lunes, 7 de mayo de 2012

El Encuentro





El cronista acomodó su brazo en el mostrador, inclinó  levemente el cuerpo y formalizó el séptimo intento por embocar el pucho en el tacho con arena que el Turco, prudentemente, había colocado en el esquinero que da a la puerta. Falló. Disgustado, caminó hasta la ventana y se puso a mirar el otoño que se escurría entre el aljibe y  los caldenes de la entrada.
        Se da cuenta -murmuró  sin mirar al hombre que saboreaba su ginebra parsimoniosamente en el rincón opuesto- la espalda contra la pared del salón: es una tarde definitivamente linda para hacer algo. Y yo nos sé qué.
        No hubo respuesta. No era tampoco una pregunta. El hombre siguió con los ojos puestos en los colores que Molina Campos había colocado al mes de mayo en el almanaque de alpargatas y volvió a mirar al Turco que con movimientos lentos sacaba filo al empecinado facón que siempre guardaba bajo el mostrador, junto al sieteluces de apagar entreveros.
        Me ha reconocido pero no está temeroso -pensó Juan  Bautista-; Eso puede ser bueno o malo. O me tiene fe o está esperando ayuda. Ya vamos a ver.
        Un rayo de sol se demoró sobre los aperos cobijados por la enramada y el cronista se preguntó si le convendría partir a la madrugada o esperar hasta el día siguiente. En realidad tenía mucho tiempo: iba con rumbo a La Rinconada a encontrarse con una historia y un poema que había leído tiempo atrás en Santa Rosa. Luego regresaría  por Puelches para verificar qué era eso del cobre. La noche anterior el negro Paulino, el Sapito y la Calandria lo habían deslumbrado con sus relatos, sus voces y sus guitarras. ¡Lástima que se hubieran tenido que ir a buscar ese estilo que el Bardino les había prometido! Lástima.
        El local era espacioso, demasiado para los tres hombres silenciosos. El robusto mostrador albergaba algunos porrones  y varios vasos prolijamente apilados por el Turco. Por encima, la vieja reja de madera que había contenido tantas provocaciones recogía los últimos mensajes de sol que se filtraban por la ventana. En el lado opuesto a Juan Bautista una pared y una sólida puerta de algarrobo custodiaban el escritorio y el acceso a las piezas.
El cronista abanicó su mirada por el interior del boliche. Se detuvo en el minucioso trenzado de los lazos, en la fina estructura de las sillas esterilladas y en las chaquiras que el Turco atesoraba en la vitrina donde guardaba los tarros de tabaco y las largas hojas de acero templadas con la vieja sabiduría del fuego y el aceite. Quizás tenía razón Pablo cuando me despidió: "Te vas a ir a otro lugar del tiempo... donde el hombre plural, unido hermano, indispensable, se redime en la urgencia -tan malherida pero tan intacta-  de edificar la historia con sus manos". Sí, acaso tenga razón. Un imperceptible movimiento en la suave ondulación que precede al frente de la edificación lo sustrajo de sus pensamientos y permaneció con la mirada fija entre el hueco de tamariscos, con cierta expectación. Entrecerró los ojos.
        La silueta desgarbada comenzó a recortarse con mayor nitidez sobre el horizonte. A medida que avanzaba a paso ligero y cortito los detalles se hacían más precisos   entre las últimas  reverberaciones del sol. Viene a pie. ¡Qué raro! La figura se detuvo para tomar un descanso en el último recodo y cambió de mano un gastado portafolios de cuero marrón. Camisa gris caqui, pantalones negros y un saco grueso de finas solapas. Botines acordonados, raídos y polvorientos.
        El cronista creyó oportuno advertir:
        _Se acerca un hombre.
        Juan Bautista levantó la vista. Bajó las manos y se recostó con mayor firmeza contra la pared de tablas y chapas.
El turco interrumpió su labor y se corrió unos pasos hacia la derecha, cosa que cuando abriera la puerta el sol no lo encandilara de frente.
     El caminante tomó otro breve respiro. Del bolsillo superior de su saco extrajo un prolijo pañuelo con el que se secó la frente y mesó los cabellos peinados para atrás. Luego rascó su barba rala y cana y lanzó un profundo suspiro al tiempo que volvía su mirada, como para medir la distancia recorrida.

Largo camino el que va de Puelches al boliche. Allá quedó sepultada, al fin el último vestigio de la niña araucana. Ya no más noches de insomnio. ¡Qué paz, ah que paz! Bella niña araucana, un coro de pifulcas vela por tí.

     El cronista lo reconoció: Llega en el momento exacto, la hora del atardecer bermejo, como pensado para él. La misma estampa familiar del puente de Puelches, de la escuela de Puelches, del otro boliche, el del almacén de Tomas.
     -Es Juan, el linyera poeta- anunció.
     Los otros dos hombres se distendieron.
     La medianoche avanza sobre el oeste. El Turco dormita sobre el mostrador mientras el cronista trata de no perder detalles de la conversación susurrada entre los dos personajes del rincón, apenas recortadas sus figuras por las bondades de un Sol de Noche de leve siseo.
     -Yo le he dedicado unas trovas, aunque no muchos las conocen -dijo Juan.
     -Ya lo sé, tocayo, ya lo sé.
     Juan Bautista comenzó a armar meticulosamente un cigarrillo al tiempo que ofrecía su  tabaquera.
     -No- El poeta dibujó una sonrisa. -Yo ya he elegido lo mío- dijo señalando el vaso con líquido oscuro cubierto por un plato de metal.
     -Usted dirá, cada uno busca la mejor manera de morir. Yo quiero acabar con los ojos mirando al sol.
     -Y yo quiero hundirme lentamente, en medio del estrellerío.
     -Sobre gustos...
     Juan lo miró con aire pícaro, juntando las cejas.
     -¿Anda de paso?
     -Pregunta  zonza, claro que ando de paso. Voy en busca de algunas respuestas.
     -¿No las encontró en su viaje por el norte?
     -No, de la misma manera que usted no las encontró en el sur.
     -Yo insisto, aunque esté algo cansado.
     -Yo también.
     Juan Bautista destapó el otro porrón que aguardaba en la mesa y ambos brindaron en silencio. Ninguno reparaba en el cronista, ni en el Turco.
     El poeta señaló las troneras estratégicamente dispuestas en las paredes del local y se rió.
     -Este Turco, de haber vivido en Europa, hubiera construido almenas. Precavido el hombre, ¿ya lo reconoció?
     -Creo que sí, pero no le importa. ¿ y a usted?
     -Sabe que no. Alentaba la sospecha que algún día nos cruzaríamos.
     -Sí. Somos hombres de dos tiempos distintos pero esto era inevitable. Y me gusta.
     -Claro, a mí también, pero siempre me pareció que iba a ser difícil. Yo ando sin apuro, navegando en vinos y recuerdos. Usted en cambio...
     -No se engañe. Los apurados son los otros. Yo busco lentamente la leyenda.
     -Entonces, tenemos tiempo.


     El cronista venció el último vestigio de reserva y acomodó su silla más cerca de la mesa. Los otros dos lo miraron brevemente y asintieron en silencio. Luego, las largas parrafadas sobre el vino y las distancias, detalles de recios entreveros y esa manía de modelar la historia a fuerza de presencia. El poeta desgranó coplas sobre sus amores que al final son uno solo. Juan Bautista salpicó la charla con anécdotas, esas que el viento va agrandando hasta convertirlas en huracanes. Ninguno de los dos terminó de emborracharse.
     El amanecer se apoderó del paisaje he inundó totalmente la fachada del boliche de Chacharramendi. Juan Bautista acabó de aprestar el Lobuno y aceptó el paquete que el Turco le entregó en silencio mirándolo a los ojos
     -Gracias- dijo y le tendió la mano.
     Luego se estrecho en un abrazo con el poeta.
     -Cuídese, que el vino no le gane.
     -Apúrese, que la muerte no lo alcance.
Ambos partieron con rumbos distintos.



                                                               Juan Carlos Pumilla
                                                                                     25 de Octubre de 1987

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