LORENA
“Era
más fresca que el río…”
Nos
regaló una sonrisa al cruzar la calle Robertou Galli, a media cuadra del
Herodion Nada más, un guiño generoso y plebeyo como prólogo de la pregunta
suspendida en el aire. Un signo de interrogación fundado en horas inapropiadas
y esa minúscula verdulera de ocho bajos abrazada a su pecho. Respondió con mohín gracioso y acarició las
teclas inaugurando sortilegios
con apenas tres tonos que harían
palidecer a más de un consagrado.
Iba
con otra niña, acaso su hermana mayor, flauta dulce y más encantos. Nuestro
inglés Hupumorpo tan solo condujo a vislumbrar la sospecha de un nombre, Lorena, y usufructuar melodías que todavía nos acompañan.
Ni
siquiera intervino una demanda, una
alusión fundada en las urgencias del presente.
Luego
fue en la terraza empedrada que conduce a la Acrópolis , solita.
Musitaba,
cabeza abajo, una canción melancólica para un público ausente. “Dinatá, dinatá..!,
es posible.
Anochecía
en el próximo encuentro. Demorado en las tres notas y una conversación
frustrada en el acceso a Plakas.
Refutadores
de leyendas se detuvieron en una teoría gestada en la misantropía. Por
cierto, de todas las especulaciones plausibles
solo cabe una consideración: una piba y la calle.
En
esos días abundaron crónicas de chicos en las calles.
¡Ay, si estuviera Tejada…!
Cuatro –según la aséptica contabilidad de un
relator afónico- en el interior de un
camión abandonado en Austria. Otros que parecían dormir en una playa aciaga del
Egeo. Cientos en Siria. Víctimas, de
omitidos victimarios, alimentando noticieros impiadosos y analistas neutrales.
Niños. Y niñas, para no contrariar a
los exégetas de género.
Sebastiao
Salgado los retrató en las desolaciones de Ruanda y en las resolanas de Sudán. Nick Ut hizo lo mismo entre el humo de una carretera a Saigón tratando de evitar que el olor acre del napalm turbara sus sentidos.
Iba tras ellos Moamen Oreigea, al Este de Gaza, en su silla de ruedas.
Iba tras ellos Moamen Oreigea, al Este de Gaza, en su silla de ruedas.
Estampas
del Viejo Mundo.
Lorena
nos despidió en silencio casi al
amanecer de agosto al borde de la extinción. Otra palmada y un ademán de adiós sin futuro.
Un
mínimo coloquio, porque su idioma era inexpugnable y nuestra comprensión, atroz.
Cuando nos alejábamos rumbo al Pireo
se nos antojó -por imperio de esos peregrinos jugueteos de la conciencia- que
la señora Angela Merkel tampoco sabe griego. De ahí su dificultad para comprender a niños como Lorena.