Ellos redoblan sus voces y la tristeza se bate en retirada.
Es una fiesta verlos. La conjugación de los afectos afinada en clave de sol. Una construcción plural que modula esa cuerda que se eleva y dilata. Para llegar, claro, hasta una región sonora donde la soledad ha huido pisándole el rabo a sus fantasmas.
Proceden de distintas historias y caminos, andariegos de una constelación de huellas que se cruzan hasta configurar mil mapas de cicatrices finas y tenaces, como las arrugas.
Huellas que vienen y van. Las han andado a todas. Cargan a sus espaldas los soles y las noches de un siglo sin treguas. Angustias y desvelos, algunas alegrías, impiedades… Y sin embargo siguen, tenaces, sabedores que el tiempo es un regalo y es cosa de sabios desplegarlo.
Es algo lindo verlos. Distintos y armoniosos, graves y brillantes. Elevan sus voces desde el vértice más empinado de sus dignidades. Felices de estar juntos, sorprendidos y nerviosos como si cada vez fuera la primera. O la última.
Se arrebujan alegres e inquietos, como en un pentagrama, como si fueran pájaros. Quizás lo sean. Los han visto volar los cielos de La Pampa y hay quien sostiene haberlos contemplado en otras patrias.
Insistimos, es lindo verlos.
Lindo y bueno gozarlos, en la aurora de su nueva vida.
Ellos, los generosos, estremecidos y vivaces integrantes del coro Ayuntún.
Ayuntún…
Esa fraternidad coral que eleva su voz desde la comarca más austral del corazón y, para hacernos saber que no estamos solos, canta.
jcp