La memoria es un tatuaje del alma. Se lleva en la conciencia y obedece a sus dictados. Indeleble, eterno, nos dice quiénes fuimos y revela lo que somos. Testimonio para presentir destinos y decidir qué haremos
viernes, 25 de octubre de 2013
Matar al tirano
Aunque pasen siglos te venceré. Peón cuatro alfil rey; peón tres alfil rey; peón cuatro rey; peón cuatro caballo rey; dama cinco torre rey. ..Muere, te lo advertí.
sábado, 12 de octubre de 2013
Juancito del monte
No
he vuelto a Telén. No sé si lo haré alguna vez. Debe ser por cobardía, que se
yo; quizás por rabia. O porque asumo que soy un sobreviviente y no tengo ni las
ganas ni la fuerza para comportarme como tal.
Si hasta he pedido a la Compañía que me cambie el
recorrido. Pensar que antes me gustaba andar por esos caminos solitarios plagados
de silencios. Podía pensar, me gustaba hacerlo. Ya no.
De todos modos tengo algo que
agradecerle a mis muchas heridas cotidianas. Van cicatrizando todas juntas y la
costra no permite la individualización de una u otra.
Pero todavía me acuerdo de aquel viaje
a Telén. Mañana fresca, la calle principal completamente vacía, tan solo
algunos grupitos charlando bajo en la frondosa arboleda que suplantó el segundo
refugio de Capdeville.
Entré contento al boliche, aunque algo
extrañado. Y fue Don José, arrastrando las palabras con esa parsimonia de
paisano acostumbrado a mirar correr la vida sin premura, el que me contó la
historia.
Siempre prefiero los mates a la
ginebra, pero confieso que no me costó demasiado acompañar al viejo en su trago
mañanero.
¿Se acuerda de Juancito? Me dijo. Y
como no me iba a acordar. Juancito, el arisco y dulce, el pedigüeño de revistas
de la capital y el lector ensimismado de muchas horas bajo la sombra de aquel
caldén que, me han contado, todavía existe.
Juancito. Que lindo tipo.
Don José no me lo dijo todo el golpe.
Así que, acostumbrado a sus preámbulos, me dediqué a evocar a Juancito, el
muchachón del monte, el mediano de los Carripilún que un día no hace muchos
años (tendría ocho o nueve), se perdió en la espesura y lo encontraron a la
semana medio muerto de frío, las ropas deshilachadas aterrando la honda con que
había salido a cazar las liebres que esa noche cocinaría su madre.
No escarmentó. Volvió al monte una y
otra vez. Ya grande cuando cambió el hacha por la cuchara de albañil y la
enramada por la piecita de atrás de los Anchorena convirtió al caldén de El
Alto como refugio para sus penas o lecturas. Esas que de tanto en tanto,
pasaban de las manos de mis hijos a las suyas.
Me estaba acordando de cuando me dijo que
se quería ir para Bahía, que si no lo llevaba. Y yo entusiasmado como el que le
ofrecí mi casa y todos los manuales que necesitara para terminar la secundaria.
Fue en ese momento del recuerdo en que
algo me advirtió que el tono de don José se había vuelto grave, más vacilante.
Así que cuando preste atención justo
el viejo me estaba anunciando que Juancito, el mediano de los Carripilún, se
había muerto.
Lo enterraron ayer. No se imagina el
dolor de la madre. Acá todos los queríamos, sabe. Viera que funeral. Si hasta
vino el intendente de Victorica. Cómo sería que el ministro mismo dijo que iba
a estar presente; pero, claro, tenía tantas cosas que hacer. Nadie lo pudo ver, el
cajón ya vino cerrado. Pensar que cuando se fue estaba loco de alegría. Nos prometió
a todos que iba a terminar la secundaria y seguirla estudiando, para hacerse
hombre de provecho. Alcanzó a escribir dos cartas pero nunca las envió. Parece
que las tenía entre sus ropas cuando lo encontraron. Tan solo a la madre se las
dejaron ver. Le gustaba tanto el monte y tener que venir a morirse de frío en
uno. ¿Cómo, no se lo dije? Si, fue lejos. En el Monte Kent, dijeron.
1982
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