Guadalupe y Mariano
El capitán extiende el brazo. El
utensilio inicia su recorrido terminal hacia el enfermo que imagina las
mejillas de María Guadalupe Cuenca, luminosas de marzo. La niña de Chuquisaca
se sobrepone, como una transparencia, con la tez curtida de este marino de apellido imposible que baja los párpados,
incómodo. El barco prosigue su derrota y la penumbra deja vislumbrar una
advertencia funesta en esa mano que se aproxima.
El portador de los entorchados se
estremece por una súbita revelación que vuelve todo inútil: en ese cuerpo
desvalido germina, implacable, la promesa ominosa de la palingenesia. Lupe
quita una mota de pelo de sus ojos para
ver a través del mar. En el lecho, un relámpago
fugaz alumbra memorias que inquieren. Una a una a, por todas las
rugosidades de América. Recorre los socavones de Potosí y las quebradas de
Tilcara; la crispada soledad de las galeras
y las cicatrices de las rastrilladas que el llano desplaza proa el oeste. Rastrea entre los gritos paceños que
el viento reverbera y en las endechas del miserere de Cabeza de Tigre. Busca.
En tanto el recipiente, acarreando razones inconfesables,
prosigue su migración rumbo los agrietados
labios del hombre postrado que, mirando más allá de su vida, busca. Hasta
encontrarla.
(de la serie “Cartas de Amor a Moreno”)
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