Quién sigue
tus pasos, general. Te escoltan tus guerreros, espectro que vagan por las
noches en busca de la luz. Allí están tus glorias, general, trocadas en el
bronce al que el viento de agosto va cubriendo de herrumbre. ¿Te escoltan los
recuerdos, general, pero no son los recuerdos los que quedaron sobre el mar
para albricias de los nietos?. ¿Y tus cuitas, tus lunas, los misterios, tus
dolores, soledades y miserias? Todos están allí, integrando el cortejo.
Pero…¿quién sigue tus pasos, general?.. La respuesta está en la lava y en el
trueno, en el fulgor azul que eleva una torcaza, en el fragor de mayo y en el
reloj del pueblo que avanza, lentamente, paso a paso.
LA NOCHE DE LA MEMORIA
¿Suena una bocina?
Rosa
Campuzano abre los ojos y la mañana limeña pronuncia un respingo hacia el
mediodía. Una constelación de pájaros vuela en torno a las torres del
campanario y las angostas callecitas se llenan de olores mientras los niños
regresan de la escuela. Más tarde él vendrá y ella calmará su sed y alisará sus
incipientes arrugas mientras las manos urgentes del general desciendan por sus
valles en procura de la paz que nunca obtiene.
En la
penumbra de su despacho el hombre de la espada despierta a Segismundo, porque
la vida sólo es sueño y los sueños, sueños son. Lenta y pensativamente cierra
el libro y lo deposita en el baúl donde aguardan sus queridos, sus compañeros,
sus indispensables textos que, ahora, dejará a la Biblioteca Nacional..
Y los sueños, sueños son, repite, mientras se detiene en el adiós que Rosa aún
no conoce.
¿Acaso
suena una bocina?
Su mente
vaga por los cielos de América y se posa en aquel agobiante verano se hace
siete años cuando su amigo, el otro general, marcó su destino de Norte, gloria
y soledad. ¡Ay, como te extraño general! ¿Sabrá curar Dolores tus heridas
abiertas? ¿Será capaz Dolores Helguero devolverte a tus libros después de tanta
guerra?
Rosa
inaugura la ronda de alegría y su risa contagia las flores del patio. ¡El Perú
está de fiesta. Aquí está el futuro, desde aquí comenzaremos a trepar hacia el
cielo, acariciarlo con las manos, más alto, cada vez más alto, hasta tocar los
siglos venideros!.
El
Vehículo se mueve pesado y tosco por la avenida principal y sus faros se hunden
en la niebla que circunda la plaza. Uno de sus ocupantes desciende y va al
encuentro del general que trabajosamente se apea de su fría y eterna
cabalgadura para introducirse en el camión de los recolectores que lo aguarda.
Al volante un niño de rizos dorados y ojos tan grandes como las baobabs de su
asteroide le ofrece una silenciosa bienvenida. Parten.
El rodado
avanza rugiente como una carga de caballería y sus tripulantes se convierten en
fantasmas naranjas que recogen los vestigios de una realidad atormentada.
Siguen por Moreno y al llegar a Uruguay
doblan con rumbo al colegio en cuya puerta los espera Belgrano recostado contra
su bronce con una amplia sonrisa en el rostro y un mate en la mano. Frente a
frente, el hombre que sacó a la revolución de la literatura y el hombre que fue
a la revolución desde la literatura, se abrazan. Desde el interior del camión
los despiden y se alejan penetrando en la noche de los barrios.
Eligen el aula más pequeña y lentamente, como la
verdad, se sumergen en los recuerdos. Fragmentos, retazos, ilusiones para completar
el largo itinerario desde los arrabales de la memoria hasta donde habita la
aurora de los tiempos.
En lo
alto, el retrato aburrido de Rivadavia los contempla sin entender. Uno hace
gestos con las manos y otro ría a carcajadas. Cada tanto, la perplejidad asoma
ante el mapa de América y una lágrima se escurre ante tantos misterios. ¡Ah, mi
general, como duele la patria que amamos!. Afuera, la noche se apodera de todos
los resquicios.
El papel y
el acero. ¿Pero cuál corresponde a cada cuál? Una espada se introduce en el
centro del corazón y esto es nada más que una metáfora del pensamiento. El
mismo, el viejo tema, como en aquella morosa siesta de Metán hace ya… tanto
tiempo.
Hay un
grito en la calle, estridente como un clarín, potente como un buey. Suena
imperativo y hasta amenazante, como suelen sonar los gritos de la guerra. Los
amigos se miran a los ojos y en silencio. Luego, uno se calza apresuradamente
las botas de montar mientras el otro descorre la cortina para observar lo que
sucede tras la ventana.
Invadiendo
la madrugada sordos ruidos rasgan su silencio. Extraños carruajes con hirientes
luces y ominosos atavíos rodean la manzana. De sus entrañas aparecen tropas,
hombres sin rostros ingresan al edificio a paso redoblado. La horda irrumpe en
la humilde sala y es asaltada por la vacilación ante la decidida e inquietante
presencia de las dos figuras a las que no alcanza a comprender. Otra voz, tan
seca y dominante como la primera, ahuyentaba la duda y decide la andanada que
habrá de hacer blanco en el centro exacto de los corazones, sórdida descarga
que insolenta la noche y la cubre de sangre.
Lenta y
perezosamente los espectro de la oscuridad dejan entrar la luz y nace el nuevo
día. Cuando la ciudad amanece para los niños que van a sus escuelas, uno de
ellos descubre una espuela semioculta entre el verdor de la gramilla. Su
imaginación infructuosamente busca respuestas al hallazgo mientras desde la
calle el camión de los recolectores toca insistentemente la bocina sin que
nadie acuda.
Un delgado
filamento tornasol penetra subrepticio en la habitación y el general advierte
que ha llegado la hora del adiós. Más allá, en el borde de la ciudad, una mujer
espera.