martes, 22 de mayo de 2012

Miserere del adiós

El hombre que amaneció donde el sol se desahucia, en esas escoriaciones del basalto que llamamos barda, lisonjea a un encordado celeste y canta.

Canta y dice y al hacerlo se describe.

No expresa todo, claro, ni acaso la mitad de un andar taciturno y ensimismado que encuentra en la guitarra su exorcismo.

El hombre que vino desde aquellas reverberaciones de la luz, vocero y cónsul, pintor y albañil de su solar sediento, nunca se fue.

Estuvo por aquí solamente para ahondar fraternidades y ejercer su magisterio. Para fundar la matriz de una milonga con la sexta en Re y el corazón en Sí.



¿Escucharon su oración al vino negro?

¿Alguien sintió alguna vez sus carcajadas?

¿Quién reparó su tiritar entre la escarcha?

¿Existen testigos de su llanto?



La convocatoria alimenta el inventario y acuden voces de los puntos más dispares.

Testimonios, que es como decir diapasones de la memoria.



- Lo vi ofreciendo un cafecito al general.

- Hizo lo suyo en la honra tropical a la Espinela.

- Escuché sus relatos en el Molas.

- ¡Le hizo fruncir el ceño a Zitarrosa!

- Llevaba al hombro el lazo de don Tapia.

- Se fue de aquí, tras un pañuelo blanco...

- Lo vieron anteayer andando soledades.

- Todavía está su huella en aquel piso encerado.



Y si acaso el paso del tiempo añade otras capas al medanal, soplará el viento sur para reparar remembranzas.

Soplará, para ratificar su majestad comarcal, una y otra vez.

Y otra...

Cada vez que lo haga florecerán vislumbres del hombre que vino desde las prolongaciones del horizonte a dejar un rastro diáfano, talvez algún estilo, una proclamación de la llanura, en el centro exacto de nuestros corazones.

Porque el hombre de la bufanda roja y la copla sabia, perseguidor del itinerario del Pampero, no se fue…

Se hundió en silencio, como una puñalada, en las profundidades de cada uno.



                                                                                                    JCP-07

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