Quedó huérfano de padres a los
cinco años, solo en la soledad. Anduvo boyando entre orfanatos e internados donde
recibió la primera cachetada y su
segundo desconsuelo. En ocasiones, repasaba con
la palma aquella cicatriz de agua
hirviendo en el muslo. Como un ritual,
acaso un exorcismo, para no perder la memoria de la afrenta. Se hizo mozo y así, con una valija de cartón ,ilusionada, se
amparó en estos arrabales de la arena, enamorando a la niña más hermosa de la comarca. Lo demás es cosa
sabida: la muchacha partió con el niño a
Puelches a ejercer su magisterio y él se las ingenió para liberarse de su
trabajo y viajar a abrazarlos cada quince días. Invariablemente comparecía con
una sorpresa: un barrilete, el primer Sandokán, la gomera. Y otra cosa, desplegaba
su mano en un ademán de prestidigitador revelando
una plumita de colores, piedritas peregrinas
o un huevito de perdiz. Constancias de amor y vida. De estas perseverancias
germina la primera didáctica: los recuerdos
se graban como mapas a la piel , caben en un puño y repican en el corazón, tal
cual aquellas caricias en la llaga.
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