sábado, 16 de marzo de 2013

mujeres - Felisa



A Paulino, Soa y José



Felisa es una niña para  los ojos curiosos del que visita las orillas de esas extensiones en las que Tomás Masón fundará su aldea. Etérea, bordea una ceja del monte, indiferente a las expectaciones  del  petimetre que escolta al patrón  por su dominio. Pies desnudos en el medanal, silbos aspirados  y un chamal que ondula cada vez que se inclina a recoger florcitas de verbena para engalanar  el aduar que comparte con Mariano Rosas.
            Ella se siente mujer y nunca tuvo dudas. No ignora  los secretos  que se deben conocer  a su edad. Y sabe aún más: que es diciembre porque ha salido la última luna.  Descifra  sin esfuerzo las recónditas propiedades  de las hierbas salvajes; cuál es el color de las plantas tintóreas.  Ha asimilado que la vida es como el fuego, se vuelve cenizas si uno lo apura. Además, le  han enseñado que según las hojas del árbol es el rumor del viento y que la libertad es un pájaro en vuelo.
Magisterios de la diáspora, aprendizajes del desamparo.
Luego vendrán los vientos empujando al siglo y Paulino Ortellado imaginará  para ella una elegía con la sexta  en Re que acaso evoque al ocaso pampeano.
Ñamtruy, revoltosa, de qué lugar recóndito vendrá su nombre, cuáles las  honras.
Anciana, arquea su figura por una esquina de Villa Tomás Mason y un niño asombrado, Osmar Sombra, se pregunta cómo sobrevive el raído sacón oscuro que le conoce desde que tiene memoria.
Felisa ríe y su risa chispea  en el sol. En el cielo, un águila le ofrece su pecho altivo cada vez que sobrevuela y ella verifica una vez más  que los dioses la acompañan. A lo lejos, los hombres loncotean y festejan vaya a saber qué cosa que el visitante no alcanza a comprender.
La vieja se inclina trabajosamente en la silla y cada tanto levanta con dedos rugosos los párpados que le pesan. Comprueba que los niños están allí corriendo en las anchuras  arenosas del baldío y retorna a su ceremonia interior de silencios y recuerdos. En sus tiempos, cavila, a los niños no había que controlarlos, bastaba con enseñarles a conquistar la vida.
La tarde abraza el campamento y Felisa ayuda con el hogar  para no privarse de la maravilla cotidiana de las brasas crepitando. El fuego también está contento, certifica, y se queda pensando en esa rara sensación que la inunda y que sólo muchos años más tarde conocerá bajo el nombre con que algunos la denominan: felicidad.
El niño de los ojos de asombro ve partir a su abuela acompañando a la anciana y se pregunta dónde irán, de tanto en tanto, hacia el centro de la pequeña ciudadela que hace pocas décadas ha cumplido sus primeros cincuenta años de vida ¿Para qué ir al centro si aquí en la villa tenemos todo lo que uno puede necesitar, hay luz eléctrica, agua buena en el aljibe, pasa el lechero y si uno quiere y se acostumbra, don Luís le trae unos pejerreyes de La Dulce?
Ñamtruy entona  una canción que viene desde lejos y la letanía penetra en el corazón del monte, se eleva con languidez  en la esperanza y se prolonga en el son de las calandrias.
La vieja de los párpados pesados decide que ya ha visto demasiado y los levanta solamente para despedir al águila cuya cruz  alcanza a percibir tras la ventana del humilde ranchito de Río Negro y Jujuy. La casa de los Uhalde, que décadas más tarde integrarán el inventario más atroz de la ferocidad.
Aquel  niño, conquistador de baldíos  y  amaneceres  holgazanes en otoño, ahora es un hombre que pinta con la paleta terrosa  de estas dilataciones. En algún momento de su vida se detendrá en un retrato, una hechura bermeja  para la vieja del imperturbable saco de lana gruesa. Para la niña del salitral, la Felisa, hija de Francisco  Paillagner y Juana Meligner,. heredera de los zorros.
 Ñamtruy, ¡qué lindo suena!. El eco reverbera en los costados de una ciudad dormida.   Acaso algún día, en el ciclo que se inicia, germine en  los potreros de la villa una  reminiscencia  por  la anfitriona del festival de las verbenas.

(del libro  El Ciudadano)






















ELOGIO DE LA LUCHA

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