantada de tordos de los fresnos. Los sones astillan
la mañana y la hieren de muerte.
Como otras veces, el pensamiento colectivo imagina recolecciones de firmas u
otro tipo de ademanes extremos. Una ocurrencia juguetona, acerca de badajos,
titila en la mente de Raquel mientras hurga en su bolso buscando el
paquete de cigarrillos que ha decidido
abandonar.
Desde
la carpa donde pernoctaron las angustias,
levantada en el cantero de la plaza central que enfrenta a la cafetería,
alguien alza la mano y saluda a Raquel que devuelve el gesto.
La
puerta se abre y el rumor de la calle aumenta el volumen.
Una
muchacha que viene caminando en cámara
lenta asoma su lunar y pasea una mirada
celeste por el interior confirmando presencias. Se marcha encogiendo los
hombros. En uno de ellos reposa una
mariposa que alimenta la imaginación lujuriosa del grupo de viajantes que
gastan en aperitivos lo que debiera ser su almuerzo. Los viajantes intercambian
miradas y se detienen en alguna procacidad que más tarde será reemplazada por
mentiras sobre ventas y conquistas. Está dura la calle.
La
joven deja tras su paso una estela de colonia que huele con fruición el
vendedor de loterías y provoca un recuerdo melancólico en el hombre eterno y
taciturno del rincón que bebe con cierta avidez la quinta cuota de su
inmolación mañanera.
El Eternauta patea un tarrito. El tarrito tenía una leyenda. La leyenda
pregonaba indulgencias y albricias que acaso leyeron los dueños de esos
tarritos huérfanos en las veredas que pisa El Eternauta.
Dos potentes altavoces preanuncian el paso de una camioneta con abigarradas
y coloridas alusiones al fin de siglo.
El semáforo parpadea y enciende la luz
roja.
Empleados demorados cierran con premura las cortinas metálicas de los
locales y se distribuyen rumbo al centro
del día para investigar heladeras. Acuestan las chaquetas en las espaldas y
avanzan quitando los lazos de sus corbatas con desesperación. Parecen, los
empleados, ahorcados ambulantes.
Los gitanitos deciden abandonar el sitio y lo hacen cantando y gritando,
como pájaros.
Por la vereda opuesta pasa el espectro de Moliere llevando de la mano a
Pedro. Agitando los brazos Pedro lanza imprecaciones contra sicofantas y tartufos.
Cada tanto se detiene para recoger
adhesiones que anota cuidadosamente en una libreta de hule marrón.
El hombre que, bebe se envara. Convocado por vaya a saber qué maravilla,
alza los ojos y los deja prendidos
en el descenso de una hoja que
amarillea. La hoja se deja llevar por alguna caprichosa térmica que la eleva para suspenderla en el
aire en clara refutación a Newton. La brisa la transporta estremecida y la hace
girar realzando sus nervaduras. Un
hilván de luz se cuela entre la fronda y la ilumina proyectando su perfil sobre el pavimento; ambas
hojas danzan obedeciendo a una coreografía singular. Finalmente un leve soplo
la deposita suavemente sobre las
baldosas, como una caricia. El hombre que bebe deja la copa espoleado por una
repentina inquietud y controla,
angustiado, ambos lados de la vereda.
Algunos tordos regresan,
desconfiados, a sus fresnos .Dos jubilados deciden abandonar el banco donde
cotidianamente dilatan sus sabidurías.
Están algo encorvados y sus viseras no dejan ver los ojos. Pliegan sus diarios
golpeando con ellos los brazos del otro mientras ratifican que, efectivamente,
es lindo el otoño.
Ana inclina el cuerpo hacia atrás como si despertara de un sueño
profundo. Quizás ha viajado a una región tan lejana, tan distante, que vuelve
lentos los retornos. Abre los ojos y los clava en las expectaciones del cronista.
- A medida que describías
tus emociones, de cuando asististe al estreno de esa película portentosa
en aquel cine de tu infancia pueblerina,
fui recordando que alguna vez Julito
comentó que un marinero del Potemkin
vivió en La Pampa…
(El Hombre del Potemkin-capítulo 39)