hamacas del Parque Oliver
La niña se balancea.
Sus pupilas se han dilatado como un sol
azorado. Un enorme sol detenido en un
punto infinito en el que no se observa nada.
Su cuerpo es delicado y la leve brisa
basta para columpiar a la niña que ayer nomás sustituyó a su ajada muñeca de
pañolenci, ojos de nácar y cabellos claros, por cuatro paredes grises con olor
a guiso.
Ella… ¿ella es…? La doméstica, dicen unos con cierto rubor en
las mejillas. Sirvientita, recalcan
otros, ¡pero ché, la fámula!… en fin,… esa muchacha, murmuran las vecinas tras
las ventanas entornadas.
-La he visto hasta hace poco jugar en
los baldíos.
- Nosotros, cada tanto, pasamos por su
casa allá en la villa.
¿Ella es la de los bailes del domingo?
-No. Es la chiquilla que juega a las
muñecas cuando culmina con la limpieza de las casas.
-
- ¿Esa? ¡pero si ayer la vi,
cruzando la placita!
La niña se balancea.
Mansamente, quizás porque tiene todo el
tiempo del mundo.
Dicen que corrió y hasta gritó en la
tibia noche del poblado. Pero no hubo quien concluyera en que no son las mismas
vociferaciones que suelen imperar por las
tardes. Chilló. Su frágil cuerpo de niña
se introdujo furioso en el juego que
alguna vez soñó de otra manera.
Acaso hizo algo más. Seguramente arañó,
babeó, lloró, se arrastró. En fin, todas
esas cabriolas que realizan las niñas cuando son niñas.
Estas materias colman el universo
coloquial de las comadres en la apacible aldea que era Santa Rosa en los años
treinta.
-Sobre eso, señor, nada sabe la policía.
La niña se balancea, como siempre quiso
hacerlo en ese sitio y nunca tuvo tiempo.
Se mece. Por última vez en el Parque Infantil. El
lugar de hamacas y escondidas.
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