Una vuelta del perro
Promovidos por un conglomerado
de expectaciones los visitantes acuden a la muestra. Lo hacen
individualmente o en grupo y a medida que se internan en las calles taciturnas, prácticamente
despojadas, suman voces a un concierto que gratifica y estimula añoranzas
y fraternidades.
Concediendo a la propuesta,
o a la intuición, los vecinos ordenan un itinerario cronológico o geográfico,
según los gustos. De esta manera, serenamente, ingresan a la maravilla del
recuerdo. La aldea se abre ante los ojos y se puebla de sonidos. Risas, manifestaciones de asombro, sugerencias
y complementos que enriquecerán la crónica socorriendo al cronista de sus impericias y olvidos.
Suman, apenas,
cuatrocientos metros alrededor de la plaza de las tres denominaciones, poco o
mucho según la perspectiva. Paulatinamente los pasos se entrelazan, retornan o
avanzan sometidos a los desafueros del las emociones. La algarabía se filtra por doquier expandiendo
la cuadrícula.
Ajeno a todo, en el interior del edificio comunal, el comisionado consulta el
reloj y lo sepulta en el bolsillo
del chaleco. Repasa con agobio el
parlamento que habrá de desplegar en los fastos del cincuentenario. Debe ser sobrio
y convincente, porque allí estarán Duval, Champalbert, Garmendia y Corona para contarle las costillas.
Luego sale a la calle adoptando el
mismo rumbo que algunos años antes transitara
Tomás Mason enfrentando el boulevard sin nombre. Verifica, con alivio, que los aires marciales de la época ya han reparado
esa anomalía.
Los concurrentes desechan estas cavilaciones privilegiando las propias.
Ponen énfasis en subrayar que la garita
de la esquina del Banco de la
Nación era móvil y que
esa fachada que perpetúa la fotografía jamás podrá ser superada por edificio
alguno. El cronista toma nota de la sentencia
sospechando una eventual lista de adhesiones.
Las miradas se desplazan
sin premura, quebrantando rigores y mandatos establecidos porque todos los que
asisten están conscientes de que el tiempo
se relativiza cuando interviene la arbitrariedad del pensamiento.
La esquina se dilata hacia
el norte y alguien impone silencio porque en el edificio de La Cosechera han tronado dos disparos y uno de ellos se ha cobrado la vida del jefe comunal. Sergio López, pobrecito, muerto por obstinado,
acaso por socialista.
Una cadencia triste quiebra, implacable, sosiegos del
porvenir.
La Cosechera, mentidero político y refugio de desheredados y provincialistas.
Casi no hubo interregno entre el cierre de sus puertas y la puesta en marcha de
la pequeña mercería de la familia Elías.
Un poblador perspicaz cree percibir la silueta de ese pibe, Daniel Elías. Sus pasos sin retorno superan la
iglesia catedral y lo transportan a un lugar sin tiempo. La melodía es,
definitivamente, un miserere acongojado
y fugaz ejecutado desde el atrio de la casa parroquial por la quimérica orquesta de cámara del maestro Enrique Mariani.
En el interior de la nave
el Cristo de Swinnen derrama una lágrima de metal.
Daniel se vuelve “El Turco”,
renuncia a los potreros y se anticipa hacia una nueva encrucijada. No advierte, al
sobrepasar el café de 9 de Julio que el águila de las alturas le
ha dado la espalda.
Pasan las décadas, vienen y van, estrepitosas, como cañonazos.
Vuelan los tordos y tal vez no regresen.
Pedro Médici se deja convencer por ofertas ineludibles en la
tienda de la otra esquina, abandona por
un momento sus hierbas y redomas y parte raudo a adquirir un bombín en Los Sorianos. Por la misma vereda
se acerca Gómez Palmés. No se saludan.
Al rebasar el punto
que congrega a las confiterías el
delegado del Poder Central descubre con desagrado, quizás consternación, que
por allí se aproxima el director de La Autonomía. El primero lo contempla con odio; Marcos Molas,
con desprecio.
Juan Humberto Palasciano,
recostado en el umbral de su farmacia, contempla la escena y vaticina un
porvenir funesto para esos dos. No se permite otras lucubraciones porque debe responder
con galantería el saludo de dos damas.
Enriqueta Schmidt, etérea, conduce
del brazo a Hilda París y susurra indicaciones
al oído que Hilda, escrupulosamente, va volcando en una libreta de tapas de
hule.
Ambas atraviesan la plaza, evocan
la pirámide y musitan un reconocimiento
a Joseph Duboieu. Avanzan, renuevan respetos al guerrero del corcel y se inmovilizan estremecidas ante las
fracturas del chico de la fuente, alguna de las cuales Pablo
De Pian cubrió con un manto piadoso.
Enriqueta formula otra observación en voz baja, acaso un inventario de
ausencias, pulsiones del agravio, lamentaciones. Porque sus reminiscencias no
armonizan con las actuales contemplaciones. A medida que avanza y desanda las décadas
verifica que han volado las águilas, no están las pégolas Ni siquiera el cartel de emulsión Scott pregonando
albricias desde el edificio de enfrente.
Repasa: tampoco el Cristo, las acacias, las glicinas o el surtidor de
agua con que muchos de los visitantes, entre ellos el cronista, saciaron su
sed.
Inventarios de ausencias, desgarros de la memoria.
En un alarde de resistencia
permanecen el ombú, el retoño del pino histórico y la pesada placa que homologa
el nombre del paseo.
Más allá, establecido junto al pequeño tablado,
el invariable chasirete cambia lámparas
de magnesio mientras presta atención a un atildado transeúnte peinado a la gomina y
portafolios marrón. Un tal Juan
Carlos Bustriazo Ortiz, que sostiene que su cámara
es muy parecida a la de Eliseo Tello. Desde el portal de su casa de
fotografía Juan Maqueira asiente y saluda
con el brazo en alto.
La plaza reniega de farolas y baldosas. Terete Domínguez inventa
una noticia y vocea un exorcismo plebeyo
para evitar otras mudanzas. En la esquina
del Hotel Pampa Cholito Álvarez articula lisonjas que sonrojan y gratifican a las jóvenes que marchan rumbo a la escuela número dos. Pedro Gamberini
- ¿o tal vez Bodratto?- retribuye con un guiño cómplice a través del
ventanal.
Atardece. Pedro Imaz lustra sus polainas con el revés de
su pantalón mientras desliza un comentario mordaz a un interlocutor ignoto. Sus pupilas titilan
ante la joven que corre pudorosa a refugiarse en la finca lindera. Es
casi una niña y a su paso despliega fragancias
inefables. Se apresura procurando poner
distancia a las exteriorizaciones jubilosas que prosperan en las adyacencias del BASE Club.
-Es la hija de los Iribas.
¿Quién?
la muchacha Iribas
che, la Novia
de los Forasteros
Uno de los visitantes
repara en el cronista y añade una apostilla adicional que alimentará la leyenda.
Fatalmente la vuelta llega
a su fin. Los comentarios de los que se retiran
se superponen a las expresiones de los
recién llegados. La sala es una fiesta, una avanzada contra el silencio y el olvido. Afuera, los
altavoces de la esquina de Mitre y San Martín Oeste expanden las entonaciones de Alfredo Dalmiro Otálora, “Piquito de Oro”, anunciando la inauguración
del colegio Nacional, créditos de fomento
del BHN y el estreno de Casablanca, una película que hará historia.
Retornando al punto de
partida un nuevo edificio comunal se
impone sobre el anterior. Su fachada
resplandece. Adolfo Corona
Martínez, que en la celebración de la
ciudad descubrirá una
placa en la flamante usina, madura una oración,
pletórica de enaltecimientos, para el vecindario
artífice de tanta iluminación.
Los aplausos reverberan en
el nuevo siglo. En el aire, la sirena del molino desangra otra jornada.
JCP