Cuando aún no se han disipado los ecos
del debate que origina el pedido de cambio de denominación del sector Oeste de
nuestra avenida central, por remitir al artífice del exterminio aborigen, un
cura párroco ha pronunciado una fervorosa reivindicación del terrorismo de
Estado. La exégesis reavivó la
consideración no sólo sobre el papel de la iglesia durante la autoproclamada Conquista
del Desierto sino también la participación
de la institución en la implementación y
respaldo del plan genocida al que el cura Jorge Hidalgo adhiere y legitima.
El agradecimiento sacerdotal a la faena
de Videla remite a otras de idéntico tono:
“Dios
en su infinita misericordia ha proporcionado a estos indios un medio
eficacísimo para redimirse de la barbarie y salvar sus almas: el trabajo; y
sobre todo la religión, que los saca del embrutecimiento en que se
encontraban.”
Este sentimiento de gratitud fue expresado por monseñor José
Fagnano en la culminación de la incursión punitiva de otro general, Julio
Argentino Roca.
Fagnano acompañó las tropas del Ejército argentino en
representación de los salesianos, cuya presencia en el escenario de combate fue
auspiciada por el propio gobierno en la convicción de que Iglesia y Estado
compartían el mismo objetivo: liberar y homogeneizar culturalmente al país en
el proyecto civilizador. A este propósito contribuiría, centralmente, por un
lado la ley de Educación Común y, por otro, el Evangelio.
La cruz y la espada, del brazo y a los codazos en la
edificación de un aparato ideológico destinado a dominar, tal como lo
describiera Gramsci.
Hidalgo
no es Fagnano. Le falta edad,
protagonismo y sustancia.
Por
ello resulta interesante y hasta conlleva un desafío , introducirse en la
indagación acerca de los potenciales orígenes de una cuajada formación metafísica que lleva a un joven de 31 años, nacido al
borde de la democracia, a sostener lo
que sostuvo.
En
esa franja etaria, la mitad de la cual fue consumida en el seminario, es
admisible concluir que el apologista del crimen colectivo moderno
incorporó estos contenidos en el seno de la propia Iglesia.
Hay
indicios que tornan razonable este presupuesto.
Hagamos
memoria.
No
está lejana la prédica del capellán de
la unidad militar de Toay, Alberto Espinal que invocaba tal carácter para interrogar a Ana María Martínez condenando sus opciones ideológicas e
instándola a la delación.
Espinal
fue denunciado en el reciente juicio a la Subzona 1.4 y en su actual
retiro en Casa Inspectorial "Nuestra
Señora de Luján" del barrio porteño de Almagro apela a la desmemoria
aunque no titubea en acentuar su fraternidad
con Ramón Camps.
Espinal,
salesiano, desempeñó su capellanía durante el obispado de Adolfo Arana, el monseñor que poseía las llaves y el discernimiento sobre todo lo
que acontecía durante el reinado de la tortura.
Como una
competencia de postas resulta inevitable enlazar las conductas de Arana con
las sentencias de su antecesor en la diócesis pampeana, monseñor Jorge Mayer, a quien se
recuerda en Bahía Blanca por sostener en 1976 que “La guerrilla subversiva
quiere arrebatar la cruz, símbolo de todos los cristianos, para aplastar y
dividir a los argentinos mediante la hoz y el martillo”
No
extrañan, no debieran extrañar estas enunciaciones en hombres provenientes de
una iglesia que en 1904 produce una señal anticipatoria de lo que hoy nos ocupa. En el curso de una ceremonia signada por la
gratitud emplaza, en la torrecilla de la
por entonces casa parroquial, una campana
proveniente de la fundición de cañones de la cercanamente consumada “guerra” del desierto. Circundando esa pieza de bronce refulgía
la leyenda “Gloria a los soldados argentinos que
conquistaron la Pampa
a la civilización”
Palabras
más, palabras menos…
JCP