En la penumbra amarilla de una casa de inquilinatos la
mujer tapa las hendijas. Lo hace
lenta y cuidadosamente, como si fuera dueña de todo el tiempo del mundo. Luego,
raspa sus manos contra las mejillas y cuenta sus arrugas. Una a una, hasta
llegar a la final.
En el país
de los olvidos el rey es el silencio.
La reina es una noche sin estrellas
que bebe sombras en el altar de los sedientos. Danza. Con gesto pródigo regala
un niño a un umbral desnudo y lo bendice con dos gotitas de cólera. Ejecuta una
coreografía voluptuosa y final. Gira y gira hasta dominar al viento. Vuela.
Vomita tormentas en las rondas de los ancianos.
Ellos están allí, dando vueltas y vueltas, como madres, en
la plaza de los miércoles.
Rondas... vueltas y más vueltas.
Círculos, hasta llegar al séptimo.
Piden pan con ademán de niños. Piden pan mientras un altavoz anuncia que los últimos quedarán.
Lejos, en la desmesura del monte bajo que
queda poco más allá de Carro Quemado el anciano busca un claro alfombrado de
pasto punta. Inclina su cabeza contra la corteza rugosa de un caldén y se deja
caer hasta quedar sentado. Cierra los ojos y aparecen las imágenes sepias de
toda su vida, cuadro por cuadro, vuelta por vuelta. Cuando concluye con la
ceremonia del recuerdo alza la vista y se detiene en el vuelo de las águilas
que parten hacia la luz. Musita una oración de despedida... De nadie, porque en
las últimas vueltas se ha quedado solo. La soledad, ya se sabe, es una
compañera colmada de tristezas.
Una fina y extraña llovizna comienza a
caer y las gotas, escasas como lágrimas de viejo, forman lagunitas en el cuenco
de sus manos que han quedado hacia arriba, como reclamando al cielo.
(del libro Viejos, tras un retazo del olvido)