sábado, 20 de mayo de 2017

La sociedad y los poetas muertos


fotos de JimiR odríguez,revista Orsai y documental sobre Sena


Otoño, junto con las hojas caen las revelaciones. Malos presagios. Voces de la palabra escrita, amigos, lectores, vienen alertando acerca de una constante de esta etapa: la pavorosa  –y eficaz- agresión contra los bienes simbólicos. Además de los concretos, claro.        
         Tanto en General Pico como en Santa Rosa  y otros puntos del territorio la proclama se alza  por  las incertidumbres sobre los restos de Juan José Sena y  el desamparo del sepulcro de Juan Carlos Bustriazo Ortiz.
         No suenan extrañas estas situaciones en un país donde  desde el mismísimo corazón del poder se niega, desprecia  o banaliza la monumental llaga de los treintamil.
         Pareciera un designio de la historia, Acaso lo fuere: habitamos esta parcela  del tiempo que aun desconoce dónde se encuentran   los despojos  de Narciso de Laprida ¿Acaso el mismo destino asignado a los de  Juana Azurduy?
         Ni que hablar de Moreno, el primer desaparecido. O Martín Thompson, el segundo. Ambos devorados por él atlántico y la ferocidad de una época  sin tregua.
 Por ahí deambulan, lóbregas, las endechas de María Remedios del Valle, la ignorada Madre de la Patria.
         Los desaparecidos no desaparecen, los desaparecen.
A esta altura nadie desconoce  que no hay muralla contra la muerte. Pero obra en nuestro poder  el antídoto contra el aciago espectro de la exclusión
         En los inaugurales años setenta muere otro poeta, Jacobo Fijman,  condenado al abandono desde mucho antes  (“fui un  desaparecido,  el más ausente…”) Habrá de ser otro escritor, el querido y respetado Vicente Zito Lema, quien recate sus restos condenados  a la fosa común.
         Vicente elaboró una operación clandestina y nocturna para evitar que su “poeta en el hospicio” muriera de olvido.
         Ahí está la razón de esta exigua  elegía: subrayar un plan de acción, en las coordenadas de lo subrepticio o moral, orientado  a impedir  que nuestra propia memoria quede  sin aliento o nos juegue una mala pasada.
Al soslayo o al amparo de discursos y edictos de ocasión.
Hacer las cosas, como sea, hasta extremar el colmo de nuestra imaginación o  capacidad,  tal vez porque  la  injusticia   es grande y la vida, corta. 
Ciertamente, intimaría  el propio Fijman porque, el arte tiene que volver a ser una forma de sinceridad.
        
        
        
        


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