El hueco que han dejado las botellas de aceite es ocupado
por una radio que vomita impiedades. Otras ausencias de las estanterías están
disimuladas por almanaques o publicidades que no convencen a nadie. Sara Pelàez repasa innecesariamente la superficie de
fórmica aguardando que su única clienta
se decida entre el paquete de fideos o el de harina. La vieja demora la
elección y su mirada acaricia por algunos instantes el canasto de los panes y el trozo de queso que languidece arqueado y
lagrimeante bajo la campana de vidrio. De pronto, seducida por vaya a saber qué
conmoción interna, la vieja se abraza a los paquetes y sale corriendo ante el
estupor de Sara que parte furiosa tras
la osada. Cruzan la esquina, disparan
por la calle y siguen por la otra cuadra mientras las distancias se acortan
porque Sara es algo más joven y la bronca es mucha. Cuando el barrio se
transforma en villa las espaldas de la anciana se aplastan y su paso se vuelve cada vez más pesado. Al
borde del aliento aprisiona sus tesoros con un solo brazo y deja que la palma
de la otra mano sostenga su cuerpo contra la pared, edificando una arcada en medio de la vereda. Está
vencida. Voltea la cabeza con ademán de deshacer el abrazo pero descubre que no
hay nadie a sus espaldas. El desconcierto invade sus pupilas y al cabo de
algunos segundos baja la vista. Mueve imperceptiblemente sus labios dibujando
una palabra corta que no se escucha y reanuda su marcha hasta convertirse en
una mancha marrón entre las acacias.
Sara la ve alejarse entre el invierno y retorna a su mostrador flagelada
por un aluvión de sentimientos confusos. El locutor sigue disparando las noticias con voz acre. Suenan como
escopetazos... Sara aprisiona la perilla del
volumen hasta que sus nudillos blanquean. Gira y un tambor obstinado retumba en sus
costillas. Lo hace lentamente. Lentamente... hasta estrangular definitivamente las palabras.
jcp
(mujeres corriendo-Picasso)