En los umbrales del recuerdo, en las costas de lo que
fue el caudaloso Chadileuvú, quedó, en una jornada de
bienaventuranzas, boyando en el medanal, un temple.
Lo dejaron ahí
aventureros, conquistadores, buscadores
obsesionados por el Lin Lin (la trapalanda) y sus augurios. Una forma de afinar que sobrevivió
al tiempo buscando prorrogarse en las guitarras que habrían de amanecer,
siglos más tarde, en estas dilataciones de la esperanza que denominamos
Para los que están al corriente, invocar temple es describir muchas cosas. Andan por ahí bellas melodías
con la sexta en Re. Pero también sostienen, los que saben, que pronunciar “temple”
en esta comarca es acrecentar su
enjundia e invocar a un hombre y su guitarra.
Él constituye la razón que nos convoca. Hermano, maestro,
amigo, precursor de lo que llamamos cancionero.
¿Qué más exponer que ya no se haya dicho? ¿Un exquisito compositor e
intérprete? O mejor: un musiquero fino de extremada sensibilidad que descubrió esa enorme ofrenda de armonías aguardando
en las inmensidades del Oeste y las hizo
suyas. Las recreó y otorgó nuevos significados fundando una manera
de latir , de sentir y de pulsar el encordado.
Estamos recordando, ya se sabe, al heredero de
esa singular afinación que Bustriazo Ortiz, en el corolario de una
noche embrujada, bautizó “del Diablo”: Guillermo Mareque.
Con él, abrigado
entre las cuerdas, anduvo febril por mil caminos, abriendo la traza de otros
tantos.
Su existencia
no fue fácil en esas travesías. Fue
ganando tesoros y perdiendo otros de elevado costo.
Derrotas.
Desgarros del l corazón.
Menos mal que estaba su instrumento.
. Resuenan por ahí los versos de Morisoli mentando al
desgajado. Un retrato de vida y cofradía:
“Y la chicharra del Verano
al verlo así, sin ramazón,
pasó de largo, cantó lejos,
muda la siesta le dejó”
(…)
“Sabias maderas de guitarra
Tarde o temprano
flotarán…”
Y al fin se
plasmó, menos mal, esta antelación
auspiciosa de la lírica.
Mucho le debemos, tanto como lo gozamos.
Aquel estilo, esta milonga, esa mínima caricia en las
cejuelas para insistir “te quiero” a la
mujer amada.
Partió hace
poco y apenas tuvo tiempo de musitar adiós.
Se lo llevó un cortejo sinfónico por esa huella bardina que nadie tapa
-se fue,… pero no se fue. Engaños de los sentidos,
jugueteos del subconsciente...
Cada tanto retorna para recordarnos,
apelando a un sabio magisterio musical, con qué recursos
se vence al olvido y la distancia.
Lo hace una y
otra vez y no se cansa. Entra, parroquiano y patrón de un boliche orillero y se sienta a confirmar que está de nuevo cada
vez que alguien lisonjea un diapasón y asoma,
curiosa, una calandria.