domingo, 22 de abril de 2018

Una vuelta del perro













Una vuelta del perro

Promovidos por un conglomerado  de expectaciones  los visitantes acuden a la muestra. Lo hacen individualmente o en grupo y a medida que se internan  en las calles taciturnas, prácticamente despojadas, suman voces a un concierto que gratifica y estimula  añoranzas  y fraternidades.
Concediendo a la propuesta, o a la intuición, los vecinos ordenan un itinerario cronológico o geográfico, según los gustos. De esta manera, serenamente, ingresan a la maravilla del recuerdo. La aldea se abre ante los ojos y se puebla de  sonidos. Risas, manifestaciones de asombro, sugerencias  y complementos  que enriquecerán la crónica socorriendo  al cronista de sus impericias y olvidos.
Suman, apenas, cuatrocientos metros alrededor de la plaza de las tres denominaciones, poco o mucho según la perspectiva. Paulatinamente los pasos se entrelazan, retornan o avanzan sometidos a los desafueros del las emociones.  La algarabía se filtra por doquier expandiendo la cuadrícula.
Ajeno a todo, en  el interior del  edificio comunal, el comisionado   consulta el  reloj y lo sepulta  en el bolsillo del chaleco. Repasa con agobio  el parlamento que habrá de desplegar en los fastos del cincuentenario. Debe ser sobrio y convincente, porque allí estarán Duval, Champalbert,  Garmendia y Corona para contarle las costillas.
Luego sale  a la calle adoptando   el mismo rumbo que algunos años antes transitara  Tomás Mason enfrentando el boulevard sin nombre. Verifica, con alivio,  que los aires marciales de la época ya han reparado esa anomalía.
Los concurrentes  desechan  estas cavilaciones privilegiando las propias. Ponen énfasis en subrayar  que la garita de la esquina del Banco de la Nación  era móvil y que esa fachada que perpetúa la fotografía jamás podrá ser superada por edificio alguno. El  cronista toma nota de la sentencia  sospechando una eventual lista de adhesiones.
Las miradas se desplazan sin premura, quebrantando rigores y mandatos establecidos porque todos los que asisten están conscientes de que el tiempo  se relativiza cuando interviene la arbitrariedad del  pensamiento.
La esquina se dilata hacia el norte y alguien impone silencio porque en el edificio de La Cosechera han tronado  dos disparos y uno de ellos se ha  cobrado la vida del jefe comunal.  Sergio López, pobrecito, muerto por obstinado, acaso por socialista.
           Una cadencia triste quiebra, implacable, sosiegos del porvenir.
La Cosechera, mentidero político y refugio de desheredados y provincialistas. Casi no hubo interregno entre el cierre de sus puertas y la puesta en marcha de la pequeña mercería de la familia Elías.
Un poblador  perspicaz cree  percibir la silueta de ese pibe, Daniel  Elías. Sus pasos sin retorno superan la iglesia catedral y lo transportan a un lugar sin tiempo. La melodía es, definitivamente, un miserere acongojado  y fugaz ejecutado desde el atrio de la casa parroquial por  la quimérica  orquesta de cámara del maestro Enrique Mariani.
En el interior de la nave el Cristo de Swinnen derrama una lágrima de metal.
Daniel se vuelve “El Turco”, renuncia a los potreros y  se anticipa  hacia una  nueva encrucijada. No advierte, al sobrepasar  el  café    de 9 de Julio que el águila de las alturas le ha dado la espalda.
           Pasan las décadas, vienen y van, estrepitosas, como cañonazos.
           Vuelan los tordos y tal vez no regresen.
Pedro Médici  se deja convencer por ofertas ineludibles  en  la tienda de la   otra esquina,  abandona por  un momento sus hierbas y  redomas  y parte raudo a adquirir  un bombín en Los Sorianos. Por la misma vereda se acerca  Gómez Palmés. No se saludan.
Al rebasar el  punto  que congrega a  las confiterías el delegado del Poder Central descubre con desagrado, quizás consternación, que por allí se aproxima  el  director de La Autonomía. El  primero lo contempla con odio; Marcos Molas, con desprecio.
Juan Humberto Palasciano, recostado en el umbral de su farmacia, contempla la escena y vaticina un porvenir funesto para esos dos. No se permite otras lucubraciones porque debe responder con galantería  el saludo de dos damas.
Enriqueta Schmidt, etérea, conduce  del brazo a Hilda París y susurra indicaciones al oído que Hilda, escrupulosamente, va volcando en una libreta de tapas de hule.
Ambas atraviesan la plaza, evocan  la pirámide y musitan un reconocimiento a Joseph Duboieu. Avanzan, renuevan  respetos  al guerrero del  corcel y se inmovilizan estremecidas   ante las  fracturas   del chico de la fuente, alguna de las cuales Pablo De Pian cubrió con un manto piadoso.  Enriqueta formula otra observación en voz baja, acaso un inventario de ausencias, pulsiones del agravio, lamentaciones. Porque sus reminiscencias no armonizan con las  actuales  contemplaciones. A  medida que avanza y desanda  las décadas   verifica que han volado las  águilas, no están   las  pégolas  Ni siquiera el cartel de emulsión Scott pregonando albricias  desde el edificio de enfrente.
Repasa: tampoco  el Cristo,  las acacias, las glicinas o el surtidor de agua con que muchos de los visitantes, entre ellos el cronista, saciaron su sed.
Inventarios  de ausencias, desgarros de la memoria.
En un alarde de resistencia permanecen el ombú, el retoño del pino histórico y la pesada placa que homologa  el nombre del paseo.
 Más allá, establecido junto al pequeño tablado, el invariable chasirete  cambia lámparas de magnesio mientras presta atención a  un atildado transeúnte peinado a la gomina y portafolios marrón. Un  tal Juan Carlos  Bustriazo Ortiz, que sostiene  que su cámara  es muy parecida a la de Eliseo Tello. Desde el portal de su casa de fotografía Juan Maqueira  asiente y saluda con  el brazo en alto.
La plaza reniega de  farolas y baldosas. Terete Domínguez inventa una noticia y vocea  un exorcismo plebeyo para evitar otras  mudanzas. En la esquina del Hotel Pampa Cholito Álvarez articula lisonjas que sonrojan y gratifican a las  jóvenes que marchan  rumbo a la escuela número dos.  Pedro  Gamberini - ¿o tal vez  Bodratto?-  retribuye con un guiño cómplice a través del ventanal.
           Atardece. Pedro Imaz lustra sus polainas con el revés de su pantalón mientras desliza un comentario mordaz  a un interlocutor ignoto. Sus pupilas titilan ante la joven que corre   pudorosa a refugiarse en la finca lindera. Es casi una niña y a su paso  despliega fragancias inefables. Se apresura  procurando poner distancia a las exteriorizaciones jubilosas que prosperan  en las adyacencias del BASE Club.
-Es la hija  de los Iribas.
¿Quién?
la muchacha  Iribas che, la Novia de los Forasteros
Uno de los visitantes repara en el cronista y añade una apostilla adicional que alimentará la leyenda.
Fatalmente la vuelta llega a su fin. Los comentarios  de los que se retiran   se superponen a las expresiones de los recién llegados. La sala es una fiesta, una avanzada  contra el silencio y el olvido. Afuera, los altavoces de la esquina de Mitre y San Martín Oeste  expanden  las entonaciones de Alfredo Dalmiro Otálora,  “Piquito de Oro”, anunciando la inauguración del colegio  Nacional, créditos de fomento del BHN y el estreno de Casablanca, una película que hará historia.
Retornando al punto de partida  un nuevo edificio comunal se impone sobre el anterior. Su fachada  resplandece.  Adolfo Corona Martínez, que en la celebración  de la ciudad  descubrirá   una placa en la flamante  usina, madura   una oración, pletórica de enaltecimientos, para el  vecindario  artífice de tanta iluminación.
Los aplausos reverberan en el nuevo siglo. En el aire, la sirena del molino desangra otra jornada.
          
                                                                                                   JCP



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