Raúl D’Atri, sostienen los trabajadores de La Arena, ha ubicado su dormitorio pared por medio con la sala de máquinas sólo para jorobar... El fundador de la hoja con la cual ganaría amigos y enemigos y a la que dedicó su existencia se duerme con el arrullo de las planas, deslizan los gráficos mientras entintan los rodillos. Cuando la cansada Man se planta con un pliego atragantado entre sus fauces Don Raúl no tarda en aparecer por el taller con las cejas arqueadas, porque a él, dicen, lo despiertan los silencios.
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Vienen años grises. Don Raúl abre las cartas que viajan desde el exilio en intrincados itinerarios y se aboca a la tarea de descifrar las claves en que se expresa la tristeza, la nostalgia o el porvenir. Como siempre, la caligrafía de Ricardo es abigarrada y pródiga. En cada línea descubre su maestría para describir sus broncas y alegrías, manifiestos de gloria o desencanto, de modo subyugante. Algo al final de la misiva arranca una sonrisa: el amigo de Méjico señala que se da cuenta de que en la Argentina sigue habiendo mucha humedad, porque las cartas siempre llegan abiertas.
(del libro Viejos, tras un retazo del olvido)
La memoria es un tatuaje del alma. Se lleva en la conciencia y obedece a sus dictados. Indeleble, eterno, nos dice quiénes fuimos y revela lo que somos. Testimonio para presentir destinos y decidir qué haremos
sábado, 26 de julio de 2014
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