sábado, 23 de junio de 2012

Palabras


Los muchachos alojados en el “Instituto Dr.Julio Alfonsín”, la unidad de reclusión ubicada al sur de la avenida Santiago Marzo, escriben poemas de amor estremecido y largas e intrincadas prosas a sus afectos, especialmente a sus madres.
         Toman mate amargo en silencio y cuando lo rompen mastican cada palabra, para que no queden dudas sobre qué es lo que quieren decir. A menudo se quedan prendados con alguna idea y la examinan del derecho y del revés hasta acreditar su solvencia.
         ¿Asoma, tal vez, una luz de expectación?
Brasitas, rescoldo de una ingenuidad que quedó en los bordes de un potrero, en las púas de un tapial.
         Los muchachos rondan los veinte años de edad. Cuando cumplan sus condenas todavía serán jóvenes.
         Están allí, a tres cerrojos que repican con cruel sonoridad.
         El visitante no resiste la compulsión de examinar minuciosamente cada rostro para deducir qué es lo que han hecho para permanecer en el Instituto. En realidad la tarea es ociosa y, por otra parte, ya no quedan resquicios para ejercer perimidas prácticas lombrosianas: basta leer la crónica diaria. Ellos son sus reflejos.
En la crónica diaria también abundan los prestidigitadores de las postmodernidad, que adulteran la realidad para convertirla en una ficción; los vaciadores de esperanzas, los constructores de corrales, los que vilipendian al país, los pornógrafos del hambre y la miseria, los exegetas del miedo…, pero ellos no están en el interior del edificio blanco y adusto que interrumpe la monotonía de Colonia Escalante.
         Los muchachos saben o perciben, lo dicen sus miradas, sus gestos de recelo al momento de las presentaciones, la furia contenida de alguna de sus preguntas, que ellos son la ofrenda. Victimarios y víctimas, la expiación de una sociedad que reclama, aunque más no sea  un mínimo resarcimiento ante tanta iniquidad.
         Perejiles de la transgresión.
         Cuando los muchachos comiencen a redondear su juventud y la primera reja se cierre a sus espaldas, la circunvalación les ofrecerá una bienvenida y un dilema. La disyuntiva que puede ser feroz. El norte, el sur o los circuitos circulares.
         Cuando ese momento llegue probablemente queden pensativos. Como lo están ahora que han escuchado decir, con la misma fascinación que nosotros cuando lo oímos de nuestros maestros, que las derrotas son la madre de las victorias.
         Acaso la ansiada externación produzca alguna manifestación de sorpresa ante la comprobación de que el trazado de la avenida sigue inconcluso y que el viento se ha llevado los últimos ecos de una lejana proclama primermundista.
         ¿Cómo operará en su interior esta verificación? Es difícil saberlo: sus ojos apenas dejan entrever un compendio de incertidumbre, bronca y desconfianza. Peregrina, furtiva, se filtra por ahí una llamita de atracción generada por la aparición de una formulación que, como al descuido, cae en medio de la charla acerca de que la libertad es un estado de conciencia.
         Memoria y utopía. La palabra como mecanismo para buscar la libertad, la palabra como albergue de las ideas, la palabra como brújula de la justicia y la verdad.
         De esa palabra hablamos con los muchachos del Instituto Alfonsín un viernes gélido de mediados de junio
Luego, nos fuimos.
En el salón quedaron dos horas de honras a la letra escrita junto a una promesa que quizás comience a amortizarse con estas líneas.
Nadie podrá tener certezas del porvenir de esa charla. Salvo, claro, que ahora sabemos -nosotros los visitantes y ellos, los muchachos del Instituto Alfonsín-, que la palabra puede ser un arma portentosa y uno la carga como quiera.


                                                                  JCP

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