jueves, 7 de junio de 2012

El señor Martínez

Conocí al señor Martínez hace ya unos cuantos años. Este hombre de cuidadoso aspecto y semblante pensativo, mezcla rara de burócrata tenaz y Mesías extraviado, ejercitaba una suerte de subgerencia en una sucursal bancaria a la que yo había asistido para indagar acerca de algunas denuncias sobre manejos financieros no del todo honorables por parte de casa central. Fue en aquella oportunidad que el señor Martínez me hizo conocer una teoría que, por entonces, circulaba por su fase preliminar. Preste atención, susurró con tono revelador al acompañarme hasta la antesala del despacho gerencial,;las voces se elevan cuando una reunión está a punto de concluir. Efectivamente, en ese momento alcancé a oír los saludos de despedida que el gerente formulaba a su visitante. Dediqué al señor Martínez una sonrisa de asentimiento y él me la devolvió con un gesto de leve condescendencia que me ubicó en la alternativa de quedarme mudo o darle las gracias por el dato.

El gerente, desde la puerta, me socorrió en el dilema.

Algunos días más tarde me enfrenté nuevamente con el señor Martínez, quien me prodigó una amplia sonrisa quizás interpretando que mi sorpresa venía revestida de interés por el encuentro. Esmerado como siempre, Martínez detalló -en su carácter de interventor de la sucursal bancaria- los nuevos horizontes que se inauguraban para el capital financiero exportable. Antes de despedirnos volvió a sorprenderme. Sabe, me explicó tomándome del brazo, que las voces al término de una reunión se elevan porque los movimientos del cuerpo al separarse de las sillas y el ruido de éstas obligan a aumentar el tono. Como aquella primera vez, no supe qué responder; apenas alcancé a balbucear un ambiguo y poco convincente "qué interesante".

No tuve noticias del señor Martínez por algunos años, aunque cada tanto la mención de algún Martínez en las crónicas de actualidad me recordaba a aquel sujeto atildado y de engañosa pose pensativa que dedicaba sus desvelos a desentrañar los epílogos sonoros de los encuentros. De manera que realmente fue genuino mi interés y asombro cuando volví a toparme con él. Ambos habíamos ascendido: yo disfrutaba la prosecretaría de redacción del periódico que me enviaba a Buenos Aires y él ocupaba una de esas extrañas asesorías del gobierno militar de turno. Algo tan vago como apoyo técnico en la "auscultación por medios indirectos de ciertos aspectos de la sensibilidad social". Como proyección de sus labores el señor Martínez fiscalizaba la agenda del ministro y acordaba los turnos según la importancia del tema. Fue en aquella ocasión que me confesó su interés por la literatura y por la obtención de las reglas básicas que le permitieran -con lenguaje didáctico, claro- exponer por escrito una nueva variante de su tesis relativa a que el tono de la voz al término de las reuniones no se eleva, centralmente, por el ajetreo del mobiliario. Se alza como consecuencia de que, para esos segundos finales, no existe generalmente un código establecido de conducta -como lo hay para iniciar un diálogo, por ejemplo- lo que deriva en que las voces se superpongan con la consiguiente superación de la cuota habitual de decibeles. Me fui del despacho particularmente confundido.

Ayer volví a ver al señor Martínez. Me dedicó un guiño amistoso desde su banca de legislador. Luego, en uno de los cuartos intermedios de la sesión, distrajo un momento su atención de la rueda de personalidades que lo interrogaban acerca de los pasajes centrales del libro que acababa de editar con los auspicios de una editorial española. (Palabra y Protocolo). Martínez me palmeó generosamente la espalda y murmuró con tono cómplice un "tengo dos o tres cositas interesantes para contarle...", "ya nos veremos".

Aún no alcanzo a descifrar el por qué, desde entonces, esa eventualidad me angustia.



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