tapa libroDaniel Lapetina.- JuanCarlos Pumilla
Andariegas, estas viñetas. Ni que
hablar de sus germinaciones. Y obcecado
Daniel, que las engendró en Guatraché, transportó a Santa Rosa; anduvo con
ellas por Córdoba y las extraditó a Utah. Luego, a la inversa, en una singladura
de tres décadas. Trajinaron las estampas linyeras por Mendoza y Rosario; al
final en México, con la “X” rediviva. En
todas partes, como el Che de Constantini, perseverantes, memoriosas, recilientes.
De ello somos testigos el otro
Daniel, ese del umbral, diría el Penca, nuestra familia, el bueno de Guillermo
y pocos más.
Acaso fuera esta saga, además de los
propios cuadritos, la que conmovió a Pablo y 7 Sellos impulsándolos a esta sinfonía concretada de tinta y papel que hoy celebramos.
Pero no sólo estamos ante un
triunfo editorial, que no otra cosa es un
libro en los bordes del
desamparo. Es la victoria de la cofradía, de la fidelidad y apego a una parcela
de nuestras vidas en que nos sumergíamos en las cuencas de la imaginación, para
ilustrarnos y salir luego a conquistar la calle. Conducidos, a veces por Hopalong Cassidy o las certezas del Corto, otras por el Sargento Kirk, siempre
de la mano del Eternauta.
Probablemente en el comic se acunara
nuestro primer ideal de justicia, un
acertijo desafiando formaciones con más enjundia.
¿O tal vez para Rip Kirby?
Tanto en Ay Masallé como en Rojo
sal pernocta otra historia. Quizá una metáfora.
Es la de la artemia salina que, emulando
ciertos costados de la vida, posee la capacidad de
ruborizar a la sal hasta tornarla escarlata, como si fuese sangre. Pueden, sus embriones, sobrevivir sin oxígeno,
por años, esperando amanecer.
No debiéramos despreciar que en este ejemplo anide una didáctica, una
manera sugerente de indicarnos que eventualmente
esta contratapa hubiera debido iniciar desde aquí.
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