sábado, 21 de abril de 2012

Un indio viejo




            Me traicionaste, acusa, mientras un filamento de furia titila en su mirada. El hombre que soporta la bota en el centro del pecho responde que una cosa es traición y otra, engaño. No traicionan los que son enemigos.
            La suela se hunde un poco más pero no obtiene su correlato de quejidos. 
            La bota, cuarteada por mil soles, sucia de polvo de la pampa, cruzada por un gusano de sangre, hace juego con el rostro del estaqueado.
            El mayor insiste. Hamaca el taco en las costillas gobernado acaso por la frustración y seguramente porque Villegas, con un laconismo exasperante    le ha dicho “no vuelva sin resultados”.
            Ya se sabe que las admoniciones de Blas Excelso del Corazón de Jesús Conrado Villegas no son para desdeñar. ¡Puede dar fe el sargento Carranza, responsable de desagraviar el ignominioso robo de los Blancos! Ni qué hablar de María Saldaña o Eustaquio Verón, pobrecitos, muertos por la Patria.
            No se anda a las vueltas con Villegas. El creador de su propio mito ha experimentado la fruición de la sangre en los espantos cenagosos de Tuyutí. Y no está saciado.
            Tuyutí, tres alianzas que son cuatro. Tuyutí: genocidio.
            Y además está Roca de por medio. Roca, el zorro implacable, que le ha confiado el 3 de Caballería para que limpie de indios la pampa y haga su parte en la conquista de cincuenta y cuatro millones de hectáreas con destino las dilapidaciones de los Ataliva. O de Argentinito, el cachorro dispendioso en Gran Bretaña.
            Amanece y una irradiación mezquina autoriza a que el llano se exteriorice. Cien años más tarde Carlos Alonso, cuya paleta resultará exigua para velar sus sangraduras, subrayará en sus lienzos los subterfugios de esta escena desangelada. El fogón, los vicios, un corrillo mustio y la caballada paciendo tras los matorrales bajos. Quizás un chimango grazne con impaciencia. Francisco Uevas siente que las tiras de cuero mojado que aferran sus muñecas comienzan a contraerse.
            Uevas, Güevas, Huelva, algún día Depetris dilucidará la incógnita en sus repetidos escarceos con la Historia y le arrebatará el dato para el altar de la memoria. Hasta que ese momento alcance a vencer los pliegues del tiempo Francisco Uevas será el que el conciso parte militar describe: Pancho Uevas, un indio viejo.  Eventualmente cristiano asimilado o indio, nomás.
            En el atardecer del día anterior la partida había irrumpido en la ceja del monte que preanuncia Lonquimay en busca del esquivo Pincén que, por astucia o conocimiento, ya había abandonado el medanal. Los soldados rastrillaron el lugar hasta descubrir a un anciano que aguardaba serenamente.
            Tras los forcejeos, alguna cachetada. Hubo quien, fastidiado por los resultados de la incursión, blandió la bayoneta del Rémington para apaciguar su enojo. No existe el que ignore qué hacer con esa hoja Solingen de cuarenta y siete centímetros. No se explicita en los manuales –quizá con el afán de preservar de perturbaciones ociosas la asepsia de los procedimientos -, pero cualquiera sabe que primero se hunde el acero en forma vertical hasta que el gavilán toque carne y luego se empuja hacia el costado… hasta el segundo crujido. De saberlo, hasta herr R. Kirschbaum hubiese quedado maravillado ante tanto esmero.
            El soldado se quedó con las ganas porque el mayor hizo prevalecer su obcecación por establecer el nuevo destino de Pincén. Durante una hora, talvez algo más, Uevas fue interpelado por los bravos de Villegas, precisos, impiadosos, eficientes, quizás algo desprolijos por la premura. Al cabo de ese lapso el viejo articuló un ademán con la cabeza.
            La partida abandonó el sitio apenas entrada la noche. Caballos y jinetes espectrales cuyos perfiles se adelgazaron a medida que avanzaron hacia el Oeste. Prestidigitaciones de las sombras que primero hicieron desaparecer la ceja del monte, luego la aguada y por último el fulgor plomizo de los olivillos. Lonquimay quedó atrás y así lo encontraría, antes de caducar el siglo, el ilustre Francisco Madero, magistrado y estanciero.
            La columna se introdujo en la oscuridad de la espesura a paso redoblado.  Nadie, ni siquiera Uevas, desconocía lo inexorable del objetivo. Pincén obedecía a imperativos mayores. Para qué, si no, Adolfo Alsina habría de decir que “es un indio indómito y perverso, azote del oeste y norte de la provincia (y) jamás se someterá, a no ser que, por un golpe de fortuna, nuestras fuerzas se apoderen de su chusma. Si esto último no sucede, Pincén se conservará revelde aún dado el sometimiento de todas las otras tribus hostiles. Es el tipo del hijo del desierto, indómito y salvaje por placer, por costumbre y por instinto"
            Claro y conciso, el señor ministro de Guerra y Marina.
            Al clarear los hombres hicieron un descanso para descubrir, en el pastizal doblegado por el rocío, las huellas de sus propias pisadas.
            Y aquí están ahora, humillados, furiosos, sumergidos en sus lucubraciones y en los funestos augurios del regreso.
           
            El mayor se demora en la contemplación de las estrías del horizonte. Sus facciones hacen juego con las del cautivo. Ladea el kepis y seca su frente con un pañuelo mugriento que dibuja una estela marrón sobre el entrecejo. Luego, con una mueca de hastío, encorva el brazo hacia la cintura. Pancho Uevas deja de sentir el peso de la bota sobre el pecho y persigue el itinerario del movimiento. Los tientos logran deshacer el nudo de sus puños apretados y con las palmas abiertas, su figura construye, en el crepúsculo acunado por una leve brisa,   un cristo vencido. Voltea la cabeza para contemplar el ascenso del sol. El mayor arquea su espalda y Pancho Uevas, o Güevas o Huelva, contrariando las crispaciones de los degollados, no cierra los ojos.



Juan Carlos Pumilla
Marzo de 2009

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Yo, Roca, digo:

"Estamos como nación empeñados en una contienda de razas en que el indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la civilización. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización política, desaparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esta raza quebrada y dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización. Las colonias centrales, la Marina, las provincias del norte y del litoral sirven de teatro para realizar este propósito".      Julio Argentino Roca (1843

La casa es el umbral

  La casa es el   umbral ( Mínima canción de contingencia) Retumban   esas   suelas...