viernes, 26 de diciembre de 2014

Los Serenito y el humo

                La  violencia es la partera de la historia. Este es un dato de la vida desde que la vida es vida. Como fruto de la reflexión científica la aseveración apenas alcanza el siglo. Este fin de semana, al anochecer, se formuló una indagación sobre esta cuestión en su vinculación con un aspecto esencial  de la historia de la violencia: la libertad.
                Los hombres escapan a sus prisiones apoyándose uno en el otro.  Una vez en el suelo vuelven a ser atrapados por los conflictos terrestres  y sólo pueden evadirse de ellos precisando  objetivos y empuñando sus espadas hacia los enemigos comunes, que suelen tener contornos más precisos que las cárceles del pensamiento. Esto es lo que vimos, o creímos ver, tras el humo y los gritos, en la propuesta que el sábado, en los sombríos laterales de la vieja usina, formularon los integrantes de Serenito Deyovani.
                Comenzaba a despuntar la luna, a la misma hora en que otros jóvenes y no pocos adultos penetraban lentamente en el territorio de las sombras, otros vahos, otros humos. No todos concretan sus faenas al son de un rap frenético en las callecitas santarroseñas iluminadas  por antorchas.
                "Perro ladrando en vivo" es dura y cruel. Como la violencia... o la vida. Quizás ello explique la presencia descarnada de Bukowski, la ironía de Luis Luchi, la acidez de Norberto Righi o la impiadosa crónica de los libertarios de principios de siglo.
                Los Serenito no hacen demagogia y pagan caro sus osadías. Pero están allí, proponiendo a la ciudad que cubre sus desnudeces y harapos con luces de colores que enfrente este debate porque la libertad, al fin de cuentas, se gana o se pierde todos los días a la vuelta de cualquier esquina. Ya lo advirtió el poeta. La libertad se canta... y se pelea. Y se sigue  peleando. Hasta alcanzarla.

                                                J.C.P.: 

sábado, 20 de diciembre de 2014

El sudor del miedo



-Feromona, ¿sabe lo que es la feromona? - no espera respuesta, investiga por unos segundos a su escucha por sobre el borde de los anteojos de medio cristal y el silencio incierto que recibe como respuesta le arranca un imperceptible tic que a Salvo se le antoja de desprecio -. Feromona, reténgalo, que alguna vez le puede ser útil.
El hombre se inclina sobre el delgado estante en donde decenas de almácigos de diversas variedades de orquídeas aguardan su atención cotidiana. El interior del invernadero mantiene una humedad pegajosa y el cronista reprime por segunda vez la intención de aflojar el nudo de la corbata. Se siente incómodo y en desventaja ante el individuo que habla sin desviar apenas la atención de sus flores, como si todo lo demás, incluso la charla fuese secundaria.
-Nunca sentí ese término.
-Es el sudor del miedo.
-¿Cómo?.
El hombre toma un rociador de una repisa superior y la agita ante los ojos del visitante.
-Aquí ¿ve?. Lo utilizamos contra las hormigas.
-No entiendo.
-Es bien simple: colocamos en un frasco un puñado de hormigas vivas y a continuación, muy Despaciosamente, inundamos el recipiente con agua caliente hasta llenarlo. Las hormigas se desesperan y van segregando lo que constituye su reacción natural ante la inminencia de la muerte. Esta es la feromona, con ella rociamos todos los senderos y ¿sabe una cosa?.
-No.
-En donde diseminamos ese líquido no aparecen las hormigas. Es una especie de cartel de advertencia, de mensaje al futuro ¡cuidado, que aquí se esparció la muerte!. Interesante ¿no?.
-Gobernador... ¿me está queriendo decir algo?.
-No, solamente le estoy dando una lección que puede servirle en el futuro.
-No cultivo plantas.
-Pero puede tener miedo.

fragmento del capítulo 24de "Ay Masallé")

sábado, 6 de diciembre de 2014

Postal de sábado


Alguien pasa y se detiene para manifestar su fidelidad al protocolo ciudadano que incluye un lugar común sobre el otoño y sus bellezas. El comentario se desliza sin apuros en el interior del café que los fines de semana, por las mañanas, congrega vanidades, rutinas y terapias varias.
El sol es tibio y benigno con los parroquianos al punto que disimula sus crispaciones y realza los contrastes de los ajuares sabatinos tan afectos a los colores pardos en esta temporada.
El gitanito que finge extiende su palma. Derrite con su mirada el comentario receloso, la disculpa o la indiferencia del cronista que baja los hombros, rebusca, avergonzado y afanosamente, una moneda que no encuentra. El gitanito marcha hacia otros combates y le dedica una mueca de desprecio. Los otros gitanitos que aguardan en la esquina de la plaza multiplicarán ese juicio mientras distribuyen lo que deberán entregar al clan y lo que podrán gastar en golosinas.
La llegada del mozo ahuyenta un nuevo comentario ocioso. El mozo se anticipa al pedido y deposita tres pocillos humeantes sobre la mesa que algún día será referenciada por haber cobijado el whisky pensativo de Julio Colombato.
Afortunadamente ya han pasado las campañas electorales y una precaria paz inunda la cafetería que perderá esa condición ni bien se renueve la clientela. Al mediodía llegan los funcionarios a mostrar sus dentaduras en tanto los propietarios de los negocios céntricos se refugiarán en sus aguas minerales y en cada sorbo intentarán diluir, amortiguar o exorcizar la inevitable cantinela, esa queja amarga y sorda que precede a los lunes de vencimientos.
Las ocho campanas de la catedral doblan con puntualidad prusiana provocando la espantada de tordos de los fresnos. Los sones astillan la mañana y la hieren de muerte. Como otras veces, el pensamiento colectivo imagina recolecciones de firmas u otro tipo de ademanes extremos. Una ocurrencia juguetona, acerca de badajos, titila en la mente de Raquel mientras hurga en su bolso buscando el paquete de cigarrillos que ha decidido abandonar.
Desde la carpa donde pernoctaron las angustias, levantada en el cantero de la plaza central que enfrenta a la cafetería, alguien alza la mano y saluda a Raquel que devuelve el gesto.
La puerta se abre y el rumor de la calle aumenta el volumen.
Una muchacha que viene caminando en cámara lenta asoma su lunar y pasea una mirada celeste por el interior confirmando presencias. Se marcha encogiendo los hombros. En uno de ellos reposa una mariposa que alimenta la imaginación lujuriosa del grupo de viajantes que gastan en aperitivos lo que debiera ser su almuerzo. Los viajantes intercambian miradas y se detienen en alguna procacidad que más tarde será reemplazada por mentiras sobre ventas y conquistas. Está dura la calle.
La joven deja tras su paso una estela de colonia que huele con fruición el vendedor de loterías y provoca un recuerdo melancólico en el hombre eterno y taciturno del rincón que bebe con cierta avidez la quinta cuota de su inmolación mañanera.
El Eternauta patea un tarrito. El tarrito tenía una leyenda. La leyenda pregonaba indulgencias y albricias que acaso leyeron los dueños de esos tarritos huérfanos en las veredas que pisa El Eternauta.
Dos potentes altavoces preanuncian el paso de una camioneta con abigarradas y coloridas alusiones al fin de siglo. El semáforo parpadea y enciende la luz roja.
Empleados demorados cierran con premura las cortinas metálicas de los locales y se distribuyen rumbo al centro del día para investigar heladeras. Acuestan las chaquetas en las espaldas y avanzan quitando los lazos de sus corbatas con desesperación. Parecen, los empleados, ahorcados ambulantes.
Los gitanitos deciden abandonar el sitio y lo hacen cantando y gritando, como pájaros.
Por la vereda opuesta pasa el espectro de Moliere llevando de la mano a Pedro. Agitando los brazos Pedro lanza imprecaciones contra sicofantas y tartufos. Cada tanto se detiene para recoger adhesiones que anota cuidadosamente en una libreta de hule marrón.
El hombre que, bebe se envara. Convocado por vaya a saber qué maravilla, alza los ojos y los deja prendidos en el descenso de una hoja que amarillea. La hoja se deja llevar por alguna caprichosa térmica que la eleva para suspenderla en el aire en clara refutación a Newton. La brisa la transporta estremecida y la hace girar realzando sus nervaduras. Un hilván de luz se cuela entre la fronda y la ilumina proyectando su perfil sobre el pavimento; ambas hojas danzan obedeciendo a una coreografía singular. Finalmente un leve soplo la deposita suavemente sobre las baldosas, como una caricia. El hombre que bebe deja la copa espoleado por una repentina inquietud y controla, angustiado, ambos lados de la vereda.
Algunos tordos regresan, desconfiados, a sus fresnos .Dos jubilados deciden abandonar el banco donde cotidianamente dilatan sus sabidurías. Están algo encorvados y sus viseras no dejan ver los ojos. Pliegan sus diarios golpeando con ellos los brazos del otro mientras ratifican que, efectivamente, es lindo el otoño.

(fragmento del capítulo 39 de El Hombre del Potemkin)

viernes, 28 de noviembre de 2014

Postal de viaje




(para Mirta, Chony, Julia, Raquel, Alberto, Horacio ,Guillermo)…

Los viajeros se arrebujan en sus asientos tratando de exorcizar el  desasosiego que genera el temporal que amenaza con desbaratar un final  de camino placentero. Pablo, uno de los conductores, desciende al piso inferior  para verificar las inevitables consecuencias de una piedra artera sobre el vidrio.
 Están  dejando atrás infinidad de imágenes y experiencias por las  honduras de América y ahora pugnan por vencer las hostilidades del exterior para ensimismarse en  sus cavilaciones.
Prevalecen mil interrogantes ante otros tantos misterios. Tan sólo una certeza cobra cuerpo: la conciencia de que nadie saldrá  indemne de esta introducción a los intersticios del Tahuantinsuyo  que, como se ha verificado, también integramos.
Los miembros del pasaje  proceden de historias, geografías, disciplinas e ideologías diferentes y los ocho mil kilómetros que han compartido forjaron  simpatías, adhesiones y rechazos.
Algo, tal vez una observación de Alberto, o acaso una pregunta de Chony, desata en Pablo  una confidencia que marca y estremece.
Cuenta, con voz quebrada, ya vencidas sus inhibiciones, una historia de vida. Un relato más propio del país al que se accede que la patria que queda atrás.
A medida que las palabras se hilvanan  la lluvia arrecia pero ya nadie parece percibirla. No  habrá quien se atreva a   interrumpir el monólogo que,  en tanto crece despliega una lombriz de sal en las mejillas o una articulación, sigilosa, de asombro.
El chofer dice lo último que faltaba  decir y   queda callado. Le responde un coro de silencio. Cobra aliento y agradece con los ojos húmedos un gesto de comprensión o de sustento.
La historia no está cerrada,  quizás aliente otras indagaciones. Ha tenido la virtud de discernir fraternidades  y fomentar introspecciones.
Los habitantes del piso inferior del bus hacen conciente que algo se ha fraguado en ese parlamento. Una circunstancia inefable e inasible que, si  no bastare con los influjos  del viaje, los torna  distintos.
Fue un momento mínimo.  Luego, abrazos, una despedida morosa y pasos resignados  en una localización   que es al mismo tiempo geográfica y doctrinaria. Una  fragua de fraternidad para ese reducido grupo que ha compartido la narración sin saber que con  ella, o desde  ella, han confirmado su pertenencia al grupo de los de abajo.




viernes, 21 de noviembre de 2014

Los Serenito


...
       Los Serenitos son dos muchachos que parecen haber dejado la adolescencia el jueves anterior. Por sobre sus gorras flamean al viento largos cabellos, rubios. Sus ropas holgadas parecen contener en los bolsillos un arsenal de recursos inagotables.
       Asoma por allí un libro con la vida del príncipe Kropopkin y decenas de panfletos con que los Serenitos aspiran, desde que se lanzaron a andar, incendiar la pradera.
       Vienen cada tanto, sin apuros, a polemizar con el hombre que vino del frío o el que cuadre. Y se marchan luego, sin rencores, acaso con alguna satisfacción en las alforjas, amenazando con nuevos temas de debate.
       Los Serenitos arrastran en sus andares por la llanura, trabajosamente, una lechera Charoláis que es su motivo de orgullo. Esa es la razón central por la que todos aguardarán, con recatada ansiedad, la concreción de una rutina constelada de gozos.
       Cada tanto sucede y es una fiesta. Uno de ellos se adelanta hasta que su presencia se hace conspicua para todos los peregrinos. Concibe un pase circense que culmina con una pantomima galana con la gorra. Tras ello ejecuta dos saltos inverosímiles y se aproxima a la lechera para hablarle al oído.
       En tanto el otro Serenito ejecuta una cabriola y abriendo todos los dedos de sus manos los muestra en lo alto. Sin transición comienza a cerrarlos, uno a uno, hasta que construye dos puños.
       A continuación se aproxima a su compañero. Ambos mantienen un diálogo de callada elocuencia con la lechera que sólo es interrumpido cuando ésta mueve su cabeza graciosamente consiguiendo el insistente tañido del cencerro.
       Así vuelve a suceder esta vez.
       De repente se desata, como un relámpago, un jubileo que gratifica los corazones y regodea a las comadres: decenas de niños, portando sus jarros de lata, corren al pie del animal para beber leche fresca y espumosa cuyo sabor es proverbial en la zona.
       Chocan, los jarros y las risas, en una alegría coral y contagiosa que pocos conocen fuera de la Espiga de Oro.
       De estas pequeñas rutinas se alimenta el ideario humilde de la felicidad...

(fragmento del capítulo final deEl Hombre del Potemkin) 

Amelia


Amelia Ramírez de Pumilla



            Amelia Ramírez  llora y las lágrimas construyen diminutos cráteres sobre la reseca tierra de la  tumba de su esposo. El compañero de tantos años al que ha contagiado la tuberculosis. Llora. La ceremonia del adiós es triste y solitaria. Luego, distribuye a sus  tres pequeños hijos antes de que la enfermedad, que estigmatiza y mata, la alcance. Los años treinta encienden el miedo o la vergüenza y el viento  disipa las cenizas en que se convierten sus muebles y demás afectos. Nada queda de ella. Nada debe quedar de ella, salvo  silencio y  olvido, dos surcos del arrabal de las  miserias.  Muy lejos de allí, en este atardecer de la llanura, acaba de nacer el primer tataranieto de esa mujer que supo escribir en Caras y Caretas y fue valiente hasta el final. El niño crecerá conociendo todo lo que de Amelia pudo ser reconstruido con paciencia y empeño, para que se haga grande sabiendo que la memoria vence al fuego.

viernes, 10 de octubre de 2014

Memoria de radio


(Retazos de una charla-reportaje  mantenida  con  Nelson Nicoletti, en abril de 2014, con destino a la carrera de Comunicación)

MEMORIA DE RADIO
... la devoción por la radio nace en Puelches. Para los que no conocen digamos que estamos hablando de La Pampa profunda, donde la densidad poblacional era del 0,01 habitante por kilómetro cuadrado. Mi madre había sido designada  directora de la escuelita y mi padre que trabajaba en Santa Rosa viajaba los fines de semana desde la capital. La Pampa aún  era territorio nacional.  Desandar esas distancias constituía una ventura,  una travesía que los viajeros coronaban felices  por llegar a  ese oasis que todavía se nutría con las prometedoras aguas del Curacó.


         Aquel  día fue una fiesta. El camión  de Ruiz  Pérez, que cada quincena transportaba las  provisiones al poblado desde General Acha, depositó en la escuela una voluminosa caja que fue abierta con ceremonia y expectación  por parte de la media docena de vecinos del lugar. En su interior yacía, reluciente, una Phillips de onda corta y larga. René Tentham, el encargado de la estación meteorológica corrió a buscar una batería de las que cargaba con su molinillo y al poco tiempo todos quedamos extasiados con los primeros balbuceos de la Phillips que,  sin antena, apenas reproducía los ruidos afónicos de una  estática que aun así - para todos nosotros- era la representación misma de la modernidad.

 La década del cincuenta apenas debutaba y la radio nos introducía en ese  universo portentoso y mágico de la comunicación. Ahora que ya estoy con varios almanaques  encima y he dejado atrás al niño de Puelches milito en el campo de la conversación (más que la comunicación)  pero no dejo de valorar la fabulosa trascendencia que para toda mi generación ha tenido esa Phillips de gabinete de madera lustrada a través de la cual accedimos a un mundo maravilloso.

         De esa época provienen mis primeras palabras en ese inglés Tarzán que nunca he llegado a perfeccionar. Pero por muchos años la radio fue  la broadcasting, los locutores speakers , la el reportaje intefview  y los cantantes  crooners. Todo venía a través del éter. Todo, desde las recetas de Gandulfo  hasta esa palabra tan ominosa y funesta  que Delfor, en su revista Dislocada, deslizó un día para iniciar y identificar  una práctica y una ideología. El formidable conductor dijo “gorilas” “deben ser los gorilas, deben ser” y la definición impregnó todas las décadas posteriores. Hasta hoy, como se puede apreciar.

         El nefasto  proceso que se autodenominó Revolución Libertadora  tuvo su costado benéfico en el plano familiar. Mi padre fue asignado al frente de la Agronomía  de Bernasconi y mi madre destinada  a la escuela número 15. Hasta allí nos acompañó la fiel Phillips con apenas algunas rapaduras por el paso de los años. Los hados y las ondas eran propicios en Bernasconi.  La Phillps tenía mayor alcance que en Puelches, de manera que nuestra vida cotidiana fue ordenada en  función de los horarios del Glostora  Tango Club,  el radioteatro Los amores de Josefina  y, por supuesto la Revista Dislocada que era el programa que concitaba la adhesión general.

         Con el paso del tiempo  Delfor se mudó de Radio Argentina a Splendid y el bendito éter no beneficiaba su  buena recepción. Afortunadamente de  pronto surgió en Radio Belgrano una opción tan desconocida como maravillosa para toda la familia: Los Cinco Grandes  del Buen Humor. Zelmar Gueñol, Juan Carlos Cambón,Guillermo Rico, Rafael Carret y Jorge Luz

Era tanta  la atracción que generaban  esos genios que un día  se quemó una de las válvulas de la querida radio y peligraba la emisión del  domingo. De manera que mi padre comenzó una afiebrada pesquisa que lo llevó de apuro a San Martín, un pueblo  distante veinticinco kilómetros desde donde regresó con la ansiada pieza. Ese día fue también una fiesta: por la cara de satisfacción de mi padre, por el programa y por un dato que ahora se me hace muy visible: la radio establecía un código común,  fortalecía  y discernía gustos. Pero, fundamentalmente, nos unía.

         _Quizás tuviera alguna percepción  elemental de esa circunstancia  o acaso sea por pura casualidad. Lo cierto es que entre mis tesoros personales más preciados que he podido conservar y defender  a lo largo de estas  mudanzas figura una pequeña válvula que ya mismo te paso a mostrar. No es aquella que nos devolvió a Jorge Luz , Los Pérez García y  a Odol Pregunta. Pertenece a otro receptor entrañable pero, qué  duda cabe, en cierto sentido es la misma.


La Phillips se quemó por culpa de una vela que olvidé sobre la cubierta una noche que no quiero recordar. Ya teníamos electricidad  en Bernasconi  pero  el fluido se interrumpía a la medianoche de manera que la radio seguía siendo el contacto nocturno con el mundo. Coloqué el candelero para poder sintonizar y eso es todo  lo que diré.


                   Mi padre compró luego una supertaylor que armaba un técnico muy ingenioso de Santa Rosa, el señor Antonio Outerelo. _De puro precavido la encargó con una caja de válvulas de repuesto.


         Para  ese tiempo ya había ingresado a mi hogar un flamante tocadiscos Winco y con él el  sortilegio  de Nat King Cole primero y Enrique Guzmán luego. Estoy consciente que el Winco forma parte de las añoranzas y leyendas de toda mi generación. Diré entonces, solamente, que cuando decidí a unir mi vida a la de mi compañera Raquel ella sumó a la pareja otro Winco. Jóvenes, con mil necesidades, sorprendíamos a los visitantes con esos preciados  bienes que una jornada aciaga el imperdonable Celestino Rodrigo  nos obligó a malvender.

Ya había tenido una experiencia anterior con un reproductor de discos. Era ajeno pero, en cierto sentido, también propio. Se trataba de una ajetreado aparato RCA Víctor (creo qué de ahí proviene “victrola”) que pertenecía al Club Unión Deportiva Bernasconi. En algún momento me confiaron el manejo del RCA y yo me sentí el adolescente más importante de la comarca. Daba manija, cada tanto cambiaba las púas, repasaba cada disco de pasta con una almohadilla de terciopelo rojo. Fui, sin saberlo, un discjockey pionero. Todavía tengo gratas reminiscencias de cuando mis padres salían a bailar y me prodigaban un guiño cómplice para que les pusiera su tango favorito, La cunparsita. Eso si, con las variaciones de Enrique Rodríguez. Raquel, buscadora de tesoros y heredera de estas reminiscencias, adquirió  hace unos años un reproductor Decca con las mismas características de aquel RCA.  Desde ese momento, aun luego de mil andares, siento que todavía sigo en Bernasconi.


En los inicios de los sesenta la familia fue un mes de vacaciones a Buenos Aires, a la casa de una tía que  había entronizado un monumental televisor en la sala de estar. ¡La imagen, qué maravilla! Todavía no lo sabíamos pero  esa caja de madrera y vidrio inauguraba una tendencia que tan detalladamente describiría Sartori medio siglo más tarde. El tío Humberto estaba muy orgulloso con esa adquisición que le había comprometido los salarios de todo el año. El Zenith (si la memoria no traiciona)  tenía un vidrio combado y por delante el tío, con mucho deleite  ante nuestro asombro, colocaba una placa transparente tricolor ideal para ver los paisajes de Bonanza. El efecto resultaba algo incongruente en los planos cortos pero no dejaba de impactar en los añorados sábados del Club del Clan.

         No conservo  recuerdos de la  marca de mi primer televisor. Tengo memoria del primero en la familia, un pequeño Noblex que  esporádicamente dejaba presentir el fantasma de una imagen emitida desde el canal de Bahía Blanca. Hemos pasado horas y horas frente a esa pantalla en blanco y negro tratando de adivinar alguna escena que nunca se produjo. Pero ahora que lo pienso no cuenta  tanto la marca ni el aparato sino sus circunstancias. Por sí mismos, no son nada. Es como el teléfono de Bell. Su formidable  importancia no  radica en el primero, sino en el segundo.

Pero si bien la televisión fue valiosa  no tuvo en nuestras vidas la trascendencia y significación de la radio. Probablemente porque la radio era ingrediente esencial de la imaginación o tal vez por su carácter iniciático en alguna parcela de nuestra existencia. Cómo no advertir su decisiva  importancia en aquellas estremecedoras jornadas del  país tan negadas en el plano interno a la que solo accederíamos   a través de las trabajosas emisiones de Radio Colonia. En aquel tiempo  comencé a respetar  y admirar a una figura señera que creó un magisterio en el arte de la comunicación: Ariel Delgado. Cada vez que las estridencias de la marcha de Souza emergía de los parlantes señales de alerta se desplegaban en  la audiencia familiar. Esos ecos aun resuenan cuando los sones de Barras y Estrellas emergen en los informativos de Crónica.  Creo que García tuvo la astucia  de percibir  para su provecho la garrafal  significación de la cortina  identificatoria  de aquella  radiodifusora  y la manera en que  sus singularidades impactaban en el imaginario nacional.

Digo todo esto para subrayar una especie de moraleja. Estuvo bien, realmente muy bien, que hubiera en Uruguay una alternativa a la afonía de las frecuencias argentinas. Pero está mal, realmente muy mal, si tomamos esto como un dogma y dejamos que nuestra realidad sea contada con ojos ajenos.

         Los albores de otro golpe me encontraron viviendo en Santa Rosa y fue altamente gratificante  reencontrar a un costado feliz de mi niñez  en las añoradas emisiones de radioteatro que con tanta puntualidad  y persistencia Radio Nacional nos regalaba. Las dos carátulas, teatro de la humanidad. Un ciclo irrepetible y lamentablemente  poco emulado.

Esa época produjo un curioso fenómeno. Uno escuchaba Nacional en su intimidad pero al salir a la a calle una voz familiar, muy a tono con los contenidos de LRA 3, seguía nuestros pasos en el exterior. Era la propaladora Argentina de Alfredo Dalmiro  Otálora que durante lustros se encargó de acercar noticias de último momento, indicar turnos de farmacia e imponernos de los aconteceres nacionales y del mundo. A través de Otálora, “Piquito de Oro” supimos de la muerte de Kennedy o los pormenores de la última película de Tyrone Power. Luego vinieron otras propaladoras, claro, pero no tuvieron la misma importancia ciudadana. La de Antonio Goncalvez o la de Guillermo Fernández , que finalmente sucumbieron tras la aparición en el firmamento radiofónico de la emisora comercial LU33.

         Contemporáneamente se habilitó  el canal estatal de televisión, LU89  Canal 3 y su puesta en marcha operó como precursora de una década en la que explotan en el firmamento de los medios locales y regionales infinidad e pequeños emprendimientos den frecuencia modulada y señales de televisión que aun hoy se conservan. Viven y sobreviven , del brazo y a los codazos ,disputando grillas, , actuando como repetidoras, repitiendo fórmulas, invadiendo frecuencias,, inaugurando conceptos… un abanico inmenso de alternativas que al tiempo que democratizó el procedimiento fragmentó  la audiencia y fraccionó fervores.
        
Así, los que por años clavábamos el dial en Splendid, El Mundo, Belgrano, Excelsior…nos encontramos ahora haciendo zapeo  radial buscando  febrilmente las mejores  opciones en una oferta francamente abrumadora  cuyos contenidos –y objetivos- quizás se relativicen por tamaño volumen.

Por cierto eso no sucedía cuando los dos, vos y yo, emprendimos aquel ciclo radial por LU37 de General Pico. Esos días enriquecieron mi vida y le dieron sentido. .Fue en los albores de la democracia y el Curacó era una herida reseca e insolente atravesando el Puelches de ayer. Hicimos “La Pampa, sus ríos y su gente” con un fervor y energía que ahora añoro . Denunciamos la sed  de los abajeños, y apelamos a la dignidad de un país para  que se ofenda ante el despojo. Me siento honrado de haber compartido contigo esa cruzada y, a la distancia  , cualquiera fuere lo que acontezca con nosotros, estoy más que seguro que ese programa, hecho con dos pesos con cincuenta, una cassette pregrabada  mil veces y una frazada improvisando una sala de grabación, nos absuelve  en el  juicio de la historia.


Por un lado la radio. Por otro, el cine. Nunca mensuré cabalmente la gravitación que este medio tendría en mi vida. Un día luminoso, en todo el sentido de la palabra, don Samuel Nandory  puso en marcha en Bernasconi el Cine Bar Duchac.  La inauguración tuvo impacto zonal y  todavía reverberan en las memorias de los pobladores del lugar los pormenores de aquel acontecimiento. Nandory sólo tenía  un proyector, de manera que las películas se emitían  por actos. Entre rollo y rollo Samuel servía sándwiches de jamón con manteca amarilla  a los parroquianos  de las mesitas del salón  que aprovechaban las pausas para beber litros de cerveza  y comentar los pormenores del film. El operador a menudo equivocaba el orden de los rollos circunstancia que provocaba el estupor del público a la par que suscitaba  funciones surrealistas. Lo cierto es que en esa sala fui conmovido por películas señeras, entre ellas Pasaron las Grullas o El acorazado Potemkin, que signarían buena parte de mi destino.



         Todo comenzó con un proyector  Cinegraff que coronó  uno de mis cumpleaños más sentidos  y siguió con otro de 16 milímetros marca Hollywood que se hundió en los vericuetos de un malhadado préstamo del cual sigo arrepentido. Ahí se definió uno de mis oficios, el de guionista que me condujo, por esas cuestiones  del destino, a participar de la Primera Semana del Cine Nacional, que desde hace más de  dos décadas se despliega en todas las salas de la Provincia. El azar quiso que coincidiere en una mesa con Jorge Luz. A poco de iniciar el diálogo puso énfasis en destacar que se sentía muy contento de visitar estos  pagos por primera vez. Con algún pudor, no exento de emoción, asumí mi calidad de anfitrión para comentarle algunas peculiaridades lugareñas. El aceptó la información con amabilidad  y quedó callado. También hice lo mismo  para no turbar sus pensamientos  y ahora –con el paso de los años- me siento arrepentido por ese silencio. Debí decirle, con el corazón pletórico de agradecimiento que se equivocó al decir que era su primera vez en estas inmensidades , Ya estaba con nosotros –como uno más en la mesa- desde aquellas inolvidables jornadas de Puelches yBernasconi…

viernes, 12 de septiembre de 2014

El Negro Castillo

foto Eduardo Pérez

Un  cronista escribió unas  líneas que nadie leyó y Bustriazo le dedicó un neotango policial y mistongo. Tras la salida de la escuela los niños apresuran sus meriendas para correr hacia la esquina de la Roque Sáenz Peña. Es allí donde el Negro Castillo les dirá como en secreto sobre aquella vez  que peleó con un oso en un ignoto circo de la ciudad que todavía no era pero quería ser. Cuenta la historia una y otra vez estimulado por un festival de  ojos de asombro y cejas arqueadas. Una y otra vez y cada narración será  distinta y mejor y nadie parecerá  advertir las diferencias. Los osos son dos, tres,...  cientos. Feos, peludos y  con colmillos grandes como postes. Caen y se levantan como por arte de magia mientras la figura pesada y negra de Castillo se  agiganta aún más envuelta por un electrizado halo de niebla, admiración y misterio. Castillo gladiador, Castillo capitán de mil tormentas, Castillo protector de niños buenos. De esta madera, aseguran, se construyen las leyendas.

(del libro Viejos, tras un retazo del olvido)

domingo, 7 de septiembre de 2014

La muerte obscena



En la penumbra amarilla de una casa de inquilinatos la mujer  tapa las hendijas. Lo hace lenta y cuidadosamente, como si fuera dueña de todo el tiempo del mundo. Luego, raspa sus manos contra las mejillas y cuenta sus arrugas. Una a una, hasta llegar a la  final.
            En el país de los olvidos el rey es el silencio.
            La reina es una noche sin estrellas que bebe sombras en el altar de los sedientos. Danza. Con gesto pródigo regala un niño a un umbral desnudo y lo bendice con dos gotitas de cólera. Ejecuta una coreografía voluptuosa y final. Gira y gira hasta dominar al viento. Vuela. Vomita tormentas en las rondas de los ancianos.
Ellos están allí, dando vueltas y vueltas, como madres, en la plaza de los miércoles.
Rondas... vueltas y más vueltas.
Círculos, hasta llegar al séptimo.
Piden pan con ademán de niños. Piden pan mientras  un altavoz anuncia que los últimos quedarán.
     Lejos, en la desmesura del monte bajo que queda poco más allá de Carro Quemado el anciano busca un claro alfombrado de pasto punta. Inclina su cabeza contra la corteza rugosa de un caldén y se deja caer hasta quedar sentado. Cierra los ojos y aparecen las imágenes sepias de toda su vida, cuadro por cuadro, vuelta por vuelta. Cuando concluye con la ceremonia del recuerdo alza la vista y se detiene en el vuelo de las águilas que parten hacia la luz. Musita una oración de despedida... De nadie, porque en las últimas vueltas se ha quedado solo. La soledad, ya se sabe, es una compañera colmada de tristezas.

     Una fina y extraña llovizna comienza a caer y las gotas, escasas como lágrimas de viejo, forman lagunitas en el cuenco de sus manos que han quedado hacia arriba, como reclamando al cielo.
(del libro Viejos, tras un retazo del olvido)

viernes, 15 de agosto de 2014

La última tira



Camila Mendy nos regala  un momento   de  la proyección del jueves  14 de agosto  de 2014 y  al hacerlo incorpora para la memoria histórica  el registro del inexorable  fin del formato 35mm. Dentro de algunos años, no muchos, cuando las salas de cine sean circulares y los espectadores asistan atraídos por complejos hologramas,  este  video será objeto de culto por cinéfilos, docentes, alumnos, enamorados de un capítulo de la cinematografía que llega a su fin.
Nadie dijo viva el rey ni preguntó por quién dobla  las campanas. Hubo, se hizo evidente, cierta compunción en la despedida de un sistema y la consagración de otro.
Walter Geringer, preservador de tesoros, obsequió a los presentes un trocito  de celuloide a modo de recuerdo que los visitantes recibieron y guardaron con circunspección. Fue un gesto y un momento de alto contenido emotivo cuyos alcances no pudieron  ser sofocados por el bullicio y convites del inicio de una nueva semana del cine francés.
Catherine Deneuve no lo supo -abstraída por la consideración de una mentira,  que en una sala de las pampas chatas su serena belleza  iba a acompañar, con una nota grave, a este miserere por el fin de un ciclo al que ella tanto contribuyó.
La tirita que Walter depositó en manos de Raquel presenta a James Gardner formulando  un parlamento  por la libertad. Podría habernos tocado  Marilyn, o Marlene. Pero, en fin…
De repente Walter fue Sam Spade prometiendo investigar  a qué film corresponde la escena.
¿Tal vez “ la mentira”? El bueno de James nunca volvió a repetir una línea  semejante ni como compañero de Marlon Brando, enfundado en  Maverick o hundiendo  el acelerador sensurround en el circuito de Grand Prix. Acaso Griessa invocara la eventualidad de un desacato.
Acompañando la escena Jorge Ponce no ocultó su emoción. Desmintiendo su juventud Jorge se inició como operador regulando las pinzas de los  carbones para que las acciones no languidecieran. De manera que esta  última proyección marcó para él el fin de una etapa, la extinción de una disciplina y la condena a sala de trastos a esos recintos sagrados y mágicos que fueron las cabinas de proyección.
Acaso una lágrima, de emoción o nostalgia, se haya abierto paso a medida que engrosaba el carrete inferior y mientras Catherine intentaba arreglar el desorden de su jardín, tal vez de su vida.
Nos fuimos del Amadeus con un sentimiento indescifrable hundido en las costillas. Se apagaron las luces de la entrada y nos alejamos con morosidad.
A los pocos metros  unos pasos acelerados interrumpieron nuestras cavilaciones. El sujeto, sombrero Stetson, enfundado en una gabardina gris, vociferó  con un  brillo obstinado en sus ojos:
-Eh tu, devuélveme mis fotogramas.
     -Jamás los tendrás, Walter los guardó, bien guardados,  en el interior del Halcón Maltés.
La sirena de un patrullero alteró el silencio profundo.
El hombre bajó los hombros y el haz de luz se apagó en su mirada .Dio la vuelta, llegó a la esquina de Gil yAlsina y se sumergió  en la bruma de los terrenos del  ferrocarril.


domingo, 10 de agosto de 2014

¡ Diez mil !


DIEZ MIL. El inapelable contador del servicio de Blogspot  ha indicado que el domingo 10 de agosto de 2014 esta página ha alcanzado las 10.000 lecturas. A poco más de un año de iniciada en forma sistemática , nos sentimos muy gratificados por esta inmensa muestra de interés y afecto de los lectores.
Una cifra acaso inusual para una página  de autor, literaria y  del sur. 
Muchas gracias por la perseverancia. Retribuiremos  con el compromiso de mejorar y ampliar al máximo de nuestras capacidades.
JCP


sábado, 9 de agosto de 2014

La visita


A María Targaglia

La conocí una tarde de verano y fue casi un descubrimiento. ¡Buñuelos en diciembre! ¡Y tantos! Lucía había heredado muchos de sus atributos: generosa, alegre, desenfadada.. hermosa, muy hermosa.
- ¿Así que vos sos el amigo de Lucía? Bueno, no te quedés ahí. Servite, estás en tu casa.
Y me lo tomé en serio.

****
Después vinieron mis pantalones largos, las invariables visitas a la hora del mate cocido, los consejos después de la primera borrachera y hasta algún celo de Lucía.
- Pero… ¿vos venís por mi o por mi vieja?

****
Cuando decidimos que iba a ser abogacía y no medicina como querían mis padres, fue a ella a la primera que se lo dijimos. Nos miró a los ojos, dejó la plancha parada sobre la mesa y esbozó esa sonrisa que consumaba su belleza.
- Bueno, bueno; eso sí que está bueno: dos futuras aves negras. Acuérdense de los pobres, che, que somos los que los vamos a bancar.
Y nos abrazó llorando.

****
Santa Rosa estaba cada vez más linda. Lucía se recostaba contra una de las paredes de la casilla de Obras Sanitarias, nuestro castillo de la infancia, y miraba a lo lejos la hilera de frondosos eucaliptos que constituían la frontera entre el centro y la villa.
- Ojalá que nunca, que nunca la cambien.
- ¿Y por qué te quejás cuando se te mete la arena en los zapatos?
- Eso es otra cosa, pavotón. Decime si esta avenida no es más linda que las calles de La Plata.
- Bah, en el fondo esos una romántica incurable. Mucha militancia, mucha militancia, pero a la hora de los bifes..
- Salí, leguleyo hipócrita. Miren quién  habla; el futuro doctor que en el ropero de la pensión guarda las payanas y la navajita que le regalaron cuando salió de sexto. ¡Andá!

****
Pero todo cambió. La vida se enfrentó a las tormentosas insolencias de la muerte. Alguna vez, en algún lado, alguien decidió la esterilidad de la esperanza y los propósitos. Todo cambió. Ella, como era previsible, lo supo anticipadamente: existen signos extraños e intrincados cuya lectura resulta dificultosa para muchos…., pero no para ella, acostumbrada a descifrar la realidad desde el pequeño universo de su  morada. Aquella tarde, hurtada a los acontecimientos y a los compromisos, fue breve y comprensiva.
- Vuelvan… por favor, tengan cuidado.
Y me miró severamente.
- Cuidala, es lo único que te pido.
****
Ahora, cuando algunos nubarrones comienzan a disiparse y se vislumbra cierta claridad, ya no es bella. Sus ojos han velado hace mucho los ´`ultimos vestigios de aquellos expresivos brillos y sus arrugas contabilizan todo el peso del tiempo y de los años. Está ajada y encorvada y mira a lo lejos sin ver. Tampoco su voz es la misma. Cuesta reconocerla; de esos labios de los que han brotado carcajadas estruendosas, gruesas puteadas y frases generosas, emerge un sonido bajo, entrecortado y distante.
- ¿a qué viniste?
Me estremezco. La decisión tambalea ante esa abrupta comprensión de mi vulnerabilidad. Todo lo que había ensayado durante tantas semanas se me queda en la garganta. Ella se inclina hacia atrás e interrumpe el ademán, conciliatorio, de tocar su brazo con mi mano. Claudico, bajo los ojos y enfilo hacia la pequeña verja de entrada, mientras miles de visiones se me agolpan. Los buñuelos, aquel nudo de corbata para el baile de fin de año, los consejos…
La calle está vacía, sorprendente. Tampoco se hacen presentes todos aquellos sonidos que eran tan reveladores y que tantas veces añoré. El crujido de las hojas de otoño monopoliza mis sentidos y quizás por eso el susurro suena más apagado. ¿Realmente lo sentí o fue sólo mi imaginación? Me doy vuelta lentamente.
-¿Si?
- No te vayas, entrá, que aquí hace frío.

domingo, 3 de agosto de 2014

SABADO Y MILONGA EN EL CLUB ARGENTINO


ESCENA: todas las luces están apagadas. Se escucha el arrastrar de un objeto me-tálico e inmediatamente se enciende un spot que localiza una mesa de metal con dos o cua-tro sillas. La luz se apaga. Esta acción se repite hasta que se descubra la sexta mesa. Un seguidor recorrerá lentamente el espacio que media entre ésta y la mesa ubicada en el cen-tro. A su lado se encuentra una mujer que pasa un trapo sobre la superficie. Se la siente hablar pero en forma ininteligible. Sigue con su tarea mientras las luces de sala se ponen a giorno  para mostrar un decorado mínimo representativo del interior de una sala de baile sencilla y casi precaria. Un largo mostrador en un lateral, carteles de propaganda de cerveza sobre paredes encaladas, guirnaldas, algún revoque caído poniendo al descubierto hile-ras de ladrillos  y quizás una columna de hierro semejando la apoyatura de un tinglado. La mujer delata su edad en las manos y en la curva de su espalda. Está vestida con ropas de Casa  Arteta: camisa, pollera y zapatos sin tacones  o zapatillas. Su pelo, prolijamente peinado, la cara sin tiene afeites. Si uno la viera diría "qué linda habrá sido cuando joven". Si-gue repasando las sillas y se sienta en una de ellas mientras continúa su diálogo con un interlocutor imaginario o el público; también fluctuando entre ambos. El volumen de su voz se eleva hasta hacerse audible:


-A ver si nos entendemos: ella estaba  sentada en la silla de chapa esperando la cer-veza con naranjina que su amiga había pedido al mozo. A mí nadie me lo contó. Aclaro esto debido a que algunos dicen que se encontraba en los baños  arreglando el escote. Parece que una lola arisca se le escapaba y ya los muchachos de la entrada se habían demorado más de lo previsto en cortar los talonarios. No, eso fue al principio y lo que yo digo ocurrió más tarde.
Lo cierto es que el Juan no  la encontró cuando comenzó a pizpear el panorama. Eso lo desconcertó primero y lo enojó después porque la María..., bueno, todos saben, es una de las más codiciadas a la hora de los lentos y si uno no primerea después se queda con una calentura de órdago.
Lo que pasó es que la silla estaba fría y ella, para no arrugarse la falda, se había sentado apoyando el culo sobre el metal. Pegó un alarido y cuando se dio cuenta que los de al lado comenzaban a chusmear se agachó como para buscar algo y de paso cubrir el traste con la pollera. Fue en ese momento en que el Juan pegó la relojeada y miró a la amiga como preguntando y la amiga que le hace un gesto de “está bajo la mesa” y el muy sonso que entiende que con esa mueca la mina había querido decir “qué se yo”. En fin, la cosa es que la primera tanda de los boleros se perdió. Cuando María  terminó de arreglarse la amiga le dijo que el Juan andaba haciendo señas  como para el envido; entonces lo buscó con la mirada pero él ya estaba en la otra punta puteando bajito cerca de la cantina. La pobre  solo se encontró con los ojos de ese pibe de la otra vez que andaba recaliente y no se animaba a encararla y ella desvió la vista porque a esa altura  no estaba para andar engrupiendo a nadie. Ni entusiasmar a nadie, ni empezar algo nuevo cuando en realidad todavía el asunto con el Juan recién estaba madurando. ¿Me siguen?.
El Juan no era  mal tipo. Tal vez un poco zafado, pero ya se sabe: aquí en la villa te avivás o te avivan. Aquí en la villa, te digo, el más lenteja  fabrica un reloj. Era un tipo... di-gamos, especial. Cuando agarraba confianza parecía un poeta. Se transformaba. ¿Cómo: que  cómo va a ser poeta siendo albañil?. Pareciera que vos vivís en un frasquito. En el país del vale cuatro vos te asustás que los poetas sean albañiles. ¡Vamos!. Tampoco era  feo lo que se dice feo. Bueno... , no daba como para Gardel pero tampoco para  Narciso Ibañez Menta. Más bien una especie de Pascualito Pérez después del catarro y diez centímetros menos. ¿Lo tenés?
¿Te dije que es albañil?. Algunos lo cargan diciendo que vive en las nubes pero, les aseguro, no es ningún paspado. ¡No... qué va a ser... !. Con decirte que cuando la conoció a la María le hizo un verso tan lindo que la convenció enseguida y esa misma noche se le fue a los bifes. Pero rebotó, porque la María no era ninguna floja de cincha y, además, andaba con eso... ¿vos me entendés?.
Bueno, me distraje. El Juan conoce a una chica y no le dice, como hacen esos plo-mazos del barrio: estudiás, trabajás... No, qué va a decir esas gansadas.  Él la miraba a los ojos fijamente y le comentaba  ¿sabés que de chico me cayó un rayo y desde ese día puedo ver a través de las paredes?  ¿No me creés? Si hasta puedo leer tus pensamientos. ¿Querés que te diga lo que estás pensando? ¿No?. Entonces hagamos al revés porque con mis poderes  se puede hacer al revés. Vamos a hacer una prueba:  ¿a ver si adivinás qué estoy pensando? .Y podés creer que  el muy maldito se quedaba mirando a la chica muy serio hasta que ella enrojecía de vergüenza. Desde ese punto improvisaba, pero pisando terreno firme. ¡Genio!. 
El Juan pensaba  cuando se ganó a la María que podía zafar cuando quisiera. Pero la pifió. Quedó tan metejoneado, tan metido que hasta se volvió cargoso. La esperaba a la salida del laburo, la celaba, bueno, le hacía todas esas cosas que hacen los hombres cuan-do se vuelven estúpidos. ¿Me entendés?. Por eso la bronca de aquel sábado cuando no la encontró de entrada. Y el muy salame no tuvo mejor idea que sacar a bailar ala chirusita esa de pelo amarillo, aquella... la engrupida que la va de..., bueno; para qué me voy a dar manija.
La María no se avivó de entrada. Seguía relojeando la pista que cada vez estaba más llena y de pronto ¡lo ve!. Lo descubre apretujado en el medio con la teñida y se pone  pálida; siente que la bronca le brota desde adentro y le suelta los breteles. Comienza a imaginar revanchas y no se le ocurre mejor cosa que... ¿A ver si adivinás?. ¡Acertaste!: mira a los cabeceadores recostados contra la pared de la cantina y encuentra los ojos del pibe y le dice que sí con la cabeza. Vieras la cara del chico. Se puso colorado y miró para atrás, luego a sus costados sin convencerse que la María lo había elegido a él.
Así empezó aquella noche fantástica. 

Pensar que el sábado anterior los dos estaban tan amartelados que daban asco. Él inclinaba su cabeza y le susurraba cosas y ella reía y le contestaba. ¡Era  lindo verlos tan felices!.
-La piecita del fondo -decía él-.
-La plazoleta de los caldenes -susurraba ella-.
La obra en construcción de la calle Castelli -retrucaba  el Juan-.
- El Parque Infantil -agregaba la María.

La gente los veía reír y dar vueltas y decirse esas boludeces y no entendía nada. Pero ellos no se daban cuenta. O si se daban  no les importaba un pito.
-La siesta en la tapera de la villa.
-Los galpones del ferrocarril los días domingos.
-¡El zaguán de la otra cuadra!.
-Aquel Kaiser Carabela.
-La plazoleta de la cortadita azul.

La gente, te digo, no entendía nada. Es que sólo ellos podían saber que el amor está lleno de lugares comunes.
 


La verdad es que nada presagiaba que se iba a armar la rosca por ese malentendido. Recuerdo que el sábado anterior el Juan la estaba invitando ¡vamos a estrenar el amanecer! y ella poniendo cara de perro que ha tirado la olla contestaba ¿cómo, todavía quedan? Y ambos soltaban una carcajada tan estruendosa que todos se daban cuenta que esos dos tenían ese qué se yo, viste, como dice el Polaco.
El Juan no lo pensó, estoy seguro. Si se hubiera tomado un minuto para pensar ella lo hubiera junado al levantarse de la silla  y listo el pollo. Pero el muy atorado se dejó llevar por la calentura y sacó a revolear a la flaca esa de pelo como manteca y se pudrió todo.
¡Pobre!.... ¿Qué por qué digo pobre?. Vea: parece que ese había sido un mal día. Era fin de semana y debían pagar la quincena. Entonces  el capataz viene  revoleando la gorra con la excusa de que la empresa no había podido hacer el depósito. Los obreros, más vale,  se chivan y el otro que no tiene mejor idea que recomendarles que se queden en el molde, que en estos tiempos no hay que jugar con la fuente de trabajo, que piensen en los hijos. Como si fuera poco  trató de disculpar  todas esas cosas que hacen las empresas cuando te quieren jinetear tu guita unos días más. El Juan comentaría más tarde que no iba a reaccio-nar porque al fin y al cabo él era soltero y se podía bancar unos días. Pero en algún momen-to el capataz les dijo hay que tener paciencia compañeros y fue entonces que el Juan se saca poniendo la nariz frente a los ojos del tipo y le pregunta con voz ronca masticando las palabras: ¿Compañeros, dijiste compañeros, atorrante? Entonces vinieron las puteadas, y atrás de las puteadas las piñas y luego de las piñas el despido. A-l-p-i-s-te. ¡Cómo son las cosas!; el Juan podrá ser muy poeta pero también es un gran calentón y a los que se calien-tan, ya se sabe...
La cosa es que con este estado de ánimo ni tendría que haber ido a la milonga. ¿Pa-ra qué complicarle la vida a la María que ya tenía lo suyo?. El debiera... bueno, se me ocurre a mí, debiera haber ido a estrenar su flamante desempleo al bar del turco Julián, o jugarse un picadito en la canchita del fútbol cinco, o qué se yo que carajos pero menos venir a jo-derle la noche a la pobre mina que también había tenido un día fulero. ¡Justo a la María cuyo único momento de respiro es la noche del sábado!.Cuánta razón tenía mi abuelo sobre es-tas cosas. ¿Te conté de mi abuelo?. El siempre repetía un viejo refrán, uno que decía que la suma de dos cagadas no hacen un acierto. ¡Cuanta razón la del abuelo!.
Bueno, pero las cosas fueron así y ya no hay quién las cambie. De manera que la María lo ve apretando en la pista con la amarilla esa  y sale con el pibe que no sabía si arri-marse a la mesa o disparar porque, ya se sabe como son los hombres: mucho ojito, mucho ojito pero a la hora de los bifes arrugan. ¡No miento! Lo dicen las estadísticas!. La Para Ti te la canta justa.
Y ya que lo digo. Si vamos a ser justos digamos que  también la María tuvo su día. Ella trabajaba de sirvienta en lo de los Zubiría, los engrupidos aquellos de la cometa al con-cejal del PIREPO que vaya a saber cómo habrán zafado de aquel balurdo. La cuestión es que la María lavaba la ropa, limpiaba la casa, atendía a los chicos -que más insoportables no podían ser-, aceptaba sin chistar todas las ocurrencias de la “señora” que se la pasaba dando órdenes sin mover un alfiler... ¿Te cuento una chusmería?: parece que el marido se fue un día en viaje de negocios a Buenos Aires y en el hotel le ofrecieron un álbum con fo-tos de chicas para el levante. La “señora” era una de esas chicas pero él se calentó tanto que se la trajo y aquí la tenemos bien almidonada y compuesta. Bueno ¿qué iba diciendo?. ¡Ah, sí!. Que la guacha no hacía un joraca salvo mirarse en el espejito. Era de mala entraña y lo demostró aquella mañana del sábado: la mina había ido a la peluquería y los chicos estaban en la colonia. En un descuido el señor agarró por atrás a la María que estaba aga-chada repasando las puertas del modular. ¡Te imaginás la sorpresa!. La María  se defendió y comenzó a gritar pero él ya le había metido los dedos ya sabés dónde y comenzaba a des-abrocharse el cinturón... Entonces...  ¿a que no sabés qué pasó? ¿Te picó, eh?. No va y llega la señora y los descubre a los dos enroscados en el suelo. Más vale que  comienza a las puteadas. Entonces el hombre se levanta, arregla la bragueta y se disculpa diciendo me provocó, qué querés, uno no es de madera... ¡Claro, contesta ella, fulminando a María, sí siempre andás con ese escote  como para el manoteo!. ¿Te das cuenta? La basura disculpó al esposo acusando a la María. Es como..., como si existiera algún pretexto... Perdón ¿dije pretexto?. Quise decir como si existiera algún precepto que estableciera que a las mujeres se les puede meter mano solamente porque enseñan una gamba o son sirvientas Pero... ¿En qué país vivimos? 
Eso habrá sido, digamos, alrededor del mediodía. Pero era la hora del baile y María seguía con la mufa. Ella  sólo esperaba encontrarse con el Juan para alegrarse un poco, madrecita, que bien se lo tenía merecido.
Dicen que la amiga de la María la vio poner el chicle que mascaba debajo de la mesa cuando el pibe se acercó para llevarla a la pista y tuvo un mal presentimiento. Pero luego se olvidó porque también a ella la sacaron y no volvió a recordar el episodio hasta mucho des-pués. 
El pibe enlazó a María por la cintura y la condujo hasta un claro entre las parejas con tan mala suerte que en ese lugar justo estaba el Juan haciendo firuletes. En verdad, una coincidencia desgraciada. Yo creo que  esa fue una de las cosas que contribuyeron para que aquella noche fuera inolvidable... ¿Inolvidable, dije?. Bueno, sí, en el sentido de que no se podrá olvidar. Para María ese momento, el instante en que cruzó la mirada con el Juan, se le antojó eterno. Pero fue un segundo, nada más. Lo que pasa es que a veces una cosa dura un suspiro y nos parece una vida. Mi abuelo, que siempre anda pensando en estas cosas raras dice que el tiempo es una opción del pensamiento. Yo creo que lo que mi abue-lo quiere decir es, bueno, eso: que adentro nuestro hay un duende que atrasa o adelanta la cuerda de puro jodón, nomás.
El Juan quedó sorprendido por el encuentro y lo único que atinó es a abrir la boca como papando moscas. Luego se le cruzaron mil imágenes, todas negras  y le vino a la mente una charla que había tenido con un amigo algunos días antes, cuando comentaba los distintos gustos de ambos.
-Lo de ustedes no va andar Juan, haceme caso. Son como el agua y el aceite, le dijo y el Juan  se quedó en silencio mirándolo en el medio del entrecejo hasta que el amigo co-menzó a inquietarse.
- El viento y las cuerdas, dijo marcando las palabras.
-. Qué, preguntó el otro rascándose la nuca. 
-El fuelle de Cambareri y la guitarra de Orestes Braile, ¿los  ves?, insistió paciente el Juan.
- ¡Por supuesto! -replicó  el otro algo amoscado-. Pero eso qué tiene que ver. 
El Juan lo miró de nuevo y le palmeó el hombro:
-Vos no entendés nada -explicó-: ¿hay algo más diferente que el bandoneón y la guitarra?. No ¿verdad? Y, sin embargo, los dos tienen algo en común. Tocan la misma mú-sica. Eso somos la María y yo. Música.
Y se fue chiflando bajito.
Gran tipo el Juan, lástima su genio tan podrido... Perdoná, me fui por las ramas ¿no?. Resulta que el Juan la juna con el pibe y toda la sangre se le viene a la cabeza. No tuvo mejor idea que empujarlos con el cuerpo y cuando el pobre muchacho se dio vuelta para quejarse no va y  le pega una piña en la mitad de la cara. Cómo habrá sido que la gente se detuvo alarmada. O complacida, ¡vaya a saber! Porque la gente por ahí convierte a cual-quier porquería en un espectáculo.  ¡Si  hasta la orquesta dejó de tocar!. Mientras tanto, la María se volvía colorada de furia y gritaba ¡qué hiciste, boludo, mirá lo que hiciste, cabrón!. Sos un desgraciado!. El Juan comprendió enseguida que se había mandado una gran ma-cana y agarró al pibe por los sobacos para levantarlo. Pero el Pibe se zafó del brazo medio tambaleando y con un pañuelo en la nariz y se fue sin decir una palabra mientras el Juan mirando a la María, a la gente y a las espaldas del pibe que se alejaba decía perdoname, pibe, no sé qué me pasó. Perdoname pibe. Pero ya nadie lo escuchaba porque la orquesta reanudaba el repertorio; las parejas se rearmaban y la María se había ido a llorar al baño acompañada por su amiga. De manera que el Juan solo en el medio de la pista, avergonza-do y confundido, repetía perdoname pibe, perdoname. Al cuete porque ya nadie le daba bolilla pensando que estaba en pedo. Cuando se dio cuenta de su soledad se sintió ridículo. Buscó a la rubia pero se había tomado el piro. Entonces se fue caminando despacito hasta la barra para hacer lo que nunca antes había hecho:  pidió tres medidas de ginebra y se las tomó de un trago. ¿Te das cuenta que los hombres son todos iguales? Primero se mandan las cagadas y después  quieren olvidarse de ellas.
Cualquiera que hubiera estado esa noche diría aquí se pudrió todo. Pero no. La mi-longa se puso más linda todavía porque ese sábado venía alucinado. Estaba anunciada la actuación de la Calandria del Tango  con el piano del maestro Fernández Mendía. Cuando ella subió al escenario y comenzó a cantar todo el mundo se olvidó de las piñas, de la María y del Juan. Menos el Juan y la María, claro, que se miraban con rencor desde una punta a otra entre las cabezas de los bailarines.
La garganta  de la Calandria era especial. Ronca y dulce, como la voz de los viejos. Entonces comenzó a cantar Naranjo en Flor y las parejas se pararon para escucharla mien-tras los muchachos aprovechaban para pasarle el brazo un poco más abajo de la cintura a las chicas. Cuando la Calandria dijo  era más blanda que el agua, que el agua blanda, los ojos de María comenzaron nuevamente  a lagrimear. No te podés imaginar cuando llegó a la parte esa que dice que primero hay que saber sufrir... En ese instante se largó a llorar des-consoladamente. Lloraba con todas las ganas y en esas lágrimas nadaban sus sentimien-tos: las insolencias de los chicos, esos piojosos maleducados,  los basureos de la señora, las apretadas del señor y ese infeliz del Juan que viene a arruinar la noche del sábado. La única noche en que la felicidad asoma la nariz en toda la semana. 
...Perfume de naranjo en flor iba diciendo la Calandria y de pronto algo toca el hombro de la María y ella levanta la vista envuelta en lágrimas y se encuentra con un pañuelo. ¿A qué no adivinás quién?...
¡Sonaste!. Era el Juan que en el pañuelo traía envuelta una ramita de retama. ¿Te había dicho que todo esto fue en setiembre, cuando florecen las retamas?...Bueno, la cosa es que le entrega el pañuelo arropando las florcitas  y con los labios le dice perdón. Fue una palabra sin voz, solo labios, un perdón silencioso y único. Un pedido de socorro y una expresión de arrepentimiento. Un perdón, como se debe, con todas las letras. Con toda la fuerza.
María sostuvo la vista hasta que su mirada penetró los ojos de él y movió los labios de la misma manera para decirle mirá boludo lo que me has hecho. Pero él no alcanzó a leer los labios porque estaba muy ocupado extendiendo la mano para que la María se levantase y se dejara llevar hasta la pista mansamente, confundida y contenta al mismo tiempo.
La Calandria cantaba promesas vagas de un amor en el instante en que la María se dejaba llevar empujada suavemente por la palma del Juan. El olor a retama iba aromando el camino hasta el centro del salón.

Ella sintió la mano que se deslizaba suavemente por el circuito de su cintura hasta que se posó, firme y delicada, en la breve hondonada que produce la columna.
Él constató que el pañuelo estuviera apenas insinuado en el terco bolsillo de la pe-chera de su saco; la corbata, bien, derechita y sin que apenas se notaran los alfileres que -astuto- había colocado para que la muy indómita no se escabullera hacia el costado.
Ella se sorprendió con el vago temblor que recorría su cuerpo. Se estremeció com-placida porque sus reflejos funcionaran luego de tantas pálidas. ¡Maravilla!.
Él entrelazó con decisión los dedos de su mano izquierda con los de ella y lenta-mente, en el curso de un rápido forcejeo, inclinó ambos brazos de manera que el apretón descansara sobre su pecho.
Ella sonrió por primera vez en el día  y entrecerró los ojos pensando que cuando las demás parejas colmaran la pista sería la oportunidad para reflejarse en el vidrio del ventanal y verificar los estragos que en su cara había dejado tanto llanto.
Él extendió los dedos de su mano derecha en el refugio de la espalda y sus yemas rozaron despiadadamente la fina tela. Inmediatamente lamentó no haber podido suavizar las rugosidades del cemento y de la cal (¡cómo olvidarse de los milagrosos efectos del limón con azúcar y aceite!). Recurrió a una variante más delicada que no rompiera el sortilegio del atrevido peregrinaje por la sedosa geografía. Despaciosamente, plegó los dedos y los re-emplazó por los nudillos. 
Ella advirtió algún cambio y arqueó la espalda para facilitar la inspección. En sus muslos, notó con disgusto, las  ligas perdían lentamente su firmeza  y las medias comenza-ban a arrugarse. Se tranquilizó en la conclusión de que nadie notaría el desaliño.
Él se sumergió en la melodía que ganaba sus sentidos y se felicitó por haber cro-nometrado bien los tiempos y ubicar a la elegida justo en el momento de los fuelles. Perfu-me de naranjo en flor, promesas vagas de un amor...
Ella cerró definitivamente los ojos y se dejó llevar arrullada por el repertorio del maestro Cambareri, especialmente concebido para esos momentos; la medida exacta entre la alegría y el placer, el centro justo entre la lucidez y el éxtasis. 
Él dejó que su mente vagara por el futuro cercano, la caminata por las torpes vere-das del barrio, el beso fugaz al cruzar la placita y la maravilla semanal del amor interrum-piendo la rutina.
Ella fue consciente de que una cierta tibieza inundaba su cuerpo. 
Él apresuró el abrazo.
Ella intentó ignorar esa maldita liga que proseguía su claudicante marcha descen-dente. Juntó las piernas para evitar la catástrofe.
Él detuvo el avance de su rodilla, la primera línea de combate, y un escalofrío reco-rrió su piel. ¡Por Dios, hoy no, por favor!... ¡pucha qué suerte perra !...
Ella percibió la confusión y se sonrojó. La próxima vez prescindiría de las medias, ("me importan un comino la moda y el frío") y hasta se pondría los zapatos marrones que son mil veces más cómodos y ya están domados.
Él acercó su mejilla y notó el calor y el insistente perfume a rosas que aguzaba sus sentidos. Se reconfortó con el leve aroma a tomillo y laurel que había sobrevivido a la cata-rata de loción. Su nariz se sumergió en la espesa mata de pelo cobrizo y advirtió en la palma de su mano izquierda el galope furioso del corazón.
Recuerdo esos momentos como si fuera hoy. Por la puerta del fondo se dibujó, en-vuelta  en su rencor, la figura arqueada del pibe. Nadie se dio cuenta. Ni siquiera la María, porque en ese momento  una melodía celestial pareció inundar la sala y las luces brillaron como nunca.
Se inclinó, balanceó sus caderas y dejó que la falda flameara sobre las rodillas. Vo-ló, se alzó levemente rozando las gastadas baldosas y voló. Se elevó perezosamente entre las apretujadas parejas y cobró altura, voló alto, cada vez más alto. Abrió con galanura las puertas del Reino del Sábado a la Noche. 
Ella, la negrita, la fregona, la gastada, la curtida, la arrastrada, se deslizó sobre in-mensas alfombras y cortinados dorados y rojos, bailó. A lo lejos, más alto, la aguardaban sus atributos. Impulsó su cuerpo hacia el lugar donde se avizora la felicidad. Danzó. Sus manos se agitaron en el cielo a medida que cobraba más altura y un arco iris de tomillo y laurel se esparció alrededor del trono. Feliz, rió. Desde el  fondo, dulce y tenue, un fuelle mistongo y querendón acompañó su ascenso a  las estrellas. Fue un viaje maravilloso, creeme, casi irreal.
Sólo al llegar al centro de la ilusión comenzaron a apagase, despacio, como se han apagado todos estos años sin que casi  nos diéramos cuenta, los brillos de aquel sábado inolvidable. ¿Después... qué importa del después?.


El salón queda en tinieblas. Transcurren varios segundos hasta que, apagada por la distancia, una voz reclama:


-¿Terminaste ya de repasar los pisos?. ¡Vamos, María, que todavía quedan los ba-ños!.



FIN

La casa es el umbral

  La casa es el   umbral ( Mínima canción de contingencia) Retumban   esas   suelas...