miércoles, 30 de abril de 2014

El tamaño de la soledad



Ha muerto  el dueño de la desmesura. Nos deja  y recordamos a Faulkner: “me niego a admitir el fin del hombre”. La frase la repitió el propio García Márquez   en Estocolmo en el corazón  de un discurso monumental donde subrayó la dignidad de Latinoamérica como legado y paradigma  para la humanidad.
Venían bien  a los argentinos esas honduras del pensamiento tras una más de sus derrotas, acaso la más cruenta.
García Márquez ya estaba en nuestros estantes desde hacía tiempo. Por haberle  mojado la oreja a Vargas, por sus coberturas del desgarro americano y la voracidad de los insaciables, por consagrar una filosofía de vida y compromiso junto al que hasta ese momento dominaba nuestras admiraciones, Julio Cortázar.
Aquel diciembre de 1982 se instaló definitivamente en nuestros corazones. Tal vez cuando describió la densidad del desamparo o al inaugurar ese repaso de los portentos  de estas latitudes  en una apelación  a los lectores  a  formular sus propias revisiones autóctonas.
¿Cómo no percibir  enseñanzas en aquellas descripciones? Provocaciones.  Incitaciones  a la indagación, a  la imaginación  de los moradores de   esta  comarca de los exorcismos de sal, de Hualicho Mapu, de Tinguiriricas. Portadores de   una  cicatriz sedienta cruzando la piel más prometedora de este solar  de incongruencias.
Luego  vinieron, claro, los deleites por esas cinco líneas donde se consuma  lo que habría de ser una muerte anunciada, el contundente cierre del general que espera inútilmente  o este inventario de la aldea; “…  20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". Macondo, aguas menos, podría ser Comala. Pero, ciertamente, era Puelches.
A través de esta pedagogía de la desmesura abordamos las próximas lecturas, los primeros balbuceos  en la palabra escrita, la percepción del magisterio de García Márquez en su introducción a la utopía.
Muere, pero nos alivia saber que  no  desaparece  el que se recuerda.  En Doce Cuentos Peregrinos el hombre que renacerá en cada lectura, describe un funeral en las entrañas  de América. Avanzan los dolientes rumbo al cementerio entre músicas, estridencias  y lamentaciones. Integrando el cortejo va el muerto, tan expansivo y pródigo como los demás. Momentos más tarde el cuerpo es depositado en tierra y los asistentes comienzan a retirarse. Menos el muerto, que en ese momento hace conciente su destino, la medida de la soledad.  
  García Márquez pronosticó en esos trazos con prodigiosa exactitud, los sentimientos que hoy experimentamos tras su ausencia…



Juan Carlos Pumilla
Abril 18 de 2014

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