sábado, 27 de abril de 2013

La casa



A Silvina Herzel


             El movimiento  es de una levedad extrema y sin embargo la sombra que lo  proyecta sobre la pared amplía  y confirma el cambio. Luego, todo sigue igual. El atardecer ejecuta su primer bostezo y las puertas del poblado van cerrando para que julio no penetre en los interiores. Solo el persistente balbuceo del viento sobre las ramas desnudas de las acacias se atreve a quebrar la quietud del crepúsculo.
             ¡Algo se mueve, ahí hay algo que se mueve! Los últimos rayos de sol que se filtran por la pequeña ventana de la habitación se desplazan extrañamente por los muros  descascarados y allí, en la caprichosa grieta que apenas se vislumbra, un contorno adicional dibuja, un...no se qué, indescifrable, que parece trasladarse  lentamente.
             En los hogares las cacerolas inician su sinfonía mayor. Un incitante aroma a pan tostado se expande por las chimeneas pregonando la sumisión de la comunidad a sus ritos cotidianos. Más tarde, la nada.
             En las afueras un perro gimotea y, como todas las noches ocurre invariablemente, en una suerte de exorcismo colectivo, alguien se atreve a mencionarla. La casa de la que hablan entre susurros y sobreentendidos es una edificación común. Tendrá treinta, cuarenta... cincuenta años y nadie recuerda cuando fue desocupada ni quién vivió en ella por última vez. Un anciano insiste sobre una familia venida desde la colonia y otros refutan trayendo a la memoria al linyera de figura enjuta flagelado por el  frío y el hambre en la escuela abandonada de Avestruz.
             Pero no es el detalle de sus moradores ¿o quizás si? el que genera la inquietud y hasta el desasosiego. No, es la casa. En algún momento uno sintió los primeros ruidos ambiguos y otro los certificó. Luego hubo aquel comentario extraño deslizado no sin  insidia  en la rueda formada por los clientes  que se encontraban ese día en la cooperativa. La imaginería hizo el resto.
             El viento del norte se hace más fuerte y los gemidos del perro encuentran su coro en las orillas. La silueta se inclina hacia el costado pero ya no hay luz para registrarla.
             La casa, que antaño  se señalaba con un brazo extendido ahora, como fruto de los loteos y cierta euforia inmobiliaria, ha quedado dentro del radio urbano. Los jóvenes, cuando viajan de noche rumbo a los bailes de Darregueira, la mencionan a sus novias  pero solo pasan por allí en marcha lenta, sin atrever a detenerse. La edificación  denota las consecuencias del tiempo en sus paredes y  trozos de mampostería revelan prolijas hileras de ladrillos asentados en barro. Cuentan, pero nadie fue testigo, que una pareja quiso un día inaugurar su amor en aquel cobijo y nunca más se supo de ella. Los pobladores no desmienten ni confirman el episodio pero un espeso manto de silencios y evasivas cubre irremediablemente al que procura mayores precisiones.
             Durante el trajín de las jornadas la casa pasa desapercibida y el despliegue de rodados y niños por el acceso a Guatraché desmiente las tribulaciones nocturnas. La inquietud sobreviene por las tardes y se acrecienta hacia la medianoche. ¡ Si hasta los agentes del rondín cruzan la calle cuando enfrentan su vereda!
             Los  narradores de historias también aseguran que por ahí no vuelan pájaros ni se escucha su canto.
             Allí está ella, desafiando los tiempos, atrapada en sus misterios, quizás incitando al desafío. La casa que no se doblega, que resiste el asedio, solo claudica su corteza, tal vez la razón de los quejidos. Pasan los años y el lugar repele a los osados, a los usurpadores de sitios ajenos, a los escépticos de sueños inseguros. Con el tiempo la aldea se hace grande, como ese temor umbroso que la rodea. Su magia ejecuta los pases más inverosímiles ante el estupor de los que no creen, ante el rubor de los que no entienden.
             Como un antiguo bastión el sitio ha quedado envuelto  de baldíos que no han tentado a ningún comprador desprevenido. Los que han construido en los alrededores guardan desde hace mucho un cerrado hermetismo sobre las historias de ruidos y quejidos que abundan en los corrillos de los negocios de la misma calle principal pero hacia el centro. Además, no hay quién reclame su posesión y se sabe que en la municipalidad la hoja catastral, correspondiente a esa manzana,  fue arrancada.
             Los viajantes fueron los responsables de esta malquerida notoriedad. Por alguna extraña razón los vecinos de Guatraché nunca hicieron gala en forma pública del centro de sus preocupaciones. Incluso se sabe de quienes interrumpieron una amistad en ciernes cuando un forastero intentó asociar la casa con los duendes que habitan la laguna. Se dice más, especulan   que tal vez el lugar prolongue las incógnitas de la extinta Remecó, pero ya no está con nosotros  Gonzalito, el hombre que veía con las manos, para robustecer o desalentar la especie.
             ¿Hay algo que se mueve tras los eucaliptos?
             Los espectros de la oscuridad inician su danza pueblerina y el cansancio termina por desalentar a los últimos contadores de misterios. Una vez más la tentación de una excursión nocturna ha sido desbaratada y las conversaciones se desangran lentamente entre promesas que nunca jamás serán cumplidas. El que lee, el que se atreve a leer las pocas líneas que de la casa se han escrito siente un delgado escalofrío en el centro de la espalda.  Inquieto, acaricia celosamente el atado de papeles mientras la sombra, por una rara rotación de la luna de invierno, se eleva inexorable como esa nube lóbrega   que el viento  hace progresar hasta envolvernos. Los perros, callan.


                                                                                                   . mayo 29.l994 


Acerca del hambre

En el Museo de la Historia habrá un contenedor. En su interior un zapato sin suela, una silla de tres patas, el mango de un hacha, acaso un ...