viernes, 21 de noviembre de 2014

Los Serenito


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       Los Serenitos son dos muchachos que parecen haber dejado la adolescencia el jueves anterior. Por sobre sus gorras flamean al viento largos cabellos, rubios. Sus ropas holgadas parecen contener en los bolsillos un arsenal de recursos inagotables.
       Asoma por allí un libro con la vida del príncipe Kropopkin y decenas de panfletos con que los Serenitos aspiran, desde que se lanzaron a andar, incendiar la pradera.
       Vienen cada tanto, sin apuros, a polemizar con el hombre que vino del frío o el que cuadre. Y se marchan luego, sin rencores, acaso con alguna satisfacción en las alforjas, amenazando con nuevos temas de debate.
       Los Serenitos arrastran en sus andares por la llanura, trabajosamente, una lechera Charoláis que es su motivo de orgullo. Esa es la razón central por la que todos aguardarán, con recatada ansiedad, la concreción de una rutina constelada de gozos.
       Cada tanto sucede y es una fiesta. Uno de ellos se adelanta hasta que su presencia se hace conspicua para todos los peregrinos. Concibe un pase circense que culmina con una pantomima galana con la gorra. Tras ello ejecuta dos saltos inverosímiles y se aproxima a la lechera para hablarle al oído.
       En tanto el otro Serenito ejecuta una cabriola y abriendo todos los dedos de sus manos los muestra en lo alto. Sin transición comienza a cerrarlos, uno a uno, hasta que construye dos puños.
       A continuación se aproxima a su compañero. Ambos mantienen un diálogo de callada elocuencia con la lechera que sólo es interrumpido cuando ésta mueve su cabeza graciosamente consiguiendo el insistente tañido del cencerro.
       Así vuelve a suceder esta vez.
       De repente se desata, como un relámpago, un jubileo que gratifica los corazones y regodea a las comadres: decenas de niños, portando sus jarros de lata, corren al pie del animal para beber leche fresca y espumosa cuyo sabor es proverbial en la zona.
       Chocan, los jarros y las risas, en una alegría coral y contagiosa que pocos conocen fuera de la Espiga de Oro.
       De estas pequeñas rutinas se alimenta el ideario humilde de la felicidad...

(fragmento del capítulo final deEl Hombre del Potemkin) 

ELOGIO DE LA LUCHA

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