viernes, 10 de mayo de 2013

Postal-b-





       Queda ensimismada y esta circunstancia, mínima y fugaz, contribuye a despertar interés. Ana Lassalle es fuente inagotable de historias y heredera de antiguos conocimientos que siempre hacen gustosa su presencia. El silencio preludia una referencia, quizás un acontecido, en todo caso un tema de conversación que, si los aires son propicios, se expandirá  en laberintos de insospechadas consecuencias. Entrecierra los párpados como si con ello pudiera facilitar alguna búsqueda interior más eficaz.
Alguien pasa y se detiene para manifestar su fidelidad al protocolo ciudadano que incluye un lugar común sobre el otoño y sus bellezas. El comentario se desliza sin apuros en el interior del café que los fines de semana, por las  mañanas, congrega vanidades, rutinas y  terapias varias.
       El sol es tibio y benigno con los parroquianos al punto que disimula sus crispaciones  y  realza los contrastes de los ajuares sabatinos tan afectos a los colores pardos en esta temporada.
       El gitanito que finge extiende su palma. Derrite con su mirada el comentario receloso, la disculpa o la indiferencia del cronista  que baja los hombros, rebusca, avergonzado y afanosamente,  una moneda   que no encuentra. El gitanito marcha hacia otros combates y le dedica una mueca de desprecio. Los otros gitanitos que aguardan en la esquina de la plaza multiplicarán ese juicio mientras distribuyen lo que deberán entregar al clan y lo que podrán gastar en golosinas.
       La llegada del mozo ahuyenta un nuevo comentario ocioso. El mozo se anticipa al pedido y deposita  tres pocillos humeantes  sobre la mesa que algún día será referenciada por haber cobijado el whisky pensativo de Julio Colombato.
              Afortunadamente ya han pasado las campañas electorales y una precaria  paz inunda la cafetería que perderá esa condición ni bien se renueve la clientela. Al mediodía llegan los funcionarios a mostrar sus dentaduras  en tanto  los propietarios  de los negocios céntricos se refugiarán en  sus aguas minerales y  en cada sorbo intentarán  diluir, amortiguar o exorcizar la inevitable cantinela, esa queja amarga y sorda que precede a los lunes de vencimientos.
   Las ocho campanas de la catedral doblan con puntualidad prusiana provocando la espantada de tordos de los fresnos. Los sones  astillan  la mañana y la  hieren de muerte. Como otras veces, el pensamiento colectivo imagina recolecciones de firmas u otro tipo de ademanes extremos. Una ocurrencia juguetona, acerca de badajos, titila  en la mente de  Raquel mientras hurga en su bolso buscando el paquete de cigarrillos  que ha decidido abandonar.
       Desde la carpa donde pernoctaron las angustias,  levantada en el cantero de la plaza central que enfrenta a la cafetería, alguien alza la mano y saluda a Raquel que devuelve el gesto.
       La puerta se abre y el rumor de la calle aumenta el volumen.
       Una muchacha  que viene caminando en cámara lenta asoma su lunar  y pasea una mirada celeste por el interior confirmando presencias. Se marcha encogiendo los hombros. En uno de ellos reposa  una mariposa que alimenta la imaginación lujuriosa del grupo de viajantes que gastan en aperitivos lo que debiera ser su almuerzo. Los viajantes intercambian miradas y se detienen en alguna procacidad que más tarde será reemplazada por mentiras sobre ventas y conquistas. Está dura la calle.
       La joven deja tras su paso una estela de colonia que huele con fruición el vendedor de loterías y provoca un recuerdo melancólico en el hombre eterno y taciturno del rincón que bebe con cierta avidez la quinta cuota de su inmolación mañanera.
El Eternauta patea un tarrito. El tarrito tenía una leyenda. La leyenda pregonaba indulgencias y albricias que acaso leyeron los dueños de esos tarritos huérfanos en las veredas que pisa El Eternauta.
Dos potentes altavoces preanuncian el paso de una camioneta con abigarradas y coloridas  alusiones al fin de siglo. El semáforo parpadea y enciende  la luz roja.
Empleados demorados cierran con premura las cortinas metálicas de los locales  y se distribuyen rumbo al centro del día para investigar heladeras. Acuestan las chaquetas en las espaldas y avanzan quitando los lazos de sus corbatas con desesperación. Parecen, los empleados, ahorcados ambulantes.
Los gitanitos deciden abandonar el sitio y lo hacen cantando y gritando, como pájaros.
Por la vereda opuesta pasa el espectro de Moliere llevando de la mano a Pedro. Agitando los brazos Pedro lanza imprecaciones contra sicofantas y tartufos. Cada tanto se detiene para  recoger adhesiones que anota cuidadosamente en una libreta de hule marrón.
El hombre que, bebe se envara. Convocado por vaya a saber qué maravilla, alza los ojos y los deja prendidos  en  el descenso de una hoja que amarillea. La hoja se deja llevar por alguna caprichosa  térmica que la eleva para suspenderla en el aire en clara refutación a Newton. La brisa la transporta estremecida y la hace girar  realzando sus nervaduras. Un hilván de luz se cuela entre la fronda y la ilumina  proyectando su perfil sobre el pavimento; ambas hojas danzan obedeciendo a una coreografía singular. Finalmente un leve soplo la  deposita suavemente sobre las baldosas, como una caricia. El hombre que bebe deja la copa espoleado por una repentina  inquietud y controla, angustiado, ambos lados de la vereda.
Algunos  tordos regresan, desconfiados, a sus fresnos .Dos jubilados deciden abandonar el banco donde cotidianamente  dilatan sus sabidurías. Están algo encorvados y sus viseras no dejan ver los ojos. Pliegan sus diarios golpeando con ellos los brazos del otro mientras ratifican que, efectivamente, es lindo el otoño.
Ana inclina el cuerpo hacia atrás como si despertara de un sueño profundo. Quizás ha viajado a una región tan lejana, tan distante, que vuelve lentos los retornos. Abre los ojos y los clava en las expectaciones del cronista.
       - A medida que  describías  tus emociones, de cuando asististe al estreno de esa película portentosa en aquel cine de  tu infancia pueblerina, fui recordando   que alguna vez Julito comentó que un marinero del Potemkin  vivió en La Pampa…

(El Hombre del Potemkin-capítulo 39)
         

Historias minimas-c

  Esa lágrima en la mejilla, ahí le apunté