jueves, 31 de mayo de 2012

De todos los fuegos...

...el juego.



Queremos tanto a Julio… Las razones de esta devoción son variadas. Pueden buscarse en las honduras de ese abismo que recorre el hombre que hace equilibrio entre los dos edificios de Rayuela. Seguramente en las bifurcaciones de La autopista del sur, acaso en la melancólica y deslumbrada defensa de la soledad de la Maga. Pero además, inquirimos con una mano en el corazón…, quién, ha podido sustraerse a la tentación de hacerle un nudo a uno de los últimos vestigios de la pelambre para ahogarlo luego en los insondables laberintos del lavabo?


Julio, solamente una línea de su producción basta para generar nuestra admiración. Es esa que pone en boca de Johnny, honrando el talento anticipatorio de Charlie Parker y todos los que alcanzan la estatura de genios. Eso, dice el personaje, eso lo estoy tocando mañana.

Una jornada de otoño de 1980  Carole Dunlop en Paris , utilizando la cámara de 8mm de Cortázar. registró su costado pájaro que preservara, afortunadamente para sus amigos y lectores, durante toda la vida: Julio en la calle y a los tiros. Allí está, el hombre al que nunca le faltaron las palabras, diciendo en silencio un texto de enorme sonoridad y significación. Julio se protege, dispara, sus enemigos no dan tregua y, al parecer, son muchos. Están en todos lados. Sigue gatillando hasta que los tambores de sus dos revólveres se vacían. Recarga y prosigue con su defensa para ratificar el portento e invulnerabilidad de su ficción.

Julio Cortázar, que puso a la revolución en la literatura y revolucionó a la literatura, resultó airoso en esa contienda. Lo mataría la realidad, cuatro años más tarde, cuando el gobierno de Ricardo Alfonsín empleara en su contra el arma más temible y mortal: la indiferencia.



JCP

miércoles, 30 de mayo de 2012

Presupuesto y cultura

Los desvelos, pampeanos y nacionales, en torno al interrogante de por qué

no hay presupuesto para cultura admiten varias respuestas pero, para simplificar el

área de observación conviene inicialmente definir que –para este caso- resignamos

el carácter antropológico del concepto de cultura limitándolo a la región de

actividades artísticas.

Convenido este código debemos subrayar que no es cierto que no se

destinen dineros para el área. De hecho se orientan (en abultadas cantidades) a

realizaciones que, disfrazadas en industrias culturales, son funcionales al esquema

ideológico económico dominante.

En la lógica capitalista de socavar los rasgos identitarios para favorecer la

mediocridad y el adocenamiento, desarticular los vínculos sociales para pescar en

río revuelto, condenar el acto creativo por su alto contenido de indocilidad, los

administradores de los fondos públicos adscritos al mercantilismo solo irán en

socorro de aquellas realizaciones que no cuestionen o se opongan a estos

lineamientos.

Por cierto la obediencia de los diversos gobiernos al liberalismo, donde lo

que se privilegia es el predominio del capital como elemento de producción y

creador de riqueza, no puede menos que conducir a que los fondos que se

consignen a todas las actividades sociales estén determinados por este concepto.

Dentro del capitalismo, todo, fuera del capitalismo, nada. O muy poco, porque

gobiernos timoratos, populistas, hipócritas, demagógicos, conservan la habilidad

de resguardar las apariencias y proteger sus imágenes respaldando con migajas

construcciones sociales genuinas.

Por cierto abunda la crónica que desnuda una práctica lateral que consiste

en auspiciar con recursos irrisorios emprendimientos de los creadores. De esta

manera un mero viático se encarama a los escalafones más empinados del

proselitismo cultural.

Otras veces, excepcionalmente, la demanda sectorial coincide con la

frecuencia de un funcionario o de un área de aplicación desobediente o más

vergonzante y la regla se rompe, pero los resultados son coyunturales y

obviamente no crecen ni perduran en el tiempo.

De la lectura exhaustiva del vademécum presupuesto –cultura se

desprende que Las políticas generales son las que prevalecen conformando un

entramado complejo que puede desentrañarse apelando a una didáctica callejera

insuperable: pan y circo.

                                                                  JUAN CARLOS PUMILLA

                                                                                      junio 2008




































































lunes, 28 de mayo de 2012

Lorca


El crepúsculo es el más luminoso que recuerda y alumbra relámpagos de plata sobre el lomo de los pájaros. Se abaten los ojos al fulgor de su pechera mientras una lágrima se dispara.



/de la serie minicuentos de 33 palabras)

viernes, 25 de mayo de 2012

SANTA ROSA ZOOM



Sobre la alfombra de la habitación papeles y fotografías superpuestas integran un caprichoso  solitario. Un cigarrillo estrangulado  resiste su muerte y las volutas ascienden y ondulan creando la ilusión de nubes sobre parcelas irregulares, tal como Santa Rosa es apreciada desde los aviones.
         Una de las instantáneas inaugura el festival de la imaginación. Los ojos del que la contempla se detienen en el perfil de la ciudad desperezándose de Este a Oeste, revelando, tal vez, la  intención del fotógrafo por registrar el itinerario del sol.
         En el costado de la derecha la gran barca se obstina en una singladura de papel y viáticos. Un  ordenanza grita tierra y encalla entre los médanos.
         Un poco más acá la figura del hotel Calfucurá expone a pecho abierto incongruencias de aluminio y neón. Postrados a  sus plantas hormiguean los viajeros que vomitan los micros multicolores. Probablemente ellos obtengan una visión más privilegiada del edificio pero no se les advierte intención  de desviar la vista más allá de sus cabezas.
Los que se van no miran hacia atrás. Los que vienen tienen bastante con la lujuria tropical que derrama la arquitectura del lugar y el despliegue brutal de palmas sin edictos.
         Desde las alturas los pasajeros parecen microbios alucinados. Resulta gracioso verlos tan ridículamente pequeños pero el  individuo, que en la terraza enfoca sus prismáticos hacia la laguna Don Tomás,  los ignora.  Su interés está concentrado en un punto del recreo cuyas aguas todavía no huelen a podrido en este verano anticipado que se  le antoja al Niño.
         La muchacha seca  su cuerpo con energía, tal como recomienda el Para Ti. Un distrito pálido evade  la vigilancia del sostén indicando la frontera del  bronceado. El sujeto de los prismáticos también  repasa su frente con un pañuelo. Al retomar el apostadero descubre que la niña del tostado municipal ha desaparecido. No queda por allí nada más interesante.
         Se equivoca.
Tras los tamariscos bandadas de niños ríen y juegan a determinar quién orina más lejos. El campeón arquea su cuerpo como un Apolo criollo y el pis caliente construye cráteres en la arena. El horizonte también hace jugarretas y eleva columnas de humo rojizo y denso como una reacción emergente de  la meada. Géisers de las pampas chatas.  Quizá, alguna vez, un rabdomante inquieto descubra esta napa que une las orillas del espejo de agua con los hornos de ladrillos.
         La brisa vespertina contrabandea cenizas y las arroja en el microcentro. Un racimo de estalagmitas de hormigón incierto despliega sus toldos intentando discernir lo que es destino de lo que es venganza de aquellos arrabales que atardecen.
         En la esquina se desocupa el siglo.
         Vecinos de pies agobiados repasan al tacto sus tesoros en el fondo de los bolsillos mientras extienden la  vista para detectar el colectivo. Alguien intenta una metáfora que tampoco llega. Un jubilado sienta su cansancio  a pasteurizar  ilusiones en tanto un  grupo de chicos corre entre los automóviles para establecer quién los atropellará primero. A pocos pasos, la fe juega a las barajas en lo alto de la catedral y  los tordos de los fresnos se divierten silenciando a las campanas.
El paseo, surcado por andares bisectrices,  apresta sus galas para recibir a las señoras Furia  y Desamparo, soberanas de ese Campo de Marte que  cada noche  reinaugura y  extiende.
         Una lata de cerveza se estrella sobre la cabeza de San Martín que, aturdido, señala a sus agresores hacia otro lado. El sonido del impacto reverbera en las florecidas parabólicas de la modernidad. Ejecuta una pirueta, vacila, hasta hacer centro en la vincha de Calfucurá que lo desmaya a los pies de un estatal sin rostro cuya corbata huye con rumbo al barrio del Matadero. No lo logrará; al cruzar la avenida de circunvalación un piquete lo detendrá. Allí, le dicen, está clausurada  la esperanza.
         Los prismáticos pierden su foco y  el vigía del mangrullo desespera. Renueva los intentos hasta que  sus ojos localizan hacia el Sur a una mujer de pelo ensortijado que cruza la avenida Luro.  Lleva anteojos oscuros y su cuerpo despide un olor a lavanda que aroma el barrio y lo alegra.
Seguro que es setiembre, estallan las retamas.
        De sus hombros enjutos cuelga un bolso de cuero marrón que en el vaivén roza sus caderas despertando urgencias. La mujer ejecuta una verónica a un motociclista suicida y apresura el paso para perderse en el borde  inferior de la fotografía. Precisamente junto al pulgar del hombre que renuncia a un nuevo  cigarrillo porque tocan a su puerta.


                                                        Juan Carlos Pumilla
                                                        Octubre de 1999

miércoles, 23 de mayo de 2012

Crónica de un secuestro - cicatrices





Acaso hiciera frío.

El camión del Ejército llegó a hora temprana al mando de un oficial que examinó el terreno sin bajar de la cabina. Cuando quedó satisfecho impartió una orden seca que en las academias se reputa como marcial. El camión retrocedió unos metros hasta que su caja se aproximó a una pequeña elevación. El oficial vociferó otra instrucción y los uniformados que se hallaban en la parte posterior levantaron obedientes el bulto pesado y voluminoso que custodiaban. En silencio lo apoyaron sobre la baranda y no sin dificultad lo arrojaron con fuerza.

Quizás algunos pájaros, espantados, alzaran vuelo.

El bulto cayó con ruido sordo y se quebró ante el impacto. Quedó abrigando la cúspide del montículo; como abrazando la tierra, según sea la imagen que el lector prefiera.

Esto ocurrió en algún momento de 1976, según un testigo del operativo.

El oficial probablemente esbozó una sonrisa por la satisfacción del deber cumplido e indicó al chofer que se alejara del lugar. Tal vez los ocupantes de la caja enjugaran sus frentes mientras desplegaban la última mirada al pastizal que crece en el predio aledaño al sector de carruajes del Parque Luro. Allí, donde meses más tarde los capitanes de la Subzona 14, Néstor Greppi y Guillermo Buitrago, convocarían a rueda de prensa para anunciar un ambicioso plan de remodelación del complejo turístico.

El testigo no agrega nada más. Pero ya ha dicho todo.

En la jerga policial se apela a una voz culta para calificar determinados comportamientos. Se dice, con una propiedad que hace ociosas otras precisiones, “modus operandi”.

Once años más tarde un grupo de plásticos llegó al paseo tras aceptar complacidos la invitación a recorrer sus bondades. Era abril y el otoño desplegaba sus encantos. Se trataba de creadores que habían acudido a la inauguración del Museo Provincial de Artes. Uno de ellos, Miguel Dotori, paseó una mirada de circunstancia por el tanque del millón, luego por las estatuas, más tarde por las volantas… hasta que sus pupilas se dilataron y su rostro se crispó. Había descubierto el bulto fracturado coronando el montículo. Y más: lo había identificado.

Conmovido, estupefacto, informó a sus acompañantes que esos despojos, que emergían entre los yuyales, formaban parte del mural de uno de los artistas más apreciables de la Argentina.

Fragmentos. Pequeña soledad de piedra huérfana. Relictos de un pasado que asoma.

Se trata de la obra “Cooperación”, de Luis Falcini, el brillante y prolífico escultor que llevó su producción a los extremos de la belleza y el compromiso, valores que hicieron que ganara la estima y respeto de públicos nacionales e internacionales. Menos, claro, de la horda que a comienzos del Terrorismo de Estado asaltó la sede de la Unión Tranviarios de capital federal para secuestrar el relieve que, en una evidencia más de la coordinación represiva, era arrojado luego en territorio pampeano.

Dos años más tarde de la su localización los escombros fueron llevados al museo para intentar la recomposición. Raúl Fernández Olivi, que integró aquel grupo de plásticos que realizó el hallazgo, asumió ese objetivo y se apoyó para concretarlo en un libro sobre el escultor que formaba parte del acervo de la institución.

En tanto avanzaba la tarea de ligar las piezas cobraban forma también mil interrogantes sobre la matriz del vandalismo. Seguramente no hubo que ir muy lejos para satisfacerlos: se violentó la ligazón de un gremio con el arte; se atentó contra el legado de un artista que en los años treinta contribuyó a diseñar la iconografía de gesta y lucha de las décadas posteriores. La patota que invadió las galerías de la Unión Tranviarios apuntó también a hacer desaparecer el contenido que cobija lo estético, ese universo camarada y solidario que da título a la obra

Cuando la placa fue arrojada no rompieron la piedra, quebraron la memoria. Porque ella corporizaba una forma de ser y de pensar, un discurso desgarrado y tenaz que decía por todas las voces de su tiempo.

No es difícil concluir que el procedimiento estuvo orientado a menoscabar a la sociedad, a través del secuestro y desaparición de uno de sus símbolos identitarios. En la lógica primaria y brutal del represor prevalece este criterio: ante la imposibilidad de imponer millones de vendas a los ojos se debe recurrir al expediente de liquidar el objeto de contemplación.

La otra variante de este mecanismo de pensamiento nos traslada a un estadio que estremece y enluta.

Raúl cuenta que procuró ser fiel en la tarea de restauración pero no devolvió la policromía original, alterada por años de impiedad y de intemperie, ni quiso ocultar las fisuras.

Hizo bien. Es cosa sabida que las heridas no cierran si no se las expone a la luz y las simetrías se tornan inocuas sin la concurrencia de las debidas referencias.

La obra ocupa ahora el muro central del patio interior del Museo Verde. Desde ella sus moradores, una porción de pueblo con el brazo en alto, invitan a visitarla.

Quienes acudan podrán, a poco que se lo propongan, establecer un diálogo fecundo con una construcción que dilata una metáfora de lo que hemos sido.

Si la comunicación se profundiza el espectador podrá discernir, en el filamento gris de las hendiduras, el lacerado y sinuoso itinerario del país que somos.




Juan Carlos Pumilla

Marzo 2002



Crónica Negra


El crepúsculo se resiste a abandonar su dominio en las vastedades de San Pedro del Atuel. Demora la luz, como la primavera, que llegará tarde para su ofrenda de retamas en estas postrimerías de 1941.
         Impulsados por un abanico de emociones los vecinos acuden al lugar para confirmar las noticias e inaugurar lamentaciones. Habrá misericordias   para la mujer que protege con los brazos a sus dos capullos en una articulación que vencerá al siglo.
         Todos están, visibles o fuera de escena. Los chafes de las partidas perturbados por sus remordimientos, Julio Domínguez abriendo un rastro que nadie tapa. Hugo Chumbita tomando apuntes en un cuaderno azul. Todos…, menos Vicente Gascón, claro, cuya condena será morir de olvido.
         Por ahí anda Paeta, encapotado, sus ojos astillados por un odio que persevera. Y ese otro comisario de mirada extraviada, que acaso redima su apellido en las trovas herejes de su retoño: Bustriazo, el alucinado de las lunas.
         Aquí, extremando el detalle, se presiente la figura de Eduardo Pérez. Cámara en mano, avanza meticuloso en sus reconocimientos. No está mortificado por las sombras, que las torna en aliadas.
          Ha llegado para perpetuar los pormenores del miserere del adiós. A una ceremonia definitiva que pone cordura a las incertidumbres del prontuario, transformando a un tal Francisco Bravo en lo que es; Juan Bautista Bairoletto.
         Viene de otro tiempo. Embrujos de la llanura. Como cuando atravesó la niebla para adentrarse en las albricias de un ocaso en Chacharramendi.
         Explora e imagina. Guarda fidelidad a sus antecedentes documentales. A esos respetos formales que ahora le permiten estas trasgresiones de la mirada. Tan lícitas como sugerentes: porque él ya sabe lo que la crónica soslaya por cortedad o exceso de raciocinio, que acaso desconozca todavía en estas mocedades de siglo en el estremecido sur.
         Sabe Eduardo Pérez, confirmando las matrices de su arte, que en estas dilataciones de Carmensa donde la luz se resiste, no eterniza en sus imágenes la muerte de un hombre. Consagra, haciendo foco en el corazón, las interpretaciones fundantes del mito.


Juan Carlos Pumilla

martes, 22 de mayo de 2012

Miserere del adiós

El hombre que amaneció donde el sol se desahucia, en esas escoriaciones del basalto que llamamos barda, lisonjea a un encordado celeste y canta.

Canta y dice y al hacerlo se describe.

No expresa todo, claro, ni acaso la mitad de un andar taciturno y ensimismado que encuentra en la guitarra su exorcismo.

El hombre que vino desde aquellas reverberaciones de la luz, vocero y cónsul, pintor y albañil de su solar sediento, nunca se fue.

Estuvo por aquí solamente para ahondar fraternidades y ejercer su magisterio. Para fundar la matriz de una milonga con la sexta en Re y el corazón en Sí.



¿Escucharon su oración al vino negro?

¿Alguien sintió alguna vez sus carcajadas?

¿Quién reparó su tiritar entre la escarcha?

¿Existen testigos de su llanto?



La convocatoria alimenta el inventario y acuden voces de los puntos más dispares.

Testimonios, que es como decir diapasones de la memoria.



- Lo vi ofreciendo un cafecito al general.

- Hizo lo suyo en la honra tropical a la Espinela.

- Escuché sus relatos en el Molas.

- ¡Le hizo fruncir el ceño a Zitarrosa!

- Llevaba al hombro el lazo de don Tapia.

- Se fue de aquí, tras un pañuelo blanco...

- Lo vieron anteayer andando soledades.

- Todavía está su huella en aquel piso encerado.



Y si acaso el paso del tiempo añade otras capas al medanal, soplará el viento sur para reparar remembranzas.

Soplará, para ratificar su majestad comarcal, una y otra vez.

Y otra...

Cada vez que lo haga florecerán vislumbres del hombre que vino desde las prolongaciones del horizonte a dejar un rastro diáfano, talvez algún estilo, una proclamación de la llanura, en el centro exacto de nuestros corazones.

Porque el hombre de la bufanda roja y la copla sabia, perseguidor del itinerario del Pampero, no se fue…

Se hundió en silencio, como una puñalada, en las profundidades de cada uno.



                                                                                                    JCP-07

lunes, 7 de mayo de 2012

El Encuentro





El cronista acomodó su brazo en el mostrador, inclinó  levemente el cuerpo y formalizó el séptimo intento por embocar el pucho en el tacho con arena que el Turco, prudentemente, había colocado en el esquinero que da a la puerta. Falló. Disgustado, caminó hasta la ventana y se puso a mirar el otoño que se escurría entre el aljibe y  los caldenes de la entrada.
        Se da cuenta -murmuró  sin mirar al hombre que saboreaba su ginebra parsimoniosamente en el rincón opuesto- la espalda contra la pared del salón: es una tarde definitivamente linda para hacer algo. Y yo nos sé qué.
        No hubo respuesta. No era tampoco una pregunta. El hombre siguió con los ojos puestos en los colores que Molina Campos había colocado al mes de mayo en el almanaque de alpargatas y volvió a mirar al Turco que con movimientos lentos sacaba filo al empecinado facón que siempre guardaba bajo el mostrador, junto al sieteluces de apagar entreveros.
        Me ha reconocido pero no está temeroso -pensó Juan  Bautista-; Eso puede ser bueno o malo. O me tiene fe o está esperando ayuda. Ya vamos a ver.
        Un rayo de sol se demoró sobre los aperos cobijados por la enramada y el cronista se preguntó si le convendría partir a la madrugada o esperar hasta el día siguiente. En realidad tenía mucho tiempo: iba con rumbo a La Rinconada a encontrarse con una historia y un poema que había leído tiempo atrás en Santa Rosa. Luego regresaría  por Puelches para verificar qué era eso del cobre. La noche anterior el negro Paulino, el Sapito y la Calandria lo habían deslumbrado con sus relatos, sus voces y sus guitarras. ¡Lástima que se hubieran tenido que ir a buscar ese estilo que el Bardino les había prometido! Lástima.
        El local era espacioso, demasiado para los tres hombres silenciosos. El robusto mostrador albergaba algunos porrones  y varios vasos prolijamente apilados por el Turco. Por encima, la vieja reja de madera que había contenido tantas provocaciones recogía los últimos mensajes de sol que se filtraban por la ventana. En el lado opuesto a Juan Bautista una pared y una sólida puerta de algarrobo custodiaban el escritorio y el acceso a las piezas.
El cronista abanicó su mirada por el interior del boliche. Se detuvo en el minucioso trenzado de los lazos, en la fina estructura de las sillas esterilladas y en las chaquiras que el Turco atesoraba en la vitrina donde guardaba los tarros de tabaco y las largas hojas de acero templadas con la vieja sabiduría del fuego y el aceite. Quizás tenía razón Pablo cuando me despidió: "Te vas a ir a otro lugar del tiempo... donde el hombre plural, unido hermano, indispensable, se redime en la urgencia -tan malherida pero tan intacta-  de edificar la historia con sus manos". Sí, acaso tenga razón. Un imperceptible movimiento en la suave ondulación que precede al frente de la edificación lo sustrajo de sus pensamientos y permaneció con la mirada fija entre el hueco de tamariscos, con cierta expectación. Entrecerró los ojos.
        La silueta desgarbada comenzó a recortarse con mayor nitidez sobre el horizonte. A medida que avanzaba a paso ligero y cortito los detalles se hacían más precisos   entre las últimas  reverberaciones del sol. Viene a pie. ¡Qué raro! La figura se detuvo para tomar un descanso en el último recodo y cambió de mano un gastado portafolios de cuero marrón. Camisa gris caqui, pantalones negros y un saco grueso de finas solapas. Botines acordonados, raídos y polvorientos.
        El cronista creyó oportuno advertir:
        _Se acerca un hombre.
        Juan Bautista levantó la vista. Bajó las manos y se recostó con mayor firmeza contra la pared de tablas y chapas.
El turco interrumpió su labor y se corrió unos pasos hacia la derecha, cosa que cuando abriera la puerta el sol no lo encandilara de frente.
     El caminante tomó otro breve respiro. Del bolsillo superior de su saco extrajo un prolijo pañuelo con el que se secó la frente y mesó los cabellos peinados para atrás. Luego rascó su barba rala y cana y lanzó un profundo suspiro al tiempo que volvía su mirada, como para medir la distancia recorrida.

Largo camino el que va de Puelches al boliche. Allá quedó sepultada, al fin el último vestigio de la niña araucana. Ya no más noches de insomnio. ¡Qué paz, ah que paz! Bella niña araucana, un coro de pifulcas vela por tí.

     El cronista lo reconoció: Llega en el momento exacto, la hora del atardecer bermejo, como pensado para él. La misma estampa familiar del puente de Puelches, de la escuela de Puelches, del otro boliche, el del almacén de Tomas.
     -Es Juan, el linyera poeta- anunció.
     Los otros dos hombres se distendieron.
     La medianoche avanza sobre el oeste. El Turco dormita sobre el mostrador mientras el cronista trata de no perder detalles de la conversación susurrada entre los dos personajes del rincón, apenas recortadas sus figuras por las bondades de un Sol de Noche de leve siseo.
     -Yo le he dedicado unas trovas, aunque no muchos las conocen -dijo Juan.
     -Ya lo sé, tocayo, ya lo sé.
     Juan Bautista comenzó a armar meticulosamente un cigarrillo al tiempo que ofrecía su  tabaquera.
     -No- El poeta dibujó una sonrisa. -Yo ya he elegido lo mío- dijo señalando el vaso con líquido oscuro cubierto por un plato de metal.
     -Usted dirá, cada uno busca la mejor manera de morir. Yo quiero acabar con los ojos mirando al sol.
     -Y yo quiero hundirme lentamente, en medio del estrellerío.
     -Sobre gustos...
     Juan lo miró con aire pícaro, juntando las cejas.
     -¿Anda de paso?
     -Pregunta  zonza, claro que ando de paso. Voy en busca de algunas respuestas.
     -¿No las encontró en su viaje por el norte?
     -No, de la misma manera que usted no las encontró en el sur.
     -Yo insisto, aunque esté algo cansado.
     -Yo también.
     Juan Bautista destapó el otro porrón que aguardaba en la mesa y ambos brindaron en silencio. Ninguno reparaba en el cronista, ni en el Turco.
     El poeta señaló las troneras estratégicamente dispuestas en las paredes del local y se rió.
     -Este Turco, de haber vivido en Europa, hubiera construido almenas. Precavido el hombre, ¿ya lo reconoció?
     -Creo que sí, pero no le importa. ¿ y a usted?
     -Sabe que no. Alentaba la sospecha que algún día nos cruzaríamos.
     -Sí. Somos hombres de dos tiempos distintos pero esto era inevitable. Y me gusta.
     -Claro, a mí también, pero siempre me pareció que iba a ser difícil. Yo ando sin apuro, navegando en vinos y recuerdos. Usted en cambio...
     -No se engañe. Los apurados son los otros. Yo busco lentamente la leyenda.
     -Entonces, tenemos tiempo.


     El cronista venció el último vestigio de reserva y acomodó su silla más cerca de la mesa. Los otros dos lo miraron brevemente y asintieron en silencio. Luego, las largas parrafadas sobre el vino y las distancias, detalles de recios entreveros y esa manía de modelar la historia a fuerza de presencia. El poeta desgranó coplas sobre sus amores que al final son uno solo. Juan Bautista salpicó la charla con anécdotas, esas que el viento va agrandando hasta convertirlas en huracanes. Ninguno de los dos terminó de emborracharse.
     El amanecer se apoderó del paisaje he inundó totalmente la fachada del boliche de Chacharramendi. Juan Bautista acabó de aprestar el Lobuno y aceptó el paquete que el Turco le entregó en silencio mirándolo a los ojos
     -Gracias- dijo y le tendió la mano.
     Luego se estrecho en un abrazo con el poeta.
     -Cuídese, que el vino no le gane.
     -Apúrese, que la muerte no lo alcance.
Ambos partieron con rumbos distintos.



                                                               Juan Carlos Pumilla
                                                                                     25 de Octubre de 1987

miércoles, 2 de mayo de 2012

BAIROLETTO la frontera del mito


La alborada del  14 de setiembre de1941 consagró  una transición que, setenta y  un  años más tarde, seguiría dando que hablar. Moría  Francisco Bravo, un ignoto chacarero de San Pedro del Atuel, y volvía a nacer a los cuarenta y siete años –como un milagro de la palingenecia-  Juan Bautista Bairoletto.

         Hay otro inicio posible, el 11 de noviembre de 1894 en Colonia Los Algarrobos, pero eso es materia para los científicos.
La primavera en Carmensa marcó la frontera entre la realidad y el mito fundando una leyenda que en sus proyecciones    habita tanto en las descripciones científicas de Eric J. Hobsbawn como en el imaginario social de un país que, día a día, va sumando elementos para sustentarla. “Bandolero social”, “El último gaucho alzado”, “Robín Hood de las Pampas”, “El último bandolero romántico”…
         Era domingo. En el relato de Adolfo Ohaco, acaso el único sobreviviente de los dieciséis integrantes  de la partida policial procedente de la provincia de La Pampa, la comitiva avanzaba con una mezcla donde el odio se concertaba  con el miedo.
         Había más, muchos más, componentes  de la Policía Volante de reciente formación que reconocía refuerzos de San Rafael y General Alvear.
         Por ahí andaba, preocupado y febril, el comisario Vallé dando las órdenes al subcomisario Máximo Lescano. Los agentes Roberto Carlos Bau, Juan B. Muñóz, Roberto Pueblas, Humberto Aguilar y Nicolás Mercado, acataban, resignados.
         “Sáquese las ganas comisario” sostiene Ohaco que dijo un subordinado invitando a Paeta, tal vez Bustriazo o acaso Ferreira, a descerrajar un último disparo sobre el hombre que ya estaba vencido.
         No hubo, naturalmente, prueba de parafina y esta especie nunca será ni confirmada ni desmentida. Salvo, tal vez, por las formulaciones de la compañera del muerto que en un relato estremecido quitó mérito a la comisión policial que se ufanó de haber dado muerte “al bandido más buscado del país”.
         "…Juan se suicidó. No lo mataron, el se suicidó. Yo me levanté de la cama tras de él, protegiendo a las chicas. Veo que se pega el tiro y empieza a caer para atrás, se apoya en la pared y cae al piso. Luego, entró la policía y le tiraron ya muerto en el piso..."

         Era un revólver Tanque, del 38, largo.
         -¿O fue con el Smith & Wesson?

 Esta reivindicación de Telma Ceballos al derecho de su esposo de disponer de la vida tal como lo indicare  su destino, implica –impensadamente- una especie de absolución de Paeta,  Bustriazo o quizás Ferreira, pues transforma un asesinato a mansalva en un suicidio. Queda para la interpelación de la posteridad, las implicaciones de un gesto de odio, impotencia y salvajismo banalizado o disipado en su importancia por la crónica de época que insiste en legitimar “el tiro del final”.
         Ohaco, casi en el siglo de su vida, se abstiene de consideraciones al respecto. Prefiere insistir con otras de sus obsesiones indicando que el algarrobo que da origen a la población de Algarrobo del Águila es en realidad, un caldén.
         Quien acierte a  pasar por la chacrita donde Juan Bautista consolidaba  una existencia apacible  con Telma y  sus hijas Juanita y Elsa, podrá adentrarse en esa especie de santuario que  vecinos y peregrinos  han construido para confirmar  un recordatorio y consolidar  la leyenda.
         Hugo Chumbita, el pampeano que acaso concibiera la más acabada biografía del bandido, anduvo por allí hace pocos meses participando de actividades promovidas por autoridades y vecinos.
         Desliza, con esa precisión y rigor con que hiciera  gala  en su investigación sobre el origen mestizo de San Martín, un dato curioso: los concurrentes desgranan  las andanzas de Bairoletto en presente, tal como debiera contarse la historia según las coordenadas de Agnes  Heller.
Crece la certeza en los fogones, que Segundo David Peralta en cualquier momento se arrimará subrepticiamente al lugar para  socorrer, de esta manera, su memoria.
-¿Qué Peralta?
- Mate Cosido, ché.
¿Se llamaba Bairoletto o Vairoletto?
-Vaya uno a saber. El firmaba con la “V” corta.

Si hasta pareciera que Agustín P. Justo, asumiendo sus galones de Ministro de la Guerra, acabara de ordenar la caza de Bairoletto  alentando a “ese mal nacido”  del Vicente  Gascón a hacer lo que hizo.
                 La traición no tiene redención en el juicio de quienes visitan el santuario. De tal manera que el asesinato del Ñato Gascón ocurrido años más tarde  se ha transmutado  en ajusticiamiento.
         Lo demás es historia conocida e insistir en ella se torna  un ejercicio  ocioso y estéril.
         Por ahí andan otras biografías y canciones. También poemarios  y una iconografía en la que sobresale un retrato de otro pampeano, Ricardo Nervi,  nativo de Eduardo Castex, Colonia Castex por aquel entonces,  el pueblo de La Pampa donde un desliz  y un amor malherido fueran el cultivo para  una vida forajida.
         También hubo películas que acaso convenga olvidar y documentales para coleccionar.
         Hace poco el artista santarroseño Eduardo Pérez formuló, a través de la fotografía, el último aporte a una  leyenda que, como la memoria, es imposible detener.
         Pasemos a verla:

(ver Crónica Negra(

La casa es el umbral

  La casa es el   umbral ( Mínima canción de contingencia) Retumban   esas   suelas...