martes, 12 de junio de 2012

Club Argentino




Ella sintió la mano que se deslizaba suavemente por el circuito de su cintura hasta que se posó, firme y delicada, en la breve hondonada que produce la columna.


El constató que el pañuelo estuviera apenas insinuado en el terco bolsillo de la pechera de su saco; la corbata, bien, derechita y sin que apenas se notaran los alfileres que -astuto- había colocado para que la descarriada no se escabullera hacia el costado.

Ella se sorprendió con el vago temblor que recorría su cuerpo. Se estremeció complacida porque sus reflejos funcionaran correctamente. ¡Albricias!, tras una semana de fregar pisos enchastrados por los dulces de los chicos de la señora, lavar mil veces los cuellos de esas camisas que deben quedar tan inmaculadamente blancos y escurrirse elegantemente de las persistentes efusividades del señor.

El entrelazó con decisión los dedos de su mano izquierda con los de ella y lentamente, en el curso de un rápido forcejeo, inclinó ambos brazos de manera que el apretón descansara sobre su pecho.

Ella sonrió y entrecerró los ojos pensando que cuando las demás parejas colmaran la pista sería la oportunidad de tirar subrepticiamente el chicle que olvidó en su boca al momento de levantarse de la mesa. No hay que distraerse a la hora de los cabeceos.

El extendió los dedos de su mano derecha en el refugio de la espalda y sus yemas rozaron despiadadamente la fina tela. Inmediatamente lamentó no haber podido suavizar las rugosidades del cemento y de la cal (¡cómo olvidarse de los milagrosos efectos del limón con azúcar y aceite!). Recurrió a una variante más delicada que no rompiera el sortilegio del atrevido peregrinaje por la sedosa geografía. Despaciosamente, plegó los dedos y los reemplazó por los nudillos.

Ella advirtió algún cambio y arqueó la espalda para facilitar la inspección. En sus muslos, notó con disgusto, las ligas perdían lentamente su firmeza y las medias comenzaban a arrugarse. Se tranquilizó en la conclusión de que nadie notaría el desaliño.

El se sumergió en la melodía que ganaba sus sentidos y se felicitó por haber cronometrado bien los tiempos y ubicar a la elegida justo en el momento de los lentos.

Ella cerró definitivamente los ojos y se dejó llevar arrullada por el repertorio del maestro Cambareri, especialmente concebido para esos momentos; la medida exacta entre la alegría y el placer, el centro justo entre la lucidez y el éxtasis.

El dejó que su mente vagara por el futuro cercano, la caminata por las torpes veredas de la villa, el beso fugaz al cruzar la placita y la maravilla semanal del amor interrumpiendo la rutina.

Ella fue conciente de que una cierta tibieza inundaba su cuerpo.

El apresuró el abrazo.

Ella intentó ignorar esa maldita liga que proseguía su claudicante marcha descendente. Juntó las piernas para evitar la catástrofe.

El detuvo el avance de su rodilla, la primera línea de combate, y un escalofrío recorrió su piel. ¡Por Dios, hoy no, por favor!... ¡pucha qué suerte!...

Ella percibió la confusión y se sonrojó. La próxima vez prescindiría de las medias, ("me importan un pito la moda y el frío") y hasta se pondría los zapatos marrones que son mil veces más cómodos y ya están domados.

El acercó su mejilla y notó el calor y el insistente perfume a rosas que aguzaba sus sentidos. Se reconfortó con el leve aroma a tomillo y laurel que había sobrevivido a la catarata de loción . Su nariz se sumergió en la espesa mata de pelo cobrizo y advirtió en la palma de su mano izquierda el galope furioso del corazón.

Ella se inclinó, balanceó sus caderas y dejó que la falda flameara sobre las rodillas. Voló, se alzó levemente rozando las gastadas baldosas y voló. Se elevó perezosamente entre las apretujadas parejas y cobró altura, voló alto, cada vez más alto. Abrió con galanura los portales del Reino del Sábado a la Noche.

Ella, la negrita, la fregona, la gastada, la curtida, la arrastrada, se deslizó sobre inmensas alfombras y entre palios dorados y rojos, bailó. A lo lejos, en la cumbre , la aguardaban sus atributos. Impulsó su cuerpo hacia el lugar donde se avizora la felicidad. Danzó.

Sus manos se agitaron en el cielo a medida que cobraba más altura y un arco iris de tomillo y laurel se esparció alrededor del trono.

Feliz, rió.

Desde algún lugar, dulce y tenue, el fuelle de Cambareri insinuó una melodía para cortejar su ascenso a las estrellas.

                                                                            JCP



(dibujo de Ricardo -Carpani)







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