Sobre la alfombra de la habitación papeles y fotografías superpuestas integran un caprichoso solitario. Un cigarrillo estrangulado resiste su muerte y las volutas ascienden y ondulan creando la ilusión de nubes sobre parcelas irregulares, tal como Santa Rosa es apreciada desde los aviones.
Una de las instantáneas inaugura el festival de la imaginación. Los ojos del que la contempla se detienen en el perfil de la ciudad desperezándose de Este a Oeste, revelando, tal vez, la intención del fotógrafo por registrar el itinerario del sol.
En el costado de la derecha la gran barca se obstina en una singladura de papel y viáticos. Un ordenanza grita tierra y encalla entre los médanos.
Un poco más acá la figura del hotel Calfucurá expone a pecho abierto incongruencias de aluminio y neón. Postrados a sus plantas hormiguean los viajeros que vomitan los micros multicolores. Probablemente ellos obtengan una visión más privilegiada del edificio pero no se les advierte intención de desviar la vista más allá de sus cabezas.
Los que se van no miran hacia atrás. Los que vienen tienen bastante con la lujuria tropical que derrama la arquitectura del lugar y el despliegue brutal de palmas sin edictos.
Desde las alturas los pasajeros parecen microbios alucinados. Resulta gracioso verlos tan ridículamente pequeños pero el individuo, que en la terraza enfoca sus prismáticos hacia la laguna Don Tomás, los ignora. Su interés está concentrado en un punto del recreo cuyas aguas todavía no huelen a podrido en este verano anticipado que se le antoja al Niño.
La muchacha seca su cuerpo con energía, tal como recomienda el Para Ti. Un distrito pálido evade la vigilancia del sostén indicando la frontera del bronceado. El sujeto de los prismáticos también repasa su frente con un pañuelo. Al retomar el apostadero descubre que la niña del tostado municipal ha desaparecido. No queda por allí nada más interesante.
Se equivoca.
Tras los tamariscos bandadas de niños ríen y juegan a determinar quién orina más lejos. El campeón arquea su cuerpo como un Apolo criollo y el pis caliente construye cráteres en la arena. El horizonte también hace jugarretas y eleva columnas de humo rojizo y denso como una reacción emergente de la meada. Géisers de las pampas chatas. Quizá, alguna vez, un rabdomante inquieto descubra esta napa que une las orillas del espejo de agua con los hornos de ladrillos.
La brisa vespertina contrabandea cenizas y las arroja en el microcentro. Un racimo de estalagmitas de hormigón incierto despliega sus toldos intentando discernir lo que es destino de lo que es venganza de aquellos arrabales que atardecen.
En la esquina se desocupa el siglo.
Vecinos de pies agobiados repasan al tacto sus tesoros en el fondo de los bolsillos mientras extienden la vista para detectar el colectivo. Alguien intenta una metáfora que tampoco llega. Un jubilado sienta su cansancio a pasteurizar ilusiones en tanto un grupo de chicos corre entre los automóviles para establecer quién los atropellará primero. A pocos pasos, la fe juega a las barajas en lo alto de la catedral y los tordos de los fresnos se divierten silenciando a las campanas.
El paseo, surcado por andares bisectrices, apresta sus galas para recibir a las señoras Furia y Desamparo, soberanas de ese Campo de Marte que cada noche reinaugura y extiende.
Una lata de cerveza se estrella sobre la cabeza de San Martín que, aturdido, señala a sus agresores hacia otro lado. El sonido del impacto reverbera en las florecidas parabólicas de la modernidad. Ejecuta una pirueta, vacila, hasta hacer centro en la vincha de Calfucurá que lo desmaya a los pies de un estatal sin rostro cuya corbata huye con rumbo al barrio del Matadero. No lo logrará; al cruzar la avenida de circunvalación un piquete lo detendrá. Allí, le dicen, está clausurada la esperanza.
Los prismáticos pierden su foco y el vigía del mangrullo desespera. Renueva los intentos hasta que sus ojos localizan hacia el Sur a una mujer de pelo ensortijado que cruza la avenida Luro. Lleva anteojos oscuros y su cuerpo despide un olor a lavanda que aroma el barrio y lo alegra.
Seguro que es setiembre, estallan las retamas.
De sus hombros enjutos cuelga un bolso de cuero marrón que en el vaivén roza sus caderas despertando urgencias. La mujer ejecuta una verónica a un motociclista suicida y apresura el paso para perderse en el borde inferior de la fotografía. Precisamente junto al pulgar del hombre que renuncia a un nuevo cigarrillo porque tocan a su puerta.
Juan Carlos Pumilla
Octubre de 1999
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