El concepto de libertad que invoca Milei se presenta como
una abstracción unilateral, autoritaria y excluyente. Bajo el ropaje del
liberalismo económico, promueve una lógica de impunidad para los poderosos y de
sometimiento para quienes no encajan en su esquema ideológico. Su apelación al
mercado como único regulador social desestima la política como espacio de
deliberación colectiva, niega los consensos éticos que sostienen la convivencia
democrática y desmantela toda noción de justicia distributiva.
La “libertad” que proclama no es emancipadora, sino
disciplinadora: convierte la diferencia en amenaza y legitima la exclusión de
quienes disienten. En su ejercicio, esta libertad se transforma en un
dispositivo de jerarquización, donde los otros —los que no piensan igual, los
que resisten, los que reclaman derechos— son reducidos a una categoría
prescindible, inferior, casi residual.
Cada vez que vocifera “¡Viva la libertad, carajo!”, no
está celebrando la pluralidad democrática, sino clausurándola. Su grito no abre
horizontes de autonomía, sino que delimita un campo de obediencia. En nombre de
la libertad, se erosiona lo que queda de la democracia
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