En 1961, en la Universidad de Yale, el psicólogo
Stanley Milgram puso en marcha un experimento que estremeció a la comunidad
científica. Quería saber hasta dónde podía llegar la obediencia de un individuo
frente a la autoridad. El dispositivo era simple: un voluntario, en el rol de
“profesor”, debía aplicar descargas eléctricas crecientes a un supuesto
“alumno” cada vez que respondía mal. Las descargas eran ficticias, pero el
“profesor” lo ignoraba. Lo inquietante fue el resultado: la mayoría de los participantes,
pese a escuchar gritos de dolor, continuó obedeciendo órdenes de un científico
que los instaba a seguir adelante.
Años después,, en la penumbra del cine Monumental,
asistimos al fil m " I… como Ícaro “en el que Henri Verneuil traslada esa situación al cine.
Yves Montand, en la piel de un fiscal, asiste a la recreación del experimento.
Como espectador, titubea antes de reaccionar, aun sabiendo que lo que ocurre es
inadmisible. El film sugiere una idea incómoda: lo más inquietante no es la
maldad del poder, sino la demora de los testigos en interrumpir la crueldad.
Esa misma inercia
parece refrendar hoy en la Argentina frente a
Javier Milei. El presidente ha hecho de la ofensa un método de gobierno:
insulta a adversarios, degrada símbolos, ridiculiza instituciones. A la vez,
aplica políticas económicas que descargan un peso doloroso sobre los sectores
más vulnerables. En el plano simbólico y en el material, la violencia se vuelve
norma.
Y, sin embargo, buena parte de la sociedad tarda en
reaccionar. Como los “profesores” de Milgram, se escucha el grito pero se
espera que alguien más detenga la máquina. La fragmentación social ayuda: cada
grupo cree que la descarga se aplica sobre otros. La autoridad presidencial,
envuelta en un aura de legitimidad electoral, cumple el papel del científico
que ordena continuar.
El riesgo está a la vista. Si la obediencia se
convierte en inercia, si la costumbre anestesia la sensibilidad, el daño se
prolonga y naturaliza. El experimento de Milgram nos recuerda que el problema
no está sólo en quien aplica la descarga, sino en quienes, al percibir el
dolor, eligen callar o esperar.
La enseñanza es clara: la defensa de la condición
humana no admite demora. Allí donde el poder convierte el insulto en política y
el ajuste en destino, la reacción ciudadana no puede esperar a que otro actúe
primero.
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