A Paulino, Soa y José
Felisa es una niña para los ojos curiosos del que visita las orillas
de esas extensiones en las que Tomás Masón fundará su aldea. Etérea, bordea una
ceja del monte, indiferente a las expectaciones
del petimetre que escolta al
patrón por su dominio. Pies desnudos en
el medanal, silbos aspirados y un chamal
que ondula cada vez que se inclina a recoger florcitas de verbena para
engalanar el aduar que comparte con
Mariano Rosas.
Ella
se siente mujer y nunca tuvo dudas. No ignora
los secretos que se deben
conocer a su edad. Y sabe aún más: que
es diciembre porque ha salido la última luna.
Descifra sin esfuerzo las
recónditas propiedades de las hierbas
salvajes; cuál es el color de las plantas tintóreas. Ha asimilado que la vida es como el fuego, se
vuelve cenizas si uno lo apura. Además, le
han enseñado que según las hojas del árbol es el rumor del viento y que
la libertad es un pájaro en vuelo.
Magisterios de la diáspora,
aprendizajes del desamparo.
Luego vendrán los vientos empujando
al siglo y Paulino Ortellado imaginará
para ella una elegía con la sexta
en Re que acaso evoque al ocaso pampeano.
Ñamtruy, revoltosa, de qué lugar
recóndito vendrá su nombre, cuáles las
honras.
Anciana, arquea su figura por una
esquina de Villa Tomás Mason y un niño asombrado, Osmar Sombra, se pregunta
cómo sobrevive el raído sacón oscuro que le conoce desde que tiene memoria.
Felisa ríe y su risa chispea en el sol. En el cielo, un águila le ofrece
su pecho altivo cada vez que sobrevuela y ella verifica una vez más que los dioses la acompañan. A lo lejos, los
hombres loncotean y festejan vaya a saber qué cosa que el visitante no alcanza
a comprender.
La vieja se inclina trabajosamente
en la silla y cada tanto levanta con dedos rugosos los párpados que le pesan.
Comprueba que los niños están allí corriendo en las anchuras arenosas del baldío y retorna a su ceremonia
interior de silencios y recuerdos. En sus tiempos, cavila, a los niños no había
que controlarlos, bastaba con enseñarles a conquistar la vida.
La tarde abraza el campamento y
Felisa ayuda con el hogar para no
privarse de la maravilla cotidiana de las brasas crepitando. El fuego también
está contento, certifica, y se queda pensando en esa rara sensación que la
inunda y que sólo muchos años más tarde conocerá bajo el nombre con que algunos
la denominan: felicidad.
El niño de los ojos de asombro ve
partir a su abuela acompañando a la anciana y se pregunta dónde irán, de tanto
en tanto, hacia el centro de la pequeña ciudadela que hace pocas décadas ha
cumplido sus primeros cincuenta años de vida ¿Para qué ir al centro si aquí en
la villa tenemos todo lo que uno puede necesitar, hay luz eléctrica, agua buena
en el aljibe, pasa el lechero y si uno quiere y se acostumbra, don Luís le trae
unos pejerreyes de La Dulce?
Ñamtruy entona una canción que viene desde lejos y la
letanía penetra en el corazón del monte, se eleva con languidez en la esperanza y se prolonga en el son de
las calandrias.
La vieja de los párpados pesados
decide que ya ha visto demasiado y los levanta solamente para despedir al
águila cuya cruz alcanza a percibir tras
la ventana del humilde ranchito de Río Negro y Jujuy. La casa de los Uhalde,
que décadas más tarde integrarán el inventario más atroz de la ferocidad.
Aquel niño, conquistador de baldíos y
amaneceres holgazanes en otoño,
ahora es un hombre que pinta con la paleta terrosa de estas dilataciones. En algún momento de su
vida se detendrá en un retrato, una hechura bermeja para la vieja del imperturbable saco de lana
gruesa. Para la niña del salitral, la Felisa, hija de Francisco Paillagner y Juana Meligner,. heredera de los
zorros.
Ñamtruy, ¡qué lindo suena!. El eco reverbera
en los costados de una ciudad dormida.
Acaso algún día, en el ciclo que se inicia, germine en los potreros de la villa una reminiscencia
por la anfitriona del festival de
las verbenas.
(del libro El Ciudadano)