El que escribe baja su mirada de las imágenes que devuelve el televisor y su corazón se estremece. Porque lo que ve renueva una parcela del tiempo, de nuestra historia reciente, donde la Arpía de la muerte se suma al festín del Leviatán.
Lo demás,
ya se sabe.
Ahora,
entre el fulgor hiriente de las corazas y el humo de los
gases, la historia retorna, pero nuevamente como tragedia.
La
escena se representa en ese campo de Marte en que los nuevos monstruos han
convertido
la plaza del Congreso.
La
abyección ha tocado fondo. O acaso, el paroxismo de la bajeza se ha empinado a
la altura más alta.
Da lo
mismo, no serán las frases las que
expliquen la imagen como no serán las palabras las que avecinarán las
soluciones.
Niños
hambreados, viejos apaleados.
¿Se
puede caer tan hondo?
La
respuesta es “Sí”, porque ese es el plan.
Mariátegui
lo anticipó en la madrugada de un siglo
de luchas. La clase dirigente no existe,
dijo, lo que existe es la clase dominante. Esa que no tiene reparos ni piedad.
Dómines
de la avaricia, que nunca están saciados
¿Y si
el maestro peruano equivocara, si errara
en su pronóstico, y existiera una clase
dirigente?
En un
arrebato de piedad y de concesión
podríamos contestarle que tendría que buscarla en el doloroso inventario de la ausencia.
Y en
tanto, los bastones.
La
soledad.
Y los
canallas.
Y los
olvidos
Y abajo
estamos nosotros, las víctimas. Niños y abuelos, pobres o empobrecidos. Viejos como el que escribe cuyos ojos se
nublan por el humo que quema las pupilas de los jubilados sino por esa iguana sinuosa
que amanece en su mejilla y moja el teclado.
Llegará
la jornada en que estas lágrimas
conformen gotas.
Habrá
una que colmará el vaso.
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