A Silvina Herzel
El
movimiento es de una levedad extrema y
sin embargo la sombra que lo proyecta
sobre la pared amplía y confirma el
cambio. Luego, todo sigue igual. El atardecer ejecuta su primer bostezo y las
puertas del poblado van cerrando para que julio no penetre en los interiores.
Solo el persistente balbuceo del viento sobre las ramas desnudas de las acacias
se atreve a quebrar la quietud del crepúsculo.
¡Algo
se mueve, ahí hay algo que se mueve! Los últimos rayos de sol que se filtran
por la pequeña ventana de la habitación se desplazan extrañamente por los
muros descascarados y allí, en la caprichosa
grieta que apenas se vislumbra, un contorno adicional dibuja, un...no se qué,
indescifrable, que parece trasladarse lentamente.
En
los hogares las cacerolas inician su sinfonía mayor. Un incitante aroma a pan
tostado se expande por las chimeneas pregonando la sumisión de la comunidad a
sus ritos cotidianos. Más tarde, la nada.
En
las afueras un perro gimotea y, como todas las noches ocurre invariablemente,
en una suerte de exorcismo colectivo, alguien se atreve a mencionarla. La casa
de la que hablan entre susurros y sobreentendidos es una edificación común.
Tendrá treinta, cuarenta... cincuenta años y nadie recuerda cuando fue desocupada
ni quién vivió en ella por última vez. Un anciano insiste sobre una familia
venida desde la colonia y otros refutan trayendo a la memoria al linyera de
figura enjuta flagelado por el frío y el
hambre en la escuela abandonada de Avestruz.
Pero
no es el detalle de sus moradores ¿o quizás si? el que genera la inquietud y
hasta el desasosiego. No, es la casa. En algún momento uno sintió los primeros
ruidos ambiguos y otro los certificó. Luego hubo aquel comentario extraño
deslizado no sin insidia en la rueda formada por los clientes que se encontraban ese día en la cooperativa.
La imaginería hizo el resto.
El
viento del norte se hace más fuerte y los gemidos del perro encuentran su coro
en las orillas. La silueta se inclina hacia el costado pero ya no hay luz para
registrarla.
La
casa, que antaño se señalaba con un
brazo extendido ahora, como fruto de los loteos y cierta euforia inmobiliaria,
ha quedado dentro del radio urbano. Los jóvenes, cuando viajan de noche rumbo a
los bailes de Darregueira, la mencionan a sus novias pero solo pasan por allí en marcha lenta, sin
atrever a detenerse. La edificación
denota las consecuencias del tiempo en sus paredes y trozos de mampostería revelan prolijas
hileras de ladrillos asentados en barro. Cuentan, pero nadie fue testigo, que
una pareja quiso un día inaugurar su amor en aquel cobijo y nunca más se supo
de ella. Los pobladores no desmienten ni confirman el episodio pero un espeso
manto de silencios y evasivas cubre irremediablemente al que procura mayores
precisiones.
Durante
el trajín de las jornadas la casa pasa desapercibida y el despliegue de rodados
y niños por el acceso a Guatraché desmiente las tribulaciones nocturnas. La
inquietud sobreviene por las tardes y se acrecienta hacia la medianoche. ¡ Si
hasta los agentes del rondín cruzan la calle cuando enfrentan su vereda!
Los narradores de historias también aseguran que
por ahí no vuelan pájaros ni se escucha su canto.
Allí
está ella, desafiando los tiempos, atrapada en sus misterios, quizás incitando
al desafío. La casa que no se doblega, que resiste el asedio, solo claudica su
corteza, tal vez la razón de los quejidos. Pasan los años y el lugar repele a
los osados, a los usurpadores de sitios ajenos, a los escépticos de sueños
inseguros. Con el tiempo la aldea se hace grande, como ese temor umbroso que la
rodea. Su magia ejecuta los pases más inverosímiles ante el estupor de los que
no creen, ante el rubor de los que no entienden.
Como
un antiguo bastión el sitio ha quedado envuelto
de baldíos que no han tentado a ningún comprador desprevenido. Los que
han construido en los alrededores guardan desde hace mucho un cerrado hermetismo
sobre las historias de ruidos y quejidos que abundan en los corrillos de los
negocios de la misma calle principal pero hacia el centro. Además, no hay quién
reclame su posesión y se sabe que en la municipalidad la hoja catastral,
correspondiente a esa manzana, fue
arrancada.
Los
viajantes fueron los responsables de esta malquerida notoriedad. Por alguna
extraña razón los vecinos de Guatraché nunca hicieron gala en forma pública del
centro de sus preocupaciones. Incluso se sabe de quienes interrumpieron una
amistad en ciernes cuando un forastero intentó asociar la casa con los duendes
que habitan la laguna. Se dice más, especulan
que tal vez el lugar prolongue las incógnitas de la extinta Remecó, pero
ya no está con nosotros Gonzalito, el
hombre que veía con las manos, para robustecer o desalentar la especie.
¿Hay
algo que se mueve tras los eucaliptos?
Los
espectros de la oscuridad inician su danza pueblerina y el cansancio termina
por desalentar a los últimos contadores de misterios. Una vez más la tentación
de una excursión nocturna ha sido desbaratada y las conversaciones se desangran
lentamente entre promesas que nunca jamás serán cumplidas. El que lee, el que
se atreve a leer las pocas líneas que de la casa se han escrito siente un
delgado escalofrío en el centro de la espalda.
Inquieto, acaricia celosamente el atado de papeles mientras la sombra,
por una rara rotación de la luna de invierno, se eleva inexorable como esa nube
lóbrega que el viento hace progresar hasta envolvernos. Los perros,
callan.
. mayo 29.l994