El hombre, caminante en la siesta del desierto, eligió el sitio, hundió e trépano e instaló la bomba.
El hombre se llamó Eulogio Fernández García. Luego de secar el sudor de su frente olocó el cartel con la leyenda: “agua potable”.
Aliciente en la travesía, descanso en la soledad.
La bomba de agua, rodeada del cañaveral, persistió hasta entrados los setenta en la suave curva del medanal que prologa la encrucijada de Padre eBuodo.
La bomba fue desaparecida en la bruma ominosa de los setenta. Y luego, claro, el cartel . Nadie recuerda detalles del tarrito para beber , acaso sepultado por el arenal edificando una metáfora de tiempo. Datos de un país de despojos y desgarros.
Siguen ahí las cañas, estoicas, reverdeciendo en cada primavera, confirmando un lugar y una historia que acaso interese a nuestros nietos.
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