Foto Pablo De Pian
En la penumbra biliosa de una casa de inquilinatos la mujer tapa todas las hendijas. Lo hace lenta y
cuidadosamente, como si fuera dueña del reloj del mundo. Luego, raspa sus manos contra las
mejillas y cuenta sus arrugas. Una a una, hasta que las yemas claudican, exhaustas.
En
el país de los olvidos el rey es el silencio.
La reina es una noche
sin estrellas que bebe sombras en el altar de los sedientos. Danza. Con gesto
pródigo regala un niño a un umbral desnudo y lo bendice con dos gotitas de cólera.
Ejecuta una coreografía voluptuosa y definitiva. Gira y gira hasta dominar al
viento. Vuela. Vomita tormentas en las rondas de los ancianos.
Ellos están allí, dando vueltas y vueltas,
como madres, en la plaza de los jueves.
Rondas de un molinete sin retorno.
Círculos, hasta llegar al séptimo.
Piden pan con ademán de niños. Piden pan
mientras un altavoz anuncia que los
últimos quedarán.
Lejos, en la desmesura del
monte bajo que queda poco más allá de Carro Quemado el anciano busca un claro
alfombrado de pasto puna. Inclina su cabeza contra el cuero de un caldén y se deja caer hasta quedar
sentado. Cierra los ojos y aparecen las imágenes sepias de toda su vida, cuadro
por cuadro, vuelta por vuelta. Cuando concluye con la ceremonia del recuerdo
alza la vista y se detiene en el ascenso de las águilas que parten hacia la luz. Musita
una oración de despedida... De nadie, porque en las últimas evocaciones ha
quedado solo. La soledad, ya se sabe, es una compañera que suele ser preñada por la tristeza.
Una llovizna voluble humedece el
semblante mustio. Las gotas, exiguas como lágrimas de viejo, forman
lagunitas en el cuenco de sus manos que han quedado hacia arriba, como reclamando
al cielo.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario