foto: Dagna Faidutti |
El fantasma de 2001 con su corolario de represión y muerte opera como un disuasivo a la hora de proyectar la elevación de la protesta social. Esta conclusión rehúye la ponderación de que este modelo produce expiraciones -impunes- a escalas industriales.
El catálogo de la exclusión determina que en el último año se perdió un puesto de trabajo cada dos minutos. Así lo advierte un informe del Observatorio de Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV) sobre la situación del empleo entre marzo de 2018 y marzo de 2019.
Excluidos del trabajo.
Menguados de la vida.
Porque la muerte civil es eso: una de las formas de la muerte.
Hasta el más desprevenido es consciente del porvenir de esta situación. Aunque el conocimiento, ya se sabe, no siempre viene de la mano con una respuesta social que relacione las condiciones objetivas del desamparo con las consideraciones subjetivas. Valoraciones que eventualmente lo convocarían a asumir una actitud de rechazo activa o al menos crítica.
Por si no bastare, el INDEC nos acaba de anunciar que una de cada tres personas en Argentina es pobre. El 32% de la población. La noticia agrega que en un año la cantidad de pobres creció un treinta y seis por ciento . Son 14.300.000 (catorce millones trescientas mil personas, para digerirlo con todas las letras).
Este continente de la indignidad se subleva ante la verificación de que un argentino sucumbe por desnutrición cada diez horas.
Espantoso arqueo del evangelio del expolio. De manera tal que los lectores de este texto amanecerán mañana sabiendo que en el altar del capitalismo se sumaron dos nuevos sacrificios.
Y pasado mañana. Y al siguiente…
La voracidad del método afila sus colmillos cotidianamente y deja la puerta abierta para dar la bienvenida a las víctimas propiciatorias, producto de las necesidades coyunturales de un proyecto político en cuyo programa de acción se establece que ”los pobres importan un choto…” Decimos, por ejemplo, los Rafael Nahuel… Santiago Maldonado. O los caídos por imperio de la doctrina Chocobar, aplicada con tanta eficiencia que produce un muerto cada 21 horas. Consumada lucubración de Patricia Bullrich, tan inexpugnable que hasta goza de la anuencia de los Poderes Públicos que la propician o consienten.
Los amos de la vida y el dinero sostienen la inevitabilidad de la pobreza y desprecian el producto de sus acciones practicando un odio de clase que pro- viene desde el fondo de la historia.
El Dios del Mercado y de la Entrega baja o sube los pulgares a su antojo en un desenfreno que acaso no detenga la empalizada comicial.
A esta altura del texto pedimos misericordia por un preámbulo tan extenso. Originalmente tenía como única misión lograr un pretexto para insistir en un relato ficcional que hace treinta y cinco años titulamos:
El catálogo de la exclusión determina que en el último año se perdió un puesto de trabajo cada dos minutos. Así lo advierte un informe del Observatorio de Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV) sobre la situación del empleo entre marzo de 2018 y marzo de 2019.
Excluidos del trabajo.
Menguados de la vida.
Porque la muerte civil es eso: una de las formas de la muerte.
Hasta el más desprevenido es consciente del porvenir de esta situación. Aunque el conocimiento, ya se sabe, no siempre viene de la mano con una respuesta social que relacione las condiciones objetivas del desamparo con las consideraciones subjetivas. Valoraciones que eventualmente lo convocarían a asumir una actitud de rechazo activa o al menos crítica.
Por si no bastare, el INDEC nos acaba de anunciar que una de cada tres personas en Argentina es pobre. El 32% de la población. La noticia agrega que en un año la cantidad de pobres creció un treinta y seis por ciento . Son 14.300.000 (catorce millones trescientas mil personas, para digerirlo con todas las letras).
Este continente de la indignidad se subleva ante la verificación de que un argentino sucumbe por desnutrición cada diez horas.
Espantoso arqueo del evangelio del expolio. De manera tal que los lectores de este texto amanecerán mañana sabiendo que en el altar del capitalismo se sumaron dos nuevos sacrificios.
Y pasado mañana. Y al siguiente…
La voracidad del método afila sus colmillos cotidianamente y deja la puerta abierta para dar la bienvenida a las víctimas propiciatorias, producto de las necesidades coyunturales de un proyecto político en cuyo programa de acción se establece que ”los pobres importan un choto…” Decimos, por ejemplo, los Rafael Nahuel… Santiago Maldonado. O los caídos por imperio de la doctrina Chocobar, aplicada con tanta eficiencia que produce un muerto cada 21 horas. Consumada lucubración de Patricia Bullrich, tan inexpugnable que hasta goza de la anuencia de los Poderes Públicos que la propician o consienten.
Los amos de la vida y el dinero sostienen la inevitabilidad de la pobreza y desprecian el producto de sus acciones practicando un odio de clase que pro- viene desde el fondo de la historia.
El Dios del Mercado y de la Entrega baja o sube los pulgares a su antojo en un desenfreno que acaso no detenga la empalizada comicial.
A esta altura del texto pedimos misericordia por un preámbulo tan extenso. Originalmente tenía como única misión lograr un pretexto para insistir en un relato ficcional que hace treinta y cinco años titulamos:
EL DESOCUPADO
La risa –decía
Rabeleis- es propia del hombre. Esa facultad ya no es natural de un sector de la población que transita su
angustia por el país tras el rótulo de “desocupado”. La legión de hombres y mujeres sin empleo ha
pasado a engrosar la lista de nuestras profesiones cotidianas.
Así, desocupado se esgrime como
quien se presenta “doctor”, “abogado”, “carnicero”, etc.
Como toda persona enrolada en
determinada actividad el desocupado presenta también características
(modalidades, criterios, modos de enfocar la vida) particulares.
El ocupado pierde su trabajo e
ingresa en un mundo desconocido, cruel, con una filosofía propia.
Y aquel que antes era eficiente,
audaz, con iniciativas, va perdiendo todas estas facultades ante las
sempiternas negativas a su requerimiento de trabajo.
El desocupado comprende que ha
estado habitando un mundo desconocido, hostil. Esta revelación –sumada a su
problema- lo toma desconfiado, inseguro y le crea un problema familiar y
social. Cada vez vacila más aquella capacidad que lo hacía mostrarse como el
hombre que “vale tanto” que “es capaz de tanto”.
Ahora, su presentación se ha modificado.
Es el que pide cualquier cosa, las changas, los corretajes, lo que sea con tal
de salir de la nueva posición en que está inmerso.
Si el desocupado es soltero se irá
a otros lugares a probar fortuna. No regresará, salvo que la consigna, pues no
quiere sumar un lauro más a la larga lista de frustraciones cotidianas, la de
encontrarse con sus amigos y que le pregunten ¿cómo te fue?
Si el desocupado es casado, su
problema es mayor. Permitirá que su compañera solvente el pesado lastre de la
economía hogareña con su solo salario. Pero al tiempo, esa situación se torna
insostenible.
El desocupado, que aún no puede
desarraigarse de la condición machista de esta sociedad, no aguanta esta
situación, se torna irascible, su inseguridad crece y su actitud desarmoniza su
hogar.
La familia por su parte también
recibe estas influencias. La esposa asume en la mayoría de los casos una
actitud comprensiva que de tan evidente, se convierte en una peligrosa trampa.
El desocupado se retrae al cariño y desprecia las efusiones.
Los restantes miembros del clan
familiar (suegros, padres, tíos) que al principio fueron los campeones de la
comprensión y de las muestras de ánimo comienzan a emprender la retirada. Por
algo será que estás así, concluyen, para justificar su alejamiento.
¿Y los amigos del desocupado? Al
principio lo consuelan, lo apoyan económicamente, hasta que advierten que el
desocupado ha dejado de pertenecer a su grupo.
Claro, el desocupado no va al
club, al cine, sus temas de conversación han sido suplantados por los de la
resolución de sus problemas.
Es entonces que sus amigos y
conocidos lo empiezan a ver como la representación concreta de todo lo que
ellos no quieren para sí. El desocupado se convierte para cualquiera en el
exponente de la propia miseria, de la soledad. El potencial enemigo de nuestra
estabilidad laboral, si el desocupado consigue tanto es porque se lo ha
restringido a otro. Esta es la conclusión a que se llega en esta deformada
situación.
Y esto es válido también entre
desocupados. Se rehúyen, evitan y son remisos a cambiar información, es la
competencia entre desocupados para dejar de serlo.
Entonces, el desocupado continúa
solo, cada vez más solo y sumando angustias. Porque… ¿quién emplea a un
desocupado? El desocupado ha perdido iniciativa, no es productivo, su misma
condición de desempleado (de haber sido despedido, prescindido, inhabilitado)
suma un argumento en su contra.
Aunque también presenta algunos
beneficios. El desocupado se “regala”, cobra barato, se resiste a los planteos
laborales… Claro que estos atributos no pesan tanto como los anteriores.
Al desocupado le quedan entonces
pocas alternativas. A algunas se resiste y otras lo están tentando.
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