Pero... ¿qué es lo que cubre la
inmensa lona que tanto ha costado
levantar? ¿Existen decisión, imaginación... agallas para saberlo? ¿Hay alguien,
acaso, que en medio del estrépito, en la claudicante ocultación de los
silencios, se atreva a decirlo?
A
lo largo de toda la jornada la presunción de algo aciago rondó como un presagio, ganó todos los resquicios. Y ahora
que la lona insondable, ominosa, amorfa, flamea por efectos del viento que asola y
azota, dos, tres o más hombres se miran
los unos a los otros para conjurar el
tiempo. Durante la exhalación en que
esas miradas se cruzan madura la sospecha
de la insignificancia de cualquier intento.
Los
hombres consideran, hipnotizados, la lona y la lona flamea porque el viento del
norte que asola y azota no otorga treguas. En el interior de cada uno de esos
hombres, que podrán ser dos, tres o más,
crecen las aprensiones. Dudan y el
ejercicio de dubitación se hunde en sus
corazones con tanta impunidad como una daga penetra en carne blanda e inmaculada.
Más
allá, desde los estrados superiores, la
voz se impone por sobre el fragor y los embates del viento que asola y azota la
lona mugrienta, manchada, amorfa. La lona que se sacude con un temblor indefinido que no cesa y crece.
La
voz del hombre, que se interpone al irrisorio ejercicio de imaginación de un puñado
de hombres sobre cubierta, suena exasperada y audible. Retumba en los recodos
de las escalerillas. Se escurre entre
las olas majestuosas que mece el viento impiadoso que asola y azota y penetra como un trueno en los oídos de dos,
tres o más hombres incapaces de
discernir qué misterios encierra.
Hay
algo de absurdo entre esas cavilaciones,
impregnadas de urgencias, como consecuencia de la admonición que proviene de
las alturas. Ellos vacilan, pero en la angustiada lucidez de la premura alcanzan a comprender que el tiempo ha dejado
de ser una estúpida arbitrariedad del pensamiento. Ahora, comprueban, se ha
transformado en un dato puntual e inexorable.
La
lona se estremece y la imperturbable presencia en las alturas vocifera la segunda palabra. El segundo graznido
de la rutina que ha aprendido en trabajosas jornadas de obediencia y adiestramiento que cierto albedrío
dispone para instruir a sus vicarios.
Con la firmeza y marcialidad
que establecen los reglamentos
grita ¡disparen!.
La
orden es seca, chillona, de una sonoridad herida por un odio ancestral.
¡Disparen!
Dice, cumpliendo la definitiva
formulación del ritual, y los sesenta hombres, aprisionados por la lona mugrienta que ondea al vaivén que
impone el impiadoso viento del norte que asola y azota, descubren –al mismo
tiempo que dos, tres o más hombres sobre cubierta, en una súbita revelación que quizás alcance a iluminar sus
conciencias- que lo que encierra esa
lona atroz, mugrienta y mecida por un viento de furias se llama miedo.
(El hombre del Potemkin-capítulo 7)