(La revolución será
el florecimiento de la humanidad, como el amor es el florecimiento del
corazón.)
Louise Michel (1830-1905)
Una honra a los miserables.
Pero no en el sentido que se le adjudica a los
canallas de ayer y siempre, sino en el
de los que viven en la miseria y no se resignan. Víctor Hugo los
describe como nadie en esa maravilla literaria que presagia rebeldías. La poeta
que suele visitarlo, que asumirá el nombre de uno de los personajes,
Enjorlas, será, una década más tarde, la
Virgen Roja de los dos meses que
modificaron las postrimerías del siglo
XIX. Los imaginamos juntos, sumergidos
en la hondura de un poema,
(“cuando la multitud hoy muda ruja como el océano”) consintiendo una tregua a
la pelea del día, porque algo intangible los une, además de esa fraternidad
indescriptible que alcanza a
vislumbrarse en las biografías de ambos.
¿Verlaine, andaba por allí?
Enjorlas es
Louise Michel, la abanderada, la combatiente, que fusil al hombro resistió el
asedio de los irritados de Versalles para sustentar lo que fue la revolución obrera
inaugural.
Ella, la Roja, enarbolando ante
la mirada astillada de odio del general Trochu, el pabellón negro de la anarquía.
“Todas las mujeres se hallaban
ahí. Interponiéndose entre nosotros y el ejército, las mujeres se arrojaban
sobre los cañones y las ametralladoras, los soldados permanecían inmóviles. La
revolución estaba hecha”, describirá luego en Memorias de la comuna, un texto que vence al tiempo.
Asoma esta línea desde el estante de la biblioteca donde el viejo Marx
la cobijaba en su ensayo sobre la Comuna de París (con el que redimió su
imperdonable perfil de Bolivar). Esa rebelión insolente que tanto revuelo y escozor generó pese a su fugacidad y feroz
consumación. Es que ya entonces a la burguesía le constaba –advertida por Engels- que el pie del verdugo estaba en el umbral.
Optamos a Louise por Marx, y por Víctor Hugo pero también pudo ser Nathalie
Lemel (la fundadora de la primera cooperativa de comidas) o Malvina Poulain, Elisabeth
Dmitrieff, haciendo gala del calificativo de “pétroleuse”, incendiaria, o cada una de las ciento veinte mujeres que resistieron en la plaza blanca de Montmartre para consagrar que la libertad no
se negocia. Que es posible edificar un programa auspicioso a partir
de la pobreza o alterar el statu
quo al punto de volver a imponer el viejo calendario jacobino en una confirmación de su esencia germinal.
Así pues, Michel es la que es, de
la misma manera que pocas décadas antes
fue María Milagros del Valle, nuestra ignorada Madre de la Patria, su torso lacerado por los nueve días de azotes de Pio
Tristán, o Juana Azurduy, cuyo espectro sigue vagando por las desmesuras de
América buscando un lugar donde celebrar su último reposo. O Policarpa Salvarrieta, la Pola colombiana, que afrontó a sus opositores realistas
clamando el mismo privilegio de los hombres y morir por bala y no por cadalso.
“Pido mi ración de plomo”
Pola y Luise, unificadas – como
una rima del cosmos - en la misma demanda
y el mismo legado de género expuesto con énfasis y convicción ante el estupefacto pelotón. Morir de frente y ante un fusil. Peticiones plebeyas propiciadoras de confusiones e turbación entre
los machos de Morillo y las claudicaciones de los tibios de Thiers. Dubitaciones expiadas luego por un
tribunal que decidiría el asesinato por la espalda de la primera y una prórroga de vida en el destierro para la
comunera.
“Pero ya llegará el día de la venganza, día grande en el
cual se levantará del polvo este pueblo esclavizado”.(PS).
Resulta que Pola también era
poeta y escritora.
Louise, Nathalie, María, Policarpa... En las
inmediaciones de la plaza Italia de Santiago se las ve en estos días, embozadas
de verde, denunciando que el violador es el sistema. O en los laberintos de El Alto,
sus falda rojas flameando al viento y sus bombines de fieltro sujetados con la misma firmeza que las pancartas que sustentan. En ellas se lee, en el capítulo uno de la dignidad, algunas lecciones
para el analfabetismo político: lo que se reputa como un golpe es, ciertamente un golpe, mal les venga la lección a los genuflexos de todas las layas.
Liberada de su prisión en Nueva
Caledonia, afirmada en el feminismo con su compañera Nathalie, Louise retorna a
Francia fundando un periódico, dictando conferencias
y acrecentando su militancia en el socialismo libertario que
la conducirá infinidad de veces a las cárceles.
Se hizo lugar, igualmente, para
musitar un miserere sentido junto al sepulcro de Louis Auguste Blanqui, inmiscuirse en los
pormenores del juicio a Dreyfus y templarse
en la bravura de Clemenceau y Théophile Ferré.
Ahora, un poco tardíamente según
el dictamen de nuestras ansiedades, su figura
crepita en el anaquel superior, templada y deslumbrante. La ejemplaridad es
insoslayable, tanto por el paradigma de combate como por su compromiso ideológico.
Divorcio, igualdad de género, salarios
dignos. ¿Les suenan familiares estos postulados
preñados entre el fragor de la
metralla?
Si nos viéramos precisados de
apresurar una moraleja, tal vez una metáfora o simplemente una conclusión de vida,
podríamos decir, para los que se sorprenden por la irrupción de fenómenos sociales, que el tiempo es una
veleta casquivana. Si se mensurara lo que
va de Louise a Dora Barrancos, pongamos
por caso, podríamos concluir que este es el lapso en que sedimentan y coronan los
procesos históricos. Si uno quiere apresurarlos, corre el riesgo de ser atrapado por las impiadosas garras del
voluntarismo. Por el contrario, si pretende retrasarlos, probablemente sucumbirá como
consecuencia inexorable del enjambre de las ideas cuando son puestas en
movimiento.
Cualquiera fuere la disyuntiva, las
Louise de este mundo seguirán
allí - pletóricas de coraje- resistiendo
tempestades y olvidos. Florecidas, aluvionales,
bravías, Redimidas y renacidas por todas (todes, si se quiere) las combatientes
que se lanzan a la toma del futuro a
corazón abierto. . Mariposas encendidas, el puño alzado, encumbrando
estandartes insumisos a través de los siglos. Ahora saben, por ese extraordinario magisterio
del tiempo, que es posible fecundar la a
utopía desde ese Condominio de la Esperanza donde arrendan os miserables.
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Vendremos por todos los caminos
Espectros vengadores surgiendo de las sombras
Vendremos estrechándonos las manos
La muerte llevará el estandarte
La bandera negra velo de sangre
Y púrpura florecerá bajo el cielo llameante.”
Louise Michel. Canción de las prisiones, mayo de 1871
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Heroína Mayor
(Viro major)
Habiendo visto la inmensa masacre, el combate
El pueblo en su cruz, París en su jergón,
La formidable piedad estaba en tus palabras.
Hacías lo que hacen las grandes almas locas
Y, deja de luchar, de soñar de sufrir,
Di: “yo maté” pues querías morir.
Terrible y sobrehumana, mentías contra ti
Judith la sombra judía, Aria la romana
Aplaudiendo mientras hablabas.
Tú decías a los graneros: “¡Yo quemé los palacios!”
Tú glorificaste a los que aplastados hollan el suelo
patrio
Gritaste: “¡Yo maté! ¡Que me maten!” - Y la muchedumbre
Escuchaba a esta mujer altiva acusarse.
Parecías enviar un beso al sepulcro;
Tu mirada fija examinaba a los lívidos jueces;
Y tú soñabas semejante a las graves Eumenides
La muerte pálida estaba de pie detrás de ti.
Toda la basta sala estaba llena de terror.
Pues el pueblo sangrante odia la guerra civil,
Afuera se escuchaba el rumor de la ciudad.
Esa mujer escuchaba a la vida en sus confusos ruidos
De arriba en austera actitud de rechazo.
No daba la impresión de comprender otra cosa
Que una picota dirigida por una apoteosis
Y, encontrando la noble afrenta y el bello suplicio
Siniestra, ella apresuraba el paso hacia la tumba
Los jueces murmuraban: “¡Que muera! Es justo
Ella es infame - Al menos que no sea Augusta”
Decía su conciencia. Y los juzgan, pensativos
Delante sí, delante no, como entre dos arrecifes
Titubeando, mirando a la severa culpable.
Y los que como yo, te conocen incapaz
De todo lo que no es heroísmo y virtud,
Que saben que si te decía: “¿De dónde vienes tú?”
Tú respondías: “Yo vengo de la noche donde se sufre:
Sí, ¡yo salgo de la tarea del que hace un abismo!
Aquéllos que saben tus versos misteriosos y dulces,
Tus días, tus noches, tus curas, tus llantos entregados
a todos,
Te olvidas de ti misma para socorrer a los otros,
Tu palabra semejante a las llamas de los apóstoles
Aquéllos que conocen el techo sin fuego, sin aire, sin
pan
La cama de lona con la mesa de pino
Tu voluntad, el orgullo de mujer popular.
El áspero enternecimiento que duerme bajo tu cólera
Tu mirada detenida odia a todos lo inhumano
Y los pies de los niños calentados por tus manos:
Ésa, mujer ante tu salvaje majestad
Meditan, y a pesar del amargo pliegue de tu boca
A pesar que el malvado que se encarniza sobre ti
Echando todos los gritos indignados de la ley
A pesar de tu voz fatal y alta que te acusa
Viendo resplandecer el ángel a través de la medusa.
Tú estabas altiva, y parecías ajena a estos debates;
Pero, enclenque como todos los vivos de este mundo,
Nada los perturba más que dos almas unidas
Que el caos divino de las cosas estrelladas
Vea de pronto todo el fondo de un gran corazón
inclemente
Y que un brillo sea visto en el seno de un resplandor
Victor Hugo
Diciembre 1871