Desprende con destreza los veintidós
botones de la blusa y ofrece el pecho al demonio de cachetes rojos que, en el
lecho del brazo arqueado, succiona con avidez. La muchacha acaricia su frente e
introduce, en el pañuelo con que se cubre, un mechón rebelde color miel.
El niño agita sus brazos en el momento en
que una gota, como una lágrima, cae sobre su mejilla.
La muchacha eleva la vista al techo de chapas del galpón de
ferrocarril. Se distrae un momento siguiendo el itinerario de las gotas de la
condensación que van construyendo cráteres diminutos en el piso de tierra que
algunas matronas resueltas han barrido y regado por la tarde, para la ocasión.
Las glotonas succiones del niño constituyen la única nota discordante
que quiebra la callada tregua que se han impuesto los asistentes.
Nadie, o casi nadie, ha
faltado. ¡Si hasta los de la Carlota han venido, polvorientos y
apretujados, en la caja de un camión
fuera de punto y de barandas carcomidas! En aquel rincón los Ternovoy. Más acá
los Kasper que han llegado a última hora. También los Naunchuk, Betenhauser y
los demás...
Desbordados de una nerviosa expectación se ensimisman en el
informe que un diligente ofrece, de manera tosca y elocuente, sobre las novedades
de la hora.
El hombre estruja la gorra con sus manos a medida que su intervención
se introduce en regiones tan delicadas como desalojos o tasas de interés del
dieciséis por ciento sobre el resultado de las cosechas. En tanto crece el
relato sus hombros van cayendo agobiados por un peso insostenible.
El calor aumenta en el interior del galpón pero afuera hace frío.
Ese contraste originó en los inicios del encuentro algunas jocosidades
(“cuídate, Ana, que vas a quedar cruda al medio”) pero estas predisposiciones
al buen ánimo han sido solo recursos defensivos ante la presunción de algo funesto.
Algunos se recuestan o sientan sobre los fardos de pasto apilados
en un costado mientras que otros prefieren seguir las alternativas de la
exposición parados con las piernas abiertas. Llaman la atención, se balancean hacia
delante y hacia atrás como si estuvieran
sobre una embarcación; es un vaivén acompasado con el que tal vez estén elaborando una críptica metáfora
sobre el tiempo o la vida.
Un grupo numeroso se apoya
contra la estiba de bolsas que resiste, menguada por la humedad, a la espera de
mejores precios.
Fuera del corrillo un grupo de niños juega a la payana con empeño
y recato. Saben, con esa rara intuición que los adultos añoran en su madurez,
que esa noche no habrá sermones por rodillas sucias
Dos perros de raza indefinida olisquean en los rincones en procura
de alguna rata distraída. Mientas husmean, no dejan dudas de su presencia en el
nuevo territorio orinando sitios estratégicos con rigor y economía.
El que informa tiene la voz opaca y exhibe unos papeles sobre el cajón
que oficia de escritorio. Los papeles no dicen mucho pero sí lo suficiente. Y
lo que no queda claro en esos papeles se manifiesta con elocuencia en la
precaria contabilidad que alguien ha dibujado con una rama sobre la tierra.
Trazos torpes que revelan de manera brutal que algo, tal vez una promesa,
quizás un sueño, quedará pendiente para un futuro que se hace el distraído.
Algunos puños se cierran. Los que se ubican en la primera fila bajan las cabezas mirando al suelo. Pero el
lenguaje de la tierra resulta demasiado hermético para las urgencias.
La explicación termina y el dueño de la voz opaca estrangula la
gorra como si con ese gesto pudiera exorcizar el contenido de sus palabras.
Los niños interrumpen su juego advertidos de las predicciones del nuevo
silencio y sus miradas buscan protección y refugio en los ojos de sus
fraternidades. Pero no los encuentran.
Nadie habla y todos se revuelven, impotentes e incómodos, frustrados,
ante la incapacidad de alumbrar una reflexión que encienda soluciones. Miradas
evasivas para los demás porque hay veces en que el desasosiego es pudoroso.
Uno de los niños de la payana advierte un movimiento y codea a su
compañero. Son los primeros en registrar al hombre que se yergue sobre el fardo
en que se apoyaba para mostrar toda su humanidad a la mirada, extrañada primero
e interesada después, de los integrantes
de la rueda.
El hombre que vino del frío no pide la palabra porque nadie ya, en
los estertores de la ilusión, la reclama.
El hombre que vino del frío carraspea y articula un pensamiento en
voz alta. Lo hace sosegadamente, dejando que también hablen sus silencios. Expresa
lo que aún no se ha dicho en la reunión. Grita lo que quizás haya estado en el
inconsciente de todos. Pero es él, y no otro, el que elabora una relación y
establece una lógica evitando las complejidades del anatosismo y las trampas de
la retórica.
Con voz ronca, que pocos conocen, se despliega en una extensión inexplorada de la acción y repite, con un
énfasis que contagia y galvaniza, dos... tres palabras que vienen desde lejos.
Esgrimiendo esas tres palabras que vienen desde lejos recorre los
rostros de todos los presentes, uno a uno, cara a cara con sus dignidades malheridas
y les regala un soplo de confianza.
En el instante en que esas verbalizaciones, que vienen desde el
frío, se instalan en la razón y en los corazones de los presentes una
destilación, una lombriz de sal, cae cristalina sobre la frente del niño que succiona.
(Transcripción del capítulo 27 de "El Hombre del Potemkin"