sábado, 8 de febrero de 2020

Las Louise



(La revolución será el florecimiento de la humanidad, como el amor es el florecimiento del corazón.)
Louise Michel (1830-1905)

Una honra a los   miserables.
 Pero no en el sentido que se le adjudica a los canallas de ayer y siempre, sino en el  de los que viven en la miseria y no se resignan. Víctor Hugo los describe como nadie en esa maravilla literaria que presagia rebeldías. La  poeta  que suele visitarlo, que asumirá el nombre de uno de los personajes, Enjorlas,  será, una década más tarde, la Virgen  Roja de los dos meses que modificaron las postrimerías del siglo  XIX. Los imaginamos juntos, sumergidos   en la hondura de un poema, (“cuando la multitud hoy muda ruja como el océano”) consintiendo una tregua a la pelea del día, porque algo intangible los une, además de esa fraternidad indescriptible  que alcanza a vislumbrarse en las biografías de ambos.
¿Verlaine,  andaba por  allí?
Enjorlas   es Louise Michel, la abanderada, la combatiente, que fusil al hombro resistió el asedio  de los irritados  de Versalles  para sustentar lo que fue la revolución obrera inaugural.
Ella, la Roja, enarbolando ante la mirada astillada de odio  del general Trochu, el pabellón negro de la anarquía.
“Todas las mujeres se hallaban ahí. Interponiéndose entre nosotros y el ejército, las mujeres se arrojaban sobre los cañones y las ametralladoras, los soldados permanecían inmóviles. La revolución estaba hecha”, describirá luego en Memorias de la comuna,  un texto que vence al tiempo.
Asoma esta línea desde   el estante de la biblioteca donde el viejo Marx la cobijaba en su ensayo sobre la Comuna de París (con el que redimió su imperdonable  perfil de  Bolivar). Esa rebelión  insolente    que tanto revuelo y escozor  generó pese a su fugacidad   y feroz consumación. Es que ya entonces a la burguesía le constaba  –advertida por Engels-  que el pie del verdugo estaba en el umbral.
Optamos a Louise  por Marx,  y por Víctor  Hugo pero también pudo ser  Nathalie  Lemel (la fundadora de la primera cooperativa de comidas) o Malvina  Poulain, Elisabeth Dmitrieff, haciendo gala del calificativo de “pétroleuse”, incendiaria, o cada una de  las ciento veinte mujeres que  resistieron en la plaza blanca de  Montmartre para consagrar que la libertad no se negocia. Que es posible edificar un programa auspicioso  a partir  de  la pobreza o alterar el statu quo al punto de  volver a imponer el  viejo calendario jacobino  en una confirmación de su esencia germinal.
Así pues, Michel es la que es, de la misma manera que  pocas décadas antes fue María Milagros del Valle, nuestra ignorada Madre de la Patria, su torso  lacerado por los nueve días de azotes de Pio Tristán, o Juana Azurduy, cuyo espectro sigue vagando por las desmesuras de América buscando  un  lugar donde celebrar  su último  reposo. O Policarpa Salvarrieta, la  Pola colombiana, que afrontó a sus opositores realistas clamando el mismo privilegio de los hombres y morir por bala y no por cadalso.
“Pido mi ración de plomo”
Pola y Luise, unificadas – como una rima del cosmos - en  la misma demanda y el mismo legado de género expuesto con énfasis y convicción ante el  estupefacto pelotón. Morir de frente y  ante un fusil.  Peticiones plebeyas  propiciadoras de confusiones e turbación entre los machos de Morillo y las claudicaciones de  los tibios  de Thiers. Dubitaciones expiadas luego por un tribunal que decidiría  el  asesinato por la espalda de la primera  y una prórroga de vida en el destierro para la comunera.
Pero ya llegará el día de la venganza, día grande en el cual se levantará del polvo este pueblo esclavizado”.(PS).
Resulta que Pola también era poeta y escritora.
 Louise, Nathalie, María, Policarpa... En las inmediaciones de la plaza Italia de Santiago se las ve en estos días, embozadas de verde, denunciando que el violador es el sistema. O en los laberintos de El Alto, sus falda rojas flameando al viento y sus bombines de  fieltro sujetados con la misma firmeza que  las pancartas que sustentan. En ellas se lee,  en el capítulo uno de la dignidad, algunas lecciones para el analfabetismo político: lo que se reputa  como un golpe es, ciertamente  un golpe, mal les venga la lección  a los genuflexos de todas las layas.
Liberada de su prisión en Nueva Caledonia, afirmada en el feminismo con su compañera Nathalie, Louise retorna a Francia fundando  un periódico, dictando conferencias  y acrecentando  su militancia en el socialismo libertario que la conducirá   infinidad de veces a las cárceles.
Se hizo lugar, igualmente, para musitar un miserere sentido junto al sepulcro de Louis Auguste Blanqui, inmiscuirse en los pormenores del juicio a Dreyfus y templarse  en la bravura de Clemenceau y Théophile Ferré.
Ahora, un poco tardíamente según el dictamen de  nuestras ansiedades, su figura crepita en el anaquel superior, templada y deslumbrante. La ejemplaridad es insoslayable, tanto por  el paradigma  de combate  como por  su compromiso ideológico.
Divorcio, igualdad de género, salarios dignos. ¿Les suenan familiares estos postulados  preñados entre  el fragor de la metralla?
Si nos viéramos precisados de apresurar una moraleja, tal vez una metáfora o simplemente una conclusión de vida, podríamos decir, para los que se sorprenden por la irrupción de  fenómenos sociales, que el tiempo es una veleta casquivana. Si se mensurara  lo que va de Louise a  Dora Barrancos, pongamos por caso, podríamos concluir que este es el  lapso en que sedimentan y coronan   los procesos históricos. Si uno quiere apresurarlos, corre el riesgo de  ser atrapado por las impiadosas garras del voluntarismo. Por el contrario, si pretende  retrasarlos, probablemente sucumbirá como consecuencia inexorable del enjambre de las ideas cuando son puestas en movimiento.
Cualquiera fuere la disyuntiva,  las  Louise de este mundo  seguirán allí - pletóricas de coraje-  resistiendo  tempestades y olvidos. Florecidas, aluvionales, bravías, Redimidas y renacidas por todas (todes, si se quiere) las combatientes que se lanzan a la toma del  futuro a corazón abierto. . Mariposas encendidas, el puño alzado, encumbrando estandartes insumisos a través de los siglos.  Ahora saben, por ese extraordinario magisterio del tiempo, que es posible fecundar  la a utopía desde  ese Condominio  de la Esperanza donde arrendan os miserables.
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Vendremos por todos los caminos
Espectros vengadores surgiendo de las sombras
Vendremos estrechándonos las manos
La muerte llevará el estandarte
La bandera negra velo de sangre
Y púrpura florecerá bajo el cielo llameante.”
Louise Michel. Canción de las prisiones, mayo de 1871
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Heroína Mayor
(Viro major)

Habiendo visto la inmensa masacre, el combate
El pueblo en su cruz, París en su jergón,
La formidable piedad estaba en tus palabras.
Hacías lo que hacen las grandes almas locas
Y, deja de luchar, de soñar de sufrir,
Di: “yo maté” pues querías morir.

Terrible y sobrehumana, mentías contra ti
Judith la sombra judía, Aria la romana
Aplaudiendo mientras hablabas.
Tú decías a los graneros: “¡Yo quemé los palacios!”
Tú glorificaste a los que aplastados hollan el suelo patrio
Gritaste: “¡Yo maté! ¡Que me maten!” - Y la muchedumbre
Escuchaba a esta mujer altiva acusarse.
Parecías enviar un beso al sepulcro;
Tu mirada fija examinaba a los lívidos jueces;
Y tú soñabas semejante a las graves Eumenides

La muerte pálida estaba de pie detrás de ti.
Toda la basta sala estaba llena de terror.
Pues el pueblo sangrante odia la guerra civil,
Afuera se escuchaba el rumor de la ciudad.
Esa mujer escuchaba a la vida en sus confusos ruidos
De arriba en austera actitud de rechazo.
No daba la impresión de comprender otra cosa
Que una picota dirigida por una apoteosis
Y, encontrando la noble afrenta y el bello suplicio
Siniestra, ella apresuraba el paso hacia la tumba
Los jueces murmuraban: “¡Que muera! Es justo
Ella es infame - Al menos que no sea Augusta”
Decía su conciencia. Y los juzgan, pensativos
Delante sí, delante no, como entre dos arrecifes
Titubeando, mirando a la severa culpable.

Y los que como yo, te conocen incapaz
De todo lo que no es heroísmo y virtud,
Que saben que si te decía: “¿De dónde vienes tú?”
Tú respondías: “Yo vengo de la noche donde se sufre:
Sí, ¡yo salgo de la tarea del que hace un abismo!
Aquéllos que saben tus versos misteriosos y dulces,
Tus días, tus noches, tus curas, tus llantos entregados a todos,
Te olvidas de ti misma para socorrer a los otros,
Tu palabra semejante a las llamas de los apóstoles
Aquéllos que conocen el techo sin fuego, sin aire, sin pan
La cama de lona con la mesa de pino
Tu voluntad, el orgullo de mujer popular.
El áspero enternecimiento que duerme bajo tu cólera

Tu mirada detenida odia a todos lo inhumano
Y los pies de los niños calentados por tus manos:
Ésa, mujer ante tu salvaje majestad
Meditan, y a pesar del amargo pliegue de tu boca
A pesar que el malvado que se encarniza sobre ti
Echando todos los gritos indignados de la ley
A pesar de tu voz fatal y alta que te acusa
Viendo resplandecer el ángel a través de la medusa.

Tú estabas altiva, y parecías ajena a estos debates;
Pero, enclenque como todos los vivos de este mundo,
Nada los perturba más que dos almas unidas
Que el caos divino de las cosas estrelladas
Vea de pronto todo el fondo de un gran corazón inclemente
Y que un brillo sea visto en el seno de un resplandor

Victor Hugo
Diciembre 1871



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